La decisión del presidente Andrés Manuel López Obrador de no cumplir con su promesa de sacar al Ejército de las calles no causó el rechazo, el revuelo o la confrontación que algunos de sus adversarios habrían esperado. La congruencia política es altamente valorada, pero los cambios de opinión de los personajes políticos dejaron de causar el daño que hacían en décadas pasadas.
De hecho, el giro de 180 grados que dio el primer mandatario será bien recibido por la ciudadanía. El cálculo político sobre las consecuencias de dicha decisión no era tan difícil: 8 de cada 10 mexicanos respaldan un aumento de la participación de las Fuerzas Armadas en el combate al crimen organizado, de acuerdo con la encuesta de Buendía y Márquez realizada para El Universal en agosto pasado.
Sin embargo, la reacción positiva de hoy podría cambiar en los próximos años. Por un lado, porque el 55% de los encuestados piensan que el incremento de la violencia en el país constituye una señal de fracaso de la estrategia de seguridad del gobierno federal. Por el otro, porque el trabajo del presidente para reducir la inseguridad es calificado por el 48% como malo o muy malo.
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La aparente contradicción que hay detrás de estos números se explica por varias razones. Destacan tres. Una, que el presidente ha mantenido débiles y a raya a sus adversarios, quienes no han logrado consolidar un frente común efectivo en su contra. Otra, los buenos resultados que mantiene en términos de popularidad. Y también la enorme simpatía y confianza que tiene la población en las fuerzas armadas.
En consecuencia, la polarización sigue operando en su favor. Además, la narrativa que traslada la responsabilidad total de la inseguridad a los gobiernos anteriores es percibida como válida por la mayoría. Adicionalmente, el hecho de que el 62% de los encuestados califiquen la situación económica que vive el país como buena o muy buena le da otro bono para justificar cualquier cambio de opinión.
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En política, lo que parece es. Sobre esta base transita la estrategia de comunicación del presidente. No obstante, para reforzar sus acciones, el presidente utiliza otros mecanismos de control que van más allá de los argumentos o las opiniones y que han marcado también los procesos de toma de decisiones de sus adversarios. Por otra parte —en sentido claro y estricto— el cambio de opinión no solo se le puede criticar o cuestionar a él.
El cambio de opinión o de criterio, de partido político o postura ideológica es cada día más frecuente. La lealtad a las ideas, principios, convicciones o personas parece ser cosa del pasado, aunque muchos la sigan considerando un alto valor. Por supuesto que no se puede negar su importancia, pero el pragmatismo político y el peso que hoy pueden llegar a tener los intereses particulares incrementa los bandazos.
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Ante esta circunstancia, en el actual escenario es más sencillo para algunos mezclar el agua con el aceite. La conformación de alianzas políticas, como la de Va por México, hizo posible el acuerdo entre partidos, líderes y simpatizantes, quienes hasta hace poco eran enemigos acérrimos. El ejemplo es ilustrativo y amerita comprender el trasfondo de lo que motivó el nuevo modelo de alianza.
Con el cambio de opinión, siempre es posible que surja la traición. La traición a uno mismo, al jefe, al grupo político al que se pertenece, a la institución donde se trabaja o incluso a su país. En la historia mundial abundan los personajes que han traicionado. Incluso, muchos se convirtieron en héroes como resultado de su traición. Ciertamente muchos murieron o fueron severamente castigados por sus decisiones. Pero no todos ni todas tuvieron que pagar las consecuencias.
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El mismo concepto de traición parece haberse redefinido con el paso de los años. Las razones son muy claras, aunque no siempre se comprenden racionalmente: la libertad de pensamiento, el derecho legítimo a ascender en posiciones de poder o el desacuerdo con las decisiones de los superiores, entre otros, son factores que explican y justifican los cambios de parecer.
Por todo lo anterior, en un sistema político —en el que la libertad es un derecho inalienable— el cambio de opinión tendría que verse con mayor naturalidad. Aún más. Sin que signifique una apología de la traición o la incongruencia, todas y todos deberíamos estar preparados para enfrentar cualquier mutación en las opiniones y lealtades no solo de los personajes públicos, sino de la gente cercana, aún de quienes más queremos.
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Debido a que el cambio es lo único permanente, las estrategias de comunicación y las narrativas que de ella se desprenden, están obligadas a reforzar el análisis de riesgos cuando hay decisiones trascendentes de por medio. El cuidado que se debe poner está en los elementos de diagnóstico y en las premisas centrales de la narrativa, pero también y de manera especial en las promesas y compromisos que se asumen. Un cambio de opinión o de decisión es aceptable siempre y cuando se justifique con argumentos razonables.
Está demostrado que la ciudadanía es tolerante y comprensiva mientras no se afecten sus derechos, su seguridad o estabilidad económica. La realización de estudios de opinión son muy útiles antes de anunciar cualquier cambio. Las variables de la investigación deben poner el énfasis en el tipo de reacciones que se esperan, sobre todo las emocionales. Lo que no se acepta, nunca, son las incongruencias ni el llamado síndrome de la Chimoltrufia.
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