El fin de semana tuve oportunidad de ver, como mucha gente, la serie sobre Florence Cassez e Israel Vallarta basada en la muy bien documentada novela de Jorge Volpi, e independientemente de las dudas sobre su inocencia o culpabilidad en los secuestros que se les imputaron, es un retrato brutal de la manipulación y abuso de la justicia en nuestro país que, junto con “Presunto culpable” y “Duda razonable”, aportan elementos valiosos para el debate que se está llevando a cabo en estos momentos respecto a la prisión preventiva oficiosa.
Nada justifica el escandoloso montaje televisivo para transmitir la supuesta liberación de víctimas y detención de una banda de plagiarios -asusta pensar que personajes como García Luna y Cárdenas Palomino hayan estado al frente de la AFI y después de la Secretaría de Seguridad Pública-, también son muy preocupantes las inconsistencias o incluso notorias contradicciones en la investigación de estos casos, pero en esta ocasión me centraré en el hecho de que una persona lleve 17 años recluido en un centro penitenciario sin haber recibido sentencia. ¿Cómo explicar que se pueda privar a alguien de la libertad durante tanto tiempo sin que se haya demostrado su culpabilidad violentando sus más elementales derechos?
Lamentablemente no se trata de un caso excepcional, de acuerdo a los datos arrojados por una investigación de Animal Político, 85% de las personas que fueron encarceladas durante 2020 sobre todo por delitos como robo o narcomenudeo, no se les ha dictado sentencia y en muchos casos ni siquiera había iniciado el juicio por estar aún en investigación. En su mayoría se trata de personas de escasos recursos y bajo nivel educativo que difícilmente pueden contar con una defensa adecuada.
Habrá quien sostenga que, ante la menor duda, es preferible correr el riesgo de cometer una injusticia a dejar en libertad a un delincuente -ignorando que vivimos en un Estado de derecho-, pero no se debe pasar por alto la gravedad de que inocentes paguen por delitos que no cometieron mientras que, bajo esta misma lógica, los verdaderos responsables estén en la calle delinquiendo impunemente.
La prisión preventiva debe ser excepcional conforme lo establecen las convenciones internacionales en materia de derechos humanos, sólo para aquellos casos en los que exista peligro inminente de fuga o riesgo para las víctimas, testigos o para la sociedad, y que un juez, en forma justificada después de analizar cada caso, considere que otras medidas cautelares como la prohibición para salir del país, resguardo domiciliario, brazalete electrónico, restricción para acercarse a determinadas personas, inmovilización de cuentas etc. son insuficientes, debiendo prevalecer el principio de presunción de inocencia y que el proceso se lleve en libertad.
Sin embargo, en sentido opuesto y como consecuencia de la ampliación de la prisión preventiva oficiosa en nuestro país promovida y defendida por el actual gobierno a pesar de sus nulos resultados, basta con que se acuse a alguien por uno de los muchos delitos contemplados en el artículo 19 constitucional para que tenga que llevar su proceso en reclusión sin una investigación previa que acredite cuando menos indicios sólidos para presumir su posible responsabilidad, generando incentivos perniciosos pues lo más fácil para policías y ministerios públicos es presentar chivos expiatorios con tal de “justificar” su trabajo.
Como bien lo apuntó Jorge Zepeda Patterson, “detener y después investigar y dejar en la cárcel durante años a alguien sin necesidad de probar su culpabilidad es una práctica universal de los regímenes autoritarios, frente a los sistemas modernos que, en protección de los ciudadanos, exigen investigar para poder detener”.