La llamada “cultura de cancelación” es un neologismo acuñado para designar al fenómeno en el que los miembros del público denuncian y condenan al ostracismo digital y, consecuentemente, a la exclusión social, a las personas que transgreden las normas en las redes sociales y otros espacios o canales de expresión pública por medio de narrativas o discursos intencionales o deliberados, considerados como ofensivos, de odio, peligrosos, falsos, impropios o simplemente, indebidos.
Aunque hay quienes denuncian los efectos de este fenómeno como contrarios a la libertad de expresión y la dignidad humana, es preciso entender inicialmente que este tipo de reacción pública solo puede ocurrir y tener consecuencias para los presuntos transgresores, si los terceros participantes con posibilidades de supervisión sobre ellos pueden ejecutar y de hecho ejecutan sanciones contra ellas.
De fundamental relevancia para orientar y centrar nuestra discusión, resulta de igual modo comprender que la cultura de cancelación, es distinta a la cancelación de datos personales que una persona puede promover o solicitar válidamente, en congruencia con su derecho humano a la autodeterminación informativa y su garantía, al efecto de que sean suprimidos los datos personales que hubiese facilitado para su publicación, por parte de servicios de redes sociales y plataformas de Internet, así como aquellos que hubiesen sido facilitados por terceros; cuando tales datos sean inadecuados, inexactos, no pertinentes, no actualizados o excesivos. A este segundo supuesto hemos dado en designarle como derecho al olvido.
Ahora bien, en relación con la cultura de cancelación, debemos visibilizar y reconocer que no es algo nuevo que las personas, con independencia de su mayor o menor influencia o alcance público, expresen cosas falsas o hagan cosas polémicas, o que, en resumen, se comporten en modos indebidos. Lo que sí es relativamente reciente, es el hecho de que el público tome una postura radical y definitiva respecto a ello, buscando no solo que existan consecuencias para los autores de tales acciones o actitudes, sino que la gente no se olvide de las mismas en el futuro.
En este sentido, los avances tecnológicos y el advenimiento de lo digital, han puesto en manos de cada persona que tiene un dispositivo conectado a Internet un enorme poder de influencia al menos potencial, que trasciende lo local, lo nacional y lo regional, como ámbitos que se desdibujan en la globalidad del ciberespacio. Así, hoy sabemos y pareciera cada vez más claro que lo que ocurre o se expresa en el mundo digital a menudo tiene efectos mundiales y puede traducirse en impactos positivos o negativos en la vida de millones de personas. En ese sentido, al menos de inicio e intuitivamente, pareciera igualmente claro que el ciberespacio no debe ser un escenario que deba prestarse o dar lugar a la impunidad; sobre todo, ante expresiones que desinforman o buscan deliberadamente generar afectaciones a la otredad en cualquiera de sus formas.
Sin embargo, la cultura de cancelación y el derecho al olvido confluyen y entran en franca tensión cuando una persona que ha sido cancelada lo ha sido sin méritos, o los que se pensaba que existían, por cualquier causa, se desvanecen. En tales casos, parece claro y por demás evidente, que la o el afectado, deben o deberían, cuando menos, tener el recurso y la posibilidad de que su cancelación se revierta o quede superada.
En ese orden de ideas, me parece que como sociedad debemos comenzar a reflexionar acerca de cómo balancear, por un lado, los mecanismos propios de la cultura de cancelación que, como hemos dicho, cobran eficacia por virtud de la intervención muchas veces autorregulada de quienes tienen la posibilidad de supervisar a las y los usuarios de las redes y plataformas digitales; y, por otro, el hecho de que aunque la historia digital de las personas conlleva indudablemente beneficios para la sociedad que puede acceder a información valiosa sobre ellas, también importa riesgos para las personas en relación con la preservación de sus libertades y derechos humanos como el honor, la intimidad, la privacidad y la protección de sus datos personales; derechos en cuya ausencia se hace nugatorio el libre desarrollo personal.