Esa noche del 2019 una enorme mariposa negra entró en la casa. Cualquiera en mi pueblo sabe leer el mensaje: la mala suerte acecha. Vuela. Se quedó instalada en una esquina cercana al techo, demasiado alta como para ahuyentarla a la velocidad que hubiera sido necesaria. Sonó el teléfono. Una prima me dice que su tío está mal, muy mal. Junto a una información confusa menciona a Dios una cantidad inimaginable de veces. Su tío es mi papá. Ahora lo recuerdo porque hoy amaneció una mariposa negra en la casa, le arrojé un libro sin el menor miramiento. No exactamente a ella, al espacio contiguo a su cuerpo. Dos librazos. Tres. Encontró su camino derechito hacia el ventanal. Me quedé esperando. No sonó ningún teléfono. Tal vez la de las alas negras solo vino a recordarme que una no termina de acomodar las ausencias.
En aquella ocasión –cuando la mariposa y el teléfono- me fui al aeropuerto medio dando tumbos. Me subí al pajarraco de acero que me depositó generoso en la ciudad adecuada. Nada más llegar y sentir el sabor a agua de coco. Bastó el sol ardiente en la piel para provocarlo. Estabas en el hospìtal cuando llegué, una semana después regresamos a tu casa. Todavía estiramos la vida por una semana. O a ella le dio por estirarse solita. Cuando una persona muy amada va a morir, nos preguntamos por sus secretos. Quizá sucede más cuando se trata como en tu caso, de una persona tan aferrada al silencio. No te gustaba hablar, sobre todo hablar de ti. Desde mi infancia tus silencios me parecían como baules inaccesibles que, si tan solo lograba abrirlos, me habrían rebelado cantidad de misterios.
En ese año de 2019 me dio por pensar que nos quedaban unos días para conversar. No realmente. Entre una sordera que hace tanto te complicaba la vida y tantas horas de delirio, no lo logramos, por momentos parecías desearlo.
¿Qué habría querido saber de ti? ¿qué deseaba preguntarte? ¿qué revelación estaba esperando? ¿acaso existen palabras que al ser pronunciadas nos permitan transitar el después con una cierta amabilidad? Lo más doloroso fue la certeza de tu deseo de seguir vivo. A pesar del cuerpo que parte en pedazos. A pesar del cuerpo/catástrofe. Fuiste un gran solitario y no hiciste demasiados esfuerzos para disimularlo, por eso te gustaba el campo. El mar. Los grandes espacios abiertos. Lo que nunca podrías haber imaginado es que dos años antes de esa noche, la de tu muerte, Ella iba a hacer sus maletas para dejarte después de una entera vida en común. A no sé cuántas crueldades tuyas habrá atribuido su crueldad final. Esos últimos quince días la llamaste todos los días y yo te inventé cantidades de historias para que no supieras de su ausencia, pero tú sabías. ¿Ella sabía que tú sabías? Nunca hemos tocado el tema. Estoy segura que esa soledad, justo esa, no te la esperabas.
Muy pronto después de tu muerte vino la pandemia. Me corté los cabellos muchísimo. ¿Cómo se corta? ¿cómo? Nos encerramos. Traje tus archivos a la casa para ir leyendo. Poco a poco. Los cuadernos en los que las enfermeras apuntaban tus ocupaciones del día, algunas cartas que guardabas, apuntes, cuentas, listas. No he regresado a esa ciudad que fue la nuestra, ni he visto de nuevo esa tumba donde nos vimos obligados a dejarte. Con todos tus secretos. “¿Qué buscas en sus cuadernos?”, me preguntó mi hijo. “Una respuesta”. “¿A qué?” Supongo que a la pregunta que no ha sido formulada. Cada vida es un misterio. Cada persona amada. ¿Qué tanto conoce una a quien supone que conoce? La pregunta se queda flotando. Podría ser, ¿por qué sufrías de esa manera? Desde que te conocí, desde mucho antes que te conociera. ¿Si ella hubiera estado al final para tomarte de la mano habría sido más fácil? ¿te habrías sentido más protegido, más cuidado?
No te gustaba la Navidad, a mí tampoco. Cuando eras niño muy pronto faltó tu papá en la mesa. Y la sopa escaseó. También. En la mesa. Supongo que percibía cada año tu urgencia de que llegara enero y los festejos quedaran cubiertos por una sábana hasta el siguiente año, como los muebles inútiles en un desván. Pero qué manera de extrañarte este mes de diciembre. ¿Qué recuerdos te traería diciembre? Me dijiste: “ya no quiero hablar del pasado”, “¿por qué?” “Porque no quiero recordar como los vi, a ellos, como los vi sufriendo”. A tu madre. A tus hermanos. No sé los detalles. No era lo tuyo dar detalles. La mariposa negra que amaneció en la casa me recordó que ya no hay marcha atrás en esta versión huérfana de la vida adulta. Extraño tu abrazo. Extraño tener un lugar seguro donde descansar. Quizá esa es una pregunta importante: ¿tuviste alguna vez un lugar donde descansar? Creo que no. Podría segurar que no. Esa imperdonable imposibilidad. La mariposa negra que no puedo expulsar: ¿Cómo habría podido resarcirte?