Cada mañana de camino al trabajo paso por la Embajada del Reino Unido en Washington, DC. Estos últimos días, cerca de la entrada, se pueden ver arreglos florales depositados ahí con motivo del fallecimiento de la reina Isabel ll. Los nexos culturales y afectivos entre Estados Unidos y el Reino Unido de la Gran Bretaña son obvios. Sin embargo, no existe, hasta donde yo veo, una afinidad histórica semejante entre esa nación europea y México.
En adición a las reacciones normales de solidaridad y empatía por lo ocurrido, en nuestro país el suceso se registra en el marco de ese interés de siempre por las circunstancias que rodean a las casas reales.
Esto resulta especialmente notable en un momento nuestro en el que existe, en algunos, un sentimiento de enorme distancia, y a veces hasta rechazo, por aquellos a quienes se identifican como los “fifís” de nuestra misma sociedad.
Alguien podrá opinar que precisamente son los fifís y los malqueridos aspiracionistas mexicanos a quienes les interesa el tema de los príncipes y reyes, y a nadie más. No estoy tan seguro de ello. El cariño que se sigue sintiendo por la princesa Diana sigue presente en todos los círculos sociales.
Parece que, entre nosotros, al mismo tiempo que censuramos a quienes viven por encima de la medianía, sentimos interés y cercanía con personajes que viven su vida entre palacios.
Me atrevo a sugerir que existe un paralelismo de este fenómeno con algo que ocurre en la cultura de Estados Unidos, y que se materializa con el culto al presidente Abraham Lincoln y la admiración por Jesse James. Por supuesto no estoy comparando a reinas con presidentes y a no fifis con vaqueros. Lo que pretendo apuntar es que los estadounidenses sienten una profunda admiración por el presidente Lincoln, quien es tal vez la figura central de la integración del país y el icono de la lucha contra la esclavitud en el sur; pero el mismo tiempo, mantienen ese gusto por las historias de ese vaquero, y muchos otros, que se dedicaban, junto con una banda de excombatientes pro esclavitud, a asaltar bancos y cometer todos los crímenes que pudieran bajo la impunidad que encontraban en las instituciones locales todavía en proceso de consolidación, después de la guerra civil.
Es decir, por un lado existe el reconocimiento al personaje que simboliza el respeto a la ley, a las instituciones y los individuos, pero al mismo tiempo, vive la atracción y el interés por los forajidos que destruían todo lo que el héroe histórico trataba de construir.
Pero, regresando a México, esa capacidad de admirar rivales y mensajes en contrario siempre ha existido. La manera en la que idealizamos a los líderes de la Independencia o la Revolución Mexicana es un ejemplo de ello. Los vemos como un grupo de héroes que peleaban en contra de un enemigo en común, cuando en muchos casos, eran rivales buscando destruirse entre ellos para la obtención del poder.
Hoy sigue siendo igual; por un lado, tenemos nuestra demanda legítima de que exista estado de derecho y justicia en México, pero al mismo tiempo, seguimos buscando la manera de darle la vuelta a las cosas, no pagar las multas, hacer nuestras las banquetas, presumir nuestros contactos, no pagar impuestos, y algunos, vestir lo más parecido que se pueda a un narco.
Y no es cuestión de una época o una generación en particular, ya que a nivel latino, al menos, la misma generación que más ha defendido la necesidad de la corrección política, la diversidad y el respeto a la mujer en toda expresión social o mediática, es la misma que le dio el éxito absoluto a la corriente musical popular con la mayor carga misógina que se recuerde.
A lo mejor todo es expresión de las batallas entre el ser y el deber ser de toda persona y sociedad.
Habrá que reflexionar si nuestras contradicciones no han sido parte de los obstáculos para nuestro desarrollo. Pero mientras, seguiremos viviendo con nuestro cariño y gusto por las casas de las flores, las reales y las de los narcos.