Los seres humanos tenemos curiosas manías. Una de ellas es la de romantizar o demonizar en nuestra imaginación referentes a partir de lo que nos dicen o escuchamos. Sin conocer nada en concreto, en nuestra cabeza rondan un rosario de atributos, cualidades, virtudes o defectos con respecto a ese ‘algo’ o ‘alguien’, aun y cuando en la vida nos lo hayamos topado. E inclusive cuando llegamos a conocerlo, este velo de juicios puede permanecer durante mucho tiempo, hasta que la experiencia nos muestra lo contrario.
Recuerdo, por ejemplo, la idea que tenía de niño sobre los sacerdotes. Crecido en casa católica, aunque de devoción intermitente, la imagen que tenía sobre los párrocos era de una pureza impoluta. Carente de evaluar mis propios juicios sobre la vida y la religión en aquella edad, se me presentaban como santos en la tierra con línea directa a Dios y el paraíso. Para mí, su mera existencia era la prueba más fehaciente de la conexión entre los humanos con el reino de los cielos. Debo decir que nunca tuve ningún incidente que me hiciera pensar distinto.
Pasados los años, escuché a una amiga de mi madre decir: ‘Ese sacerdote es un borracho’. Hablaban sobre un párroco que tenía problemas con la bebida. Tal era el problema que había arrasado con el vino de consagración, quedándose sin gota alguna para oficiar misa. Cuando escuché esto me quedé atónito. Me resistía a pensar que el representante del Señor fuera un ebrio panzón. Inocentemente, le pregunté a Juanita cómo es que era posible que hubiera sacerdotes que tomaran y se emborracharan. Ella contestó implacablemente: porque también son seres humanos como todos nosotros.
Al tiempo, y a medida que me hacía más consciente del mundo, supe que el sacerdote de la iglesia donde realicé la primera comunión huyó con una jovencita de quien dijo estar profundamente enamorado. Al parecer, lo que comenzó con ofrecimientos de lavado de sotana terminó por ser lavados de otro tipo.
Ya más grande, fui conociendo de casos deplorables de niñas y niños ultrajados por personas del clero. Gracias, ahí sí que a Dios, de que jamás me topé con alguien así en mi vida, y de que los sacerdotes con quienes coincidí en la infancia eran personas buenas.
Lo que esta lección me dejó en la vida es que, detrás de cualquier disfraz que utilizan las profesiones del mundo, hay eso: personas comunes y corrientes, con aciertos y desaciertos, con bondad o malicia.
Quizás lo que narro pareciera una evidencia torpe. Pero por lo que he visto, leído y escuchado en los últimos meses sobre las virtudes inmaculadas de las fuerzas armadas, me recuerda a mí mismo antes de saber del sacerdote borracho. No tengo dudas de que hay honor y lealtad de sobra en el Ejército, pero una cosa es entronar adjetivos sobre algo que no se conoce, y la otra es tener experiencia directa de las cosas como son.
Se asemeja, pienso, como en ese pariente distante al que mucho queremos porque vemos poco, pero una vez que vino a quedarse una temporada en nuestra casa, ya no sabemos qué hacer con él. Dale la tele a tu tío. Agarra una colcha y tírate al piso, dale la cama a tu tío. Vamos a comer esto que no te gusta, pero que a tu tío le fascina.
Estoy convencido de que la gran apreciación hacia las fuerzas armadas proviene de que, en realidad, poco conocemos de ellas. Algunos, como en mi caso, únicamente nos tocó ir al sorteo del servicio militar y, para quienes sacamos bola negra, no los volvimos a ver sino en patrullajes efímeros, retenes de rutina o desfiles anuales.
Ahora, que los vemos por todos lados, y que veremos aún más, me pregunto si no nos daremos cuenta que ese pariente lejano de la política termina siendo como la historia del sacerdote borracho.