La innovación es una necesidad en las estrategias de comunicación política. Lo es porque asistimos a un ecosistema informativo que cambia constantemente. También por la saturación de noticias, spots y mensajes en las redes sociales que se difunden todos los días, casi siempre plagados de banalidades que poco le aportan a la ciudadanía, no le emocionan y menos alimentan su esperanza de una vida mejor.
Los modelos de mercadotecnia política que fueron exitosos desde la década de los 90 están desgastados. La creación de falsos “actores políticos” —donde todos parecen cortados con la misma tijera— y la insistencia de mantener argumentarios poco verosímiles, con ofertas similares e inalcanzables, siguen predominando en los medios. Desafortunadamente, las campañas negras y la guerra sucia siguen ocupando espacios de importancia.
Resulta paradójico que mientras la mayoría de las narrativas y mensajes principales prometen “el cambio”, éstas se mantengan casi iguales. La ideología y el contraste parecen haber quedado en el olvido, aún con las adaptaciones a las que hoy obligan los medios digitales. Ciertamente, ha habido algunas estrategias atractivas e innovadoras, pero en nuestro país siguen siendo excepcionales.
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Las nuevas generaciones tienen a su disposición una cantidad nunca antes imaginada de medios para comunicar. Los hábitos de consumo se transforman drásticamente. En el nuevo escenario, todas las áreas de conocimiento tienen el potencial de evolucionar como no lo hicieron en siglos. Sin embargo, la lógica del mercado sigue dando los mayores y los mejores espacios a la industria del entretenimiento.
Buena parte de la clase política sigue gastando demasiado, pero no invirtiendo. Para subir puntos en los niveles de popularidad, confianza y credibilidad confunden cantidad con efectividad en los mensajes y en los impactos. Muchos no terminan por comprender que la comunicación eficaz atraviesa por la disrupción y la adecuada microsegmentación de sus mensajes. Está demostrado que no gana más quien gasta más.
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Las transformaciones de los viejos y los nuevos medios son diversas. Adaptarse no siempre es complicado. Pero debemos entender primero qué características tienen, cómo funcionan, cuáles son las reglas y, sobre todo, sus hábitos de consumo. Las grandes audiencias son cosa del pasado. La comunicación móvil se impone. Son tiempos de volatilidad y de postverdad.
Hoy, los discursos grandilocuentes ya no convencen a nadie. Los personajes políticos sobreactuados, con voces engoladas y uniformados, a la usanza que marcaron los viejos manuales de imagen, tampoco. Hoy, el debate no se gana a gritos ni con descalificaciones. Los argumentos verosímiles y razonables son los que más convencen. La elocuencia moderna dejó de privilegiar los monólogos para abrir paso a la conversación cargada de emoción.
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Los nuevos contenidos rechazan el “rollo”, el desorden y el culto a sí mismo. Los conflictos se convierten en áreas de oportunidad, de manera particular cuando la gestión de las situaciones críticas se realiza con verdad y apego a la realidad. Por la misma razón, imponer agenda adquiere nuevos significados. El oficialismo debe asumir un nuevo rostro para lograr la credibilidad y mantener a los aliados en el poder. Los videoescándalos pierden efectividad por su burdo e impune manejo.
Pero eso no es todo. En la nueva comunicación política se tiene que aprender a trabajar con el Big Data, el marketing de contenido y el mensaje audiovisual que destaque en el marco de la avalancha informativa que vivimos minuto a minuto. En la horizontalidad están los nuevos códigos, símbolos y técnicas que hacen falta para ser más competitivos. Pero para interactuar con mayor eficacia, las acciones y resultados son la mejor opción cuando la población necesita escuchar a los personajes políticos.
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La política como espectáculo mantiene su valor. Más en ese mercado dominado por la industria del entretenimiento. El problema es que aún no se ha descubierto a fondo cómo llevarla a plataformas como WhatsApp, TikTok o Instagram. Muchos no saben bien a bien qué hacer para no confundir libertad de expresión con violencia verbal. Conversar, participar y debatir sin mostrarse como protagonistas, más autoritarios que auténticamente democráticos, como lo exigen los nuevos tiempos.
Otra paradoja la han provocado los actuales gobernantes populistas. El fantasma del neopopulismo recorre el mundo. No hay duda que algunos líderes se han logrado posicionar rompiendo moldes, reglas y parámetros de lo que debe ser la nueva comunicación política. Se han impuesto ante la opinión pública a pesar de la resistencia de sus adversarios y del malestar o desacuerdo de diversos grupos de la sociedad.
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El neopopulismo ha tenido éxito en varios países. No importa tanto si sus gobiernos son de izquierda, centro o derecha. Por eso muchos líderes los consideran ejemplo a seguir. En otras naciones, las menos, se les ha derrotado en las urnas. El presidente estadounidense Donald Trump es un buen ejemplo. Pero la confianza de mucha gente lo mantiene activo y con la energía para regresar a la Presidencia. Lo que es cierto es que sus modelos de comunicación han sido eficaces y se les tiene que analizar con mayor profundidad.
A pesar de todo, la experiencia reciente confirma que los modelos de comunicación neopopulistas también se desgastan rápidamente, sobre todo cuando se descubren algunas de sus fórmulas tramposas y demagógicas. Incluso, pueden llegar a ser decepcionantes, sobre todo cuando los incumplimientos son tan grandes como las expectativas que generaron. No hay duda que sus métodos suelen ser efectivos, pero no están exentos de vulnerabilidades y riesgos. No olvidemos que, para innovar, tampoco conviene copiar lo que en una primera impresión parece ser una fórmula de éxito. Afortunadamente, existen muchos otros caminos.
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