El Nacional cumplió 79 años el miércoles 3 de agosto, en medio de una serie de fenómenos sobre los que siento necesidad de reflexionar.
79 años en la vida de un diario es mucho tiempo. Me explico. En un medio de comunicación el tiempo transcurre de forma extendida. Ninguna jornada termina del todo, los días se suceden como un fluido sin pausa. Llegan las noches y el descanso para la mayoría de las personas en el mundo, pero en el periodismo siempre hay algo -alguien- que permanece despierto y activo. En cierto modo, sin abusar de la analogía, la sala de redacción de un diario tiene algo semejante a una sala de urgencias médicas, donde nunca es posible apagar todas las luces.
Una sala de redacción, como la que tuvo El Nacional durante décadas, y que todavía mantienen los grandes medios de comunicación en numerosos países, es un centro de trabajo peculiarísimo: un lugar en el que las cosas se congregan sin descanso. Un espacio donde las realidades se concentran y amontonan, donde las expresiones de lo real, en forma de buenas y malas noticias, son incesantes.
Una figura indisociable de las salas de redacción solía ser y es la del periodista veterano. Un profesional que lleva consigo una característica extraordinaria: alguien del que uno puede decir, otra vez sin abusar de la analogía, que lo ha visto todo. Miguel Otero Silva, Oscar Guaramato, Mario Delfín Becerra, José Mora del, Pedro Llorens o Argenis Martínez, por ejemplo, fueron de esos periodistas que, llegados a punto del recorrido profesional, era casi imposible sorprender. Desde sus respectivos despachos, no se separaban del transcurrir del país. Escuchaban e interrogaban a los reporteros. Por sus manos pasaron decenas de miles de noticias, decenas de miles de titulares. Fueron hombres memoriosos que, como pocos, eran capaces de prever lo que vendría con especial tino: habían aprendido a conocer el funcionamiento de las instituciones, de las luchas por el poder, de las conductas frecuentes de los hombres públicos.
A partir de las contribuciones de estos periodistas y de tantísimos otros, El Nacional fue construyendo una cultura de conocimiento y de vínculo con el país, quizá incomparable. Basta con leer los reportajes de Gonzalo Rincón Gutiérrez sobre la Venezuela profunda, o los de Ida Gramcko (indetenible reportera) sobre lo que ocultaban ciertos oficios en la Caracas de 1943, para entender que aquel periódico, desde sus primeros pasos, había comenzado a innovar y a dispersar sus raíces por todo el territorio venezolano. En tiempos en que las carreteras eran penosas, las telecomunicaciones incipientes y en el que el oficio del periodismo era comprendido sólo por unos pocos, El Nacional comenzó a dar cuenta de los hechos del país, al tiempo que creaba la sección de opinión más potente que ha tenido Venezuela desde entonces.
Por supuesto: no tardarían en aparecer presiones y mecanismos de censura, ataques institucionales y personales, persecuciones de distinta índole, campañas en contra de nuestra actividad. No puede decirse que El Nacional y las distintas generaciones de reporteros se hayan acostumbrado a trabajar en situación de riesgo -nadie se acostumbra a vivir en estado de amenaza-, pero fue siempre algo que conocimos. Que estaba allí. En 79 años, el gendarme nunca se alejó de nuestra actividad.
Nada de lo que nos ocurrió antes del 2000, se compara con el estado de cosas que hemos padecido desde que Chávez accedió al poder. Y en el marco del régimen, hay que reconocerlo, lo peor empeoró, si cabe decirlo, a partir del ilegal e ilegítimo ascenso al poder por parte de Maduro y Cabello.
No volveré a repetir aquí la cadena de ataques y violaciones a nuestros derechos sufridos, especialmente desde el 2014 a este tiempo. Nos han asfixiado y despojado de nuestra sede. Varios de los directivos de El Nacional, entre los que me incluyo, permanecemos en el exilio desde el 2015. Por mucho menos que eso, cualquier otro diario o medio de comunicación habría puesto fin a sus operaciones. Sin embargo, aquí estamos: hemos llegado a los 79 años, pero no con una perspectiva en declive, sino lo contrario. A eso se refiere “el enorme desafío por delante” que menciono en el título.
El desafío se nos presenta en varios planos. Mencionaré sólo dos de ellos. El primero, en relación a nuestros lectores: tenemos más de medio millón de lectores únicos, personas que nos siguen día a día. La devastadora crisis venezolana, que ha provocado la migración forzosa de más de seis millones de personas, ha cambiado la demografía de quienes nos siguen: nos leen en toda la esfera hispanoparlante. De ser un diario venezolano, en lo esencial, ahora somos un diario proyectado al ámbito de la lengua española. Cuando nos detenemos en las conductas de nuestros lectores nos percatamos de un fenómeno crucial: el crecimiento del interés por la información internacional, en especial, referida a América Latina. Hay un interés en ascenso, sobre el del futuro político del continente, y son muchos, entre nuestros lectores, los que están buscando respuestas a la tormenta latinoamericana en nuestra oferta de contenidos.
Y ese es justamente el segundo desafío: la preocupación por el auge del populismo, izquierdista o no, en América Latina, necesita de medios de comunicación independientes, que se mantengan firmes en la defensa de los derechos a informar y a expresarse libremente, que den cuenta de las realidades, que aglutinen la opinión libre. Sin dejar de cumplir con nuestras vocaciones de casi ocho décadas, hacia allá están encaminados nuestros empeños en curso. Tenemos un potencial de crecimiento en la geografía del español, en la geografía donde las libertades están sometidas a poderosas amenazas. Ya hemos comenzado a recorrer la ruta hacia nuestro 80 aniversario, con la expectativa de que será un acontecimiento que celebrarán nuestros lectores, dentro y fuera de Venezuela.