Septiembre es en México el mes de la patria, porque en 1810 el cura Miguel Hidalgo y Costilla llamó a la insurgencia para defender la autonomía del territorio frente a la invasión francesa al reino de Fernando VII. Once años más tarde, en 1821, Agustín de Iturbide entraba a la Ciudad de México al frente del Ejército Trigarante concretando la separación de la corona española y dando origen al Imperio Mexicano, que pronto devendría en República. El primero no llamó a la independencia, sino a la defensa de la monarquía peninsular; el segundo cambió de bando y, dejando las fuerzas realistas, crearía, con los insurgentes, lo que sería el ejército mexicano. Al correr del tiempo la figura del Hidalgo fue creciendo hasta adquirir dimensiones heroicas y ser reverenciado como el iniciador de la independencia y como padre fundador de la nación. En sentido opuesto, Iturbide fue muy pronto repudiado, enviado al exilio y acusado de traidor a la patria… traidor a la patria mexicana, no a la española. ¿Por qué destinos historiográficos tan diferentes para personajes que lucharon por la misma causa y a quienes México debe el ser un país libre y soberano?
La respuesta no es simple, y entraña una gran complejidad. La respuesta más común y fácil es decir: porque la historia la escriben los vencedores. Pero si Iturbide triunfó, ¿entonces? Triunfó en lo inmediato: en los campos de batalla, pero construir el gobierno de una nueva nación representó un reto muy superior. Las fuerzas y las circunstancias políticas le jugaron muy pronto en contra y quienes escribieron esa historia, la historia nacional fueron otros. Entonces, si la historia la escriben los vencedores tenemos que preguntarnos ¿qué vencedores?, ¿vencedores de qué?, ¿vencedores cuándo? Pues sí, resulta que los vencederes van cambiando al paso del tiempo. Y, además, la escriben “los vencedores” pero no sólo, la escriben también quienes detentan el poder, especialmente el poder político, aunque no es el único; en la escritura del pasado por la apropiación de la memoria entran en juego los poderes económicos, los religiosos y varios otros. Tenemos pues que la historia la escriben los vencedores y los poderosos pero, de nuevo, no sólo, también está la historia académica, o que se pretende tal. ¡Cómo! ¿La historia no es una e invariable? Pues no, no existe UNA historia, existen múltiples historias que se cuentan desde diferentes perspectivas y persiguen fines diferentes. Y, ahí voy otra vez, ni siquiera existe UNA única historia en un determinado momento, pues en cada etapa el control de la narrativa histórica está en disputa y se escenifican grandes batallas para lograr imponer una de ellas. Hay, por supuesto, una que triunfa, generalmente la que está asociada al poder político y es la que se cuenta en los libros de textos oficiales.
Cómo, ¿persiguen fines? ¿Entonces la historia no es imparcial, ajena a interés, más allá de los conflictos entre personas, grupos, estados y países? Pues sí y no. En principio, en tanto disciplina, la historia aspira a escribirse con objetividad, pero por la naturaleza de los temas que estudia y busca conocer, sirve para mucho más que el conocimiento del pasado. La historia ha participado siempre en la formación de identidades, en la forja de patrias; también en la legitimación de gobiernos, justificación de decisiones y procedimientos políticos… La historia ha sido “utilizada”, desde siempre, con fines “públicos” –crear comunidad, validar tradiciones, sostener instituciones–, pero también ha sido utilizada con fines políticos más ligados a partidos, grupos y gobiernos. Me atrevería a decir que así ha sido desde su nacimiento. Lo que sucede es que el siglo xix, al influjo de la institucionalización y profesionalización de la historia como disciplina que se enseña en las universidades se creyó posible despolitizarla.
Lo cierto es que la historia académica se escribe desde un presente y responde a preguntas planteadas frente a los retos de su momento, lo que la acerca inevitablemente a la política. Pero además, los políticos hacen un uso discrecional de la historia. Casos como los de la presidenta Cristina Fernández, en Argentina, y de Andrés Manuel López Obrador, en México, son ejemplos de un uso político intensivo y polarizador de la historia desde el gobierno que obliga a los gremios académicos y científicos dedicados a las humanidades y las ciencias sociales a analizar este fenómeno con especial detenimiento.
Pensar la historia y los usos que de ella se hacen no es algo que se practique con regularidad entre quienes nos dedicamos al oficio, pero debería de ser una labor permanente de reflexión y debate. Con esa finalidad un grupo de colegas nos reuniremos el 26 y 27 de septiembre a conversar sobre los “Usos públicos de la historia” y para todas y todos quienes estén interesados en sumarse a pensar el asunto el evento se transmitirá por la cuenta de Facebook del Instituto Mora (Facebook/Institutomora).
* Fausta Gantús
Escritora. Profesora e Investigadora del Instituto Mora (CONACYT). Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes en Ciudad de México y en Campeche. Autora del libro “Caricatura y poder político. Crítica, censura y represión en la Ciudad de México, 1867-1888”. Coautora de “La toma de las calles. Movilización social frente a la campaña presidencial. Ciudad de México, 1892”. Ha coordinado trabajos sobre prensa, varias obras sobre las elecciones en el México del siglo XIX y de cuestiones políticas siendo el más reciente el libro “El miedo, la más política de las pasiones”. En lo que toca la creación literaria en 2020 publicó “Herencias. Habitar la mirada/Miradas habitadas” y más recientemente el poemario “Dos Tiempos” (2022).