Finalmente el presidente mexicano lo reconoció. Aceptó de manera pública lo que aquí hemos documentado en por lo menos una decena de ocasiones
Sí, finalmente dijo que está enfermo y que consume medicamentos para los padecimientos que presenta.
Pero además, con la irresponsabilidad que le ha caracterizado en los casi cuatro años de gestión, también dijo que no son graves sus dolencias y que no le impiden desempeñar sus actividades, como jefe de Estado y de Gobierno.
Sin embargo la salud del presidente, el diagnóstico sobre su estabilidad física y mental deben ser verificados por especialistas ajenos al primer círculo presidencial.
¿Por qué?
Porque sólo un panel de expertos puede determinar si a pesar de sus enfermedades, el mandatario debe seguir o no al frente de su responsabilidad constitucional.
De lo contrario, López Obrador no sólo pone en riesgo su salud personal sino que se convierte en un peligro de Estado; un riesgo para la estabilidad del país y para el futuro de 130 millones de mexicanos.
Por eso, frente al peligro latente de un enfermo en Palacio, corresponde a un panel de expertos recomendar el tratamiento a seguir; desde continuar como hasta ahora, hasta recomendar que abandone el cargo.
Curiosamente en junio de 2014 el propio López Obrador propuso la renuncia de Enrique Peña Nieto, a consecuencia de una eventual enfermedad.
Y hoy, cuando el enfermo de Palacio se llama López Obrador, no solo se ocultan los padecimientos, sino los fármacos y sus efectos.
Por eso, frente a la evidencia pública de que el mandatario mexicano padece distintas enfermedades –cuyos efectos ya aparecen a la vista de todos–, debemos insistir en las preguntas elementales.
¿De qué está enfermo el presidente López Obrador?
¿Son una, dos o más enfermedades las que le afectan?
¿Cuál es el nombre de esas enfermedades?
¿Qué tanto influyen esos padecimientos en el desempeño emocional, motriz y mental de un hombre cuyas responsabilidades y decisiones repercuten en toda una nación?
¿Qué medicamentos le han sido administrado?
¿Se trata de fármacos que alteran su estabilidad física, emocional, mental o conductual?
¿Quién garantiza que esos fármacos sean los adecuados?
¿Por qué a veces AMLO aparece hinchado, con el rostro abotagado y con el brazo y la mano del lado izquierdo inmóviles?
¿Utiliza algún aparato médico adherido al cuerpo que le impide el desplazamiento natural o le dificulta sentarse de manera normal?
¿Quién es el médico de cabecera del presidente?
¿Son confiables los médicos y los diagnósticos que han realizado tales especialistas?
¿Por qué no evalúa un panel de expertos independientes la salud del mandatario?
¿Será posible concluir que la mitomanía presidencial –90 mil mentiras en 46 meses de gobierno–, son producto de las presuntas enfermedades mentales que aquejan al presidente López Obrador?
¿Será posible que los medicamentos que le han ordenado al jefe del gobierno mexicano estimulan esa mitomanía?
¿Será posible que los fármacos que le aplican al jefe del Estado mexicano lo llevan a una realidad alterna, como la que pregona a diario?
¿Será posible que la irritabilidad extrema que muestra en ocasiones, la provoque los fármacos que consume AMLO?
¿Por qué en Palacio esconden el nombre de las enfermedades que afectan al presidente mexicano; por qué se empeñan en ocultar el nombre de los medicamentos que le suministran y la frecuencia de los mismos?
Las preguntas pueden llegar al infinito. Lo cierto, sin embargo, es que en toda democracia funcional es un derecho ciudadano conocer la salud, la enfermedad y los fármacos que consume el primer mandatario.
Y es que según la Constitución, el poder dimana del pueblo y los ciudadanos son –somos–, los “mandantes”; aquellos que mediante el voto llevan al cargo de “primer mandatario”, al presidente.
Y en tanto “mandantes”, los ciudadanos son los jefes del presidente y los detentadores del poder; por tanto deben conocer el estado de salud del “mandatario”; saber cuántas y cuáles son sus enfermedades y, en especial, hasta donde la enfermedad y el tratamiento afectan sus decisiones.
De lo contrario asistimos a un inminente y potencialmente catastrófico riesgo de Estado. Y si lo dudan, la historia está plagada de tiranos que llegaron a excesos impensables a causa de sus enfermedades ocultas.
Desde el epiléptico Julio César, pasando por el paranoico Stalin, los bipolares Mussolini y Churchill; hasta las adicciones a la cocaína y al alcohol de Hitler –víctima de la enfermedad de Hybris–, sin olvidar al locuaz Donald Trump –que a las acusaciones de demencia respondió: “soy un genio muy estable”–; y el psicópata Putin –que esconde graves padecimientos mentales–, y a los también psicópatas norteamericanos Roosevelt, Johnson, Jackson.
Sí, la salud del presidente mexicano es una cuestión de Estado, pero en México los “mandantes” somos los mexicanos y debemos conocer la salud del “primer mandatario”, para estar seguros de la conducción correcta del país.
¿Quién se atreverá a exigir la creación de un panel independiente de expertos para saber si López Obrador está en sus cabales para dirigir un país de 130 millones de personas?
Al tiempo.