Se llama Pablo. Es el hijo de Sergio del Molino y su esposa Cristina Delgado. Murió cuando tenía dos años. "La hora violeta" es la narración escrita por su padre desde el momento en que Pablo nació y hasta que su pequeño cuerpo ya no pudo más contra la leucemia. Una realidad de la que nadie querría escribir. Una realidad de la que nadie querría leer. "Mi hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó en el hospital, y estaba a punto de cumplir dos años cuando arrojamos sus cenizas. Ése es el tiempo que cabe en nuestra hora violeta". El tiempo suspendido. El tiempo de las agitaciones más violentas y los retos más inaprehensibles. El tiempo de una manera desesperada de amar. Porque así se impone. Porque no hay hacia dónde moverse. Sergio cita un poema de T. S. Eliot en "La tierra baldía": "Es la hora violeta, cuando los ojos y las espaldas se levantan del escritorio, cuando el motor humano espera como un taxi parado en marcha".
Encontré por primera vez un texto de Sergio del Molino en la antología "(h)amor de madre" que comparte con Beatriz Gimeno, María Fernanda Ampuero y otres autores. Su texto se llama "El mantenido" y está escrito en primera persona: el escritor y su pareja eligen que él trabaje en la casa para cuidar a su hijo y que sea Cristina quien trabaje fuera. Y todo lo que provocó esta ruptura de las convenciones hacia adentro y hacia afuera. Después encontré su libro "La hora violeta". No sabía que en el primer texto (2016) estaba yo leyendo -con respecto a su libro (2013)- su futuro. La crianza de Daniel -su segundo hijo- a quien dedica la memoria de su hermanito mayor: "Este libro está dedicado a mi hijo Daniel, con el deseo y la esperanza de que su hermano no se convierta en un fantasma ni en un cuento de terror". El "fantasma" es la creación de lo no dicho. El involuntario secreto familiar. Pablo no es un "fantasma". Su madre y su padre no lo permitieron. Su padre es, además, un hacedor de palabras.
Cristina escribió un texto: "Hoy Pablo habría cumplido dos años... Hoy no hay velas ni tarta ni alegría, porque Pablo no está. Nos dejó este verano tras luchar con todas sus fuerzas contra una leucemia feroz que resultó ser invencible...Y aun así, a pesar de todo, nos sentimos afortunados. Porque lo tuvimos con nosotros. Porque lo quisimos y nos quiso". "La hora violeta" se abre a un duelo que no es ni siquiera imaginable. El tiempo que suspende a Cristina y a Sergio en el aire -salvar a su hijo. Salvarlo- los deja caer bruscamente: "los padres que firmamos los papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Somos padres por siempre. Padres de un fantasma que no crece, que no se hace mayor, al que nunca vamos a recoger al colegio, que no conocerá jamás a una chica, que no irá a la universidad y no se marchará de casa. Un hijo que nunca nos dará un disgusto y a quien nunca tendremos que abroncar. Un hijo que jamás leerá los libros que le dedicamos".
La narración comienza con el nacimiento de Pablo. Un hospital. Una cesárea. Los miedos que hostigan a casi todos los padres. Aprender a ser necesitado por un hijo de una forma en la que nunca antes se había una/o sentido necesitado por ningún ser humano: "sueño con botones que se tragan, con fallos respiratorios que ninguna autopsia puede aclarar, con vómitos y diarreas y con bultos que se escurren de mis manos torpes y acaban estampados de cabeza contra el suelo". Pero Pablo está sano y feliz. Lo llevan al mar. Tratan de hacerle comprender que el mar también está hecho de agua. Su hijo tiene diez meses cuando escuchan el diagnóstico: "Pablo tiene leucemia... tiene infiltrado el noventa y ocho por ciento de su médula". Las crueles dimensiones de los miedos. "Es la mano de Cris la que me saca de mis propias tripas. La extiende con violencia, muy abierta, reclamando la mía... ?Recorro el brazo con la mirada hasta llegar a su cara y encontrarme con sus ojos, brillantes y heridos".
El entero cuerpo herido. Se redefine el miedo, la angustia, el dolor, se redefine la esperanza. Oncopediatría. "Los niños calvos". Esa otra ¿familia? que se va construyendo sin saber y sin nombrar: las enfermeras, las/os médicas/os, les niñes enfermos, las madres y los padres. La herida emocional profunda. La quimioterapia. Un veneno que invade el cuerpo pequeñito de Pablo para tratar de salvarlo de un veneno mayor. El exterior es remoto. Ajeno. Los de allí dentro aprenden nuevos lenguajes. Los de allí dentro se entienden entre ellas/os. La quimioterapia. Un veneno que invade el cuerpo pequeñito de Pablo para tratar de salvarlo de un veneno mayor. Eva adolescente quiere a Pablo. Ella puede expresar cómo se viven los tratamientos. "Gracias a Eva sabemos algunas de las cosas que siente Pablo. Cris se las pregunta para que, a través de su voz, hable Pablo, que no nos puede relatar sus dolores ni sus sensaciones. Ella nos describe el cansancio de la anemia y el dolor de los huesos, y también las náuseas de la quimioterapia. Ejerce de traductora simultánea del interior de nuestro hijo y le agradecemos con los ojos que nos permita entender por qué llora o por qué se queja".
Las infecciones, las bacterias, guantes, mascarillas, bata esterilizada. Abrazar a su hijo conectado a tantos cables. La urgencia de un trasplante. "Todo es más. Más agresivo, más urgente, más fuerte, más regresivo, más ineficaz. Más, más, más, más, más. ¿Cuándo será menos? Ayer era menos y hoy es más... No puedo hacer entender a nadie que nuestro futuro no alcanza más allá de un par de días". Pablo se repone un poco. Juega a inyectarse, a auscultarse el pecho. Pablo tiene la fuerza para reír de nuevo. Una joven donadora francesa. Viven entre Zaragoza y Barcelona. La esperanza se asoma. Apenas dura. Pablo y el vómito de sangre. Ni siquiera tiene dos años. Una no quisiera seguir leyendo pero el padre tuvo ese valor inmenso: siguió escribiendo. Singularizar a su hijo. Traerlo un poco de vuelta. "Sangre negra sobre Cris, sobre el suelo, sobre la cama. Sangre de niño. Sangre de mi sangre". Sergio y Cristina. En su casa. Solos.
Y después, la lectura de "Mortal y rosa" de Francisco Umbral, su hijo también murió de leucemia. Sobrevivencias. Intentos. Sergio lo cita: "Si supieras, hijo, desde qué páramo te escribo, desde qué confusión de lágrimas y ropas, desde qué revuelta desgana..."