Hace algunos años un funcionario del gobierno de la alternancia calificaba de sospechosismo, a la histórica desconfianza de las y los mexicanos en la palabra y la actuación de sus autoridades y dirigentes. Se trataba del secretario de Gobernación Santiago Creel, quien se afanaba inútilmente en deshacer las sospechas públicas de que, desde sus oficinas, se había activado el garlito del desafuero al entonces Jefe de Gobierno de la CDMX, Andrés Manuel López Obrador, mientras los machetes en Atenco se levantaban y Don Goyo (el Popo) hacia fuegos de artificio. El término tuvo tan buena fortuna que hoy se enlista en el Wikiccionario de Wikipedia.
Este rasgo de la cultura política mexicana no tiene desperdicio, ni es para nada ocioso, porque hoy por hoy, ante la publicación de los intercambios virtuales entre los actores de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, quedó absolutamente ratificado el carácter criminal de los sótanos del poder del régimen político mexicano de la postrevolución, en sus diversos niveles.
Respecto a lo sucedido el 26 de septiembre de 2016, desde el segundo Informe del GIEI se entreveía que autoridades municipales, estatales y federales, habían estado involucradas en las operaciones de cuatro de los cinco autobuses con los estudiantes, quedando la convicción pública de que, entre estos actores, se había fraguado la decisión sobre su paradero. Hoy, con la filtración de la periodista Peniley Ramírez de las comunicaciones por chat entre los autores de las desapariciones, no queda ninguna duda de que la operación criminal para desaparecerlos se realizó entre los tres niveles de gobierno. Con el agravante de que al parecer fueron los grupos criminales los encargados de concretarlas materialmente, a cuenta y mando de las órdenes oficiales.
La franqueza y sencillez con la que los interlocutores hablan de las atrocidades ejecutadas, no sólo indican una crueldad aprendida y naturalizada, sino el arraigo entre los actores de la represión (operadores y autoridades) de un habitus tanático del poder. Esto es: de percepciones, disposiciones, emociones, sentimientos, acciones, con una crueldad, fuertemente interiorizada y rutinizada como cultura de grupo. Una racionalidad cruenta, dura, implacable, soterrada, con la que funcionan estas instituciones, que se vuelca en el lenguaje, en los tropos, en el uso de refranes y consejas populares y por supuesto en las prácticas cotidianas: la crueldad alegremente ejercida con la garantía de la impunidad, como si se tratara de cualquier otro buen oficio.
Así, en los chats, los leemos en el trajín de repartirse en grupos, la carga de las 43 muertes, descuartizamientos y desapariciones. Apurados por quemar a unos, enterrar y desenterrar las partes dejadas aquí y acullá, trasladarlas a lugares “más seguros”. Mientras imaginamos a los jefes, en lo oscurito, dejando caer las frías órdenes con un whisky en la mano para que no queden huellas. Podemos entrever, el poder destructivo en la voz masculina “del que manda”, que llega a oídos de los que obedecen y acatan, sin dudas ni vacilaciones, e imaginar la maquínica del poder en toda su crueldad que se desata.
Se habla de las personas, de su descuartizamiento como si se tratara de reses. Las conversaciones entre los operadores dan cuenta de que para ellos y sus mandantes las personas no valen, no cuentan, de que las y los ciudadanos no somos nada, no valemos nada, a la hora de que se atraviesa la razón del quién apoderado del estado, usurpa el poder legal para imponer su propia razón o, en realidad una sinrazón, poco importa.
Si los operadores materiales tienen, como Eichmann en el Juicio de Jerusalén (abril, 1961), el recurso de afirmar que “sólo cumplieron las órdenes con la mayor eficiencia posible”, los mandantes no tienen ningún recurso excusatorio.
No se trató solo de una represión, una aniquilación sumaria y sin más a la disidencia juvenil de todo 2 de octubre, como otras que han labrado la fama de autocracia que tiene el estado mexicano entre propios y extranjeros. Se trató -como se puede entrever en los diálogos - de un acto de encubrimiento. De recuperar “la mercancía” y evitar que saliera a la luz la evidencia de la colusión entre criminales, autoridades y gobernantes en el tráfico de enervantes. Aunque eso implicara la muerte, el descuartizamiento, desollamiento y desaparición de 43 personas.
Ayotzinapa nos muestra que detrás de la desaparición de los 43 hay una relación de complicidad que pasa por gobernantes de todos los niveles colores y partidos, no importa si son de izquierda, derecha o centro. Indistintamente las complicidades criminales lubrican la política y nuestra tan celebrada democracia está herida de sangre, dinero sucio y muertes. Tendremos que curarla.
Ayotzinapa es nuestro Auschwitz. Nos deja ver que, en el aparato represivo alojado en los sótanos, pero también en el habitus del poder de ciertos sectores del Estado, está el problema de la criminalidad e inseguridad que atraviesa a todo el país. Nos pone de cara al mayor reto político de toda nuestra historia: o esta complicidad criminal se investiga, se persigue, se judicializa y se hace justicia a las víctimas de los 43, como ha ofrecido el presidente o, las víctimas de esta maquínica del poder oscuro será la democracia y seremos todos. No dejemos que esto ocurra.