Se cumplen tres años de aquella noche. La de tu muerte. Lo escribo como si mintiera. Me rebelo aún ante ese momento en que un par de desconocidos llegaron por ti. Traían la realidad con ellos y los tuve que dejar pasar. Nadie puede aferrrarse a un muerto. Tomaron las orillas de la sábana contigo adentro. La forma de tu cuerpo como en una hamaca. Traían una caja metálica plateada para guardarte en ella. Sucedió sin una sola palabra. Coloqué una almohada para que apoyaras tu cabeza y una foto de tu mamá para que te acompañara. Era lo único en lo que podía pensar: que ella te acompañara. Necesitabas a tu madre para regresar a los orígenes. Al comienzo. En ese momento, pensé, una hija es insuficiente. La irrupción de un par de desconocidos después de tantas horas tomados de la mano. Esa escena, me hubiera gustado no verla.
Compartimos una hamaca. Es un objeto central en nuestras vidas de criaturas del sureste mexicano. En un caracol escuchamos el sonido del mar. Tú eres un hombre joven y yo una niña y los dos creemos en la eternidad en esta tierra. Tu esposa (mi madre) y tus otros hijos (mis hermanos) están cerca y los omitimos. Nunca nos lo van a perdonar. Tal vez tengan razón. Quizá fue injusto. Cómo se tejen en una familia las atracciones, las complicidades, los rechazos, los desencuentros. Un misterio. Un mismo hecho percibido por tantas miradas. Las versiones se enredan con los años. Lo que se olvida, lo que se omite, lo que se agrega. Cuanto daño muy probablemente sin intención de dañar. Alrededor de la mesa una familia se reúne y conversa. Hay historias que son recurrentes. Bromas repetidas. Reproches disimulados. Rabias.
Me da por pensar que las rabias son la suma del amor contrariado. Esas miradas, esos gestos, esos abrazos que se quedaron flotando en el aire en espera de una respuesta. Guardé demasiadas preguntas que solo tú podías responder. Es probable que sea así para casi todos ante la muerte de una persona amada e indispensable, la suma de lo que sabíamos o creíamos saber se convierte en arenita fugándose entre los dedos. Hay diferencias: familias más hechas de palabras y otras más hechas de silencios. La nuestra abundaba justo en las frases confeccionadas para decir lo menos posible. Hablar de todo para no hablar de nada. Digamos que este ejercicio de nadeidad lo hacíamos sobre todo los demás, tú te callabas. En ocasiones me lanzabas alguna breve mirada cómplice y yo asumía que había un reino: el tuyo y el mío y que fuera de mí nadie entendía nada de ti. Supongo que esta fantasía me hacía sentir importante. Sí. Sin duda.
Al final no había ya manera de protegerte de tu edad y del cuerpo que se desmorona. Yo hubiera querido protegerte de la intensidad de tu deseo de seguir vivo. Lo escribo y siento la soledad de esa semana. Mi impotencia. Nada más se interponía entre la muerte y tú. Estaban cara a cara. Estoy segura que pensaste que podías derrotarla. Una vez más. De tu cuerpo delgadísimo extraías la fuerza para levantarte y dar vueltas por la casa. Recuerdo milimetro a milimetro esa casa que ya no existe. Hace tres años. Tus objetos. Tu espacio. La desolación de los últimos días. La noche que llegaron por ti. Una termina por darse cuenta que el resto de la vida será ese después del padre, pero una cierta incredulidad se aferra contra nuestra voluntad. ¿Qué no éramos eternos?
Ahora no es que esté sola, es que se fue inaugurando una forma específica de la soledad: estar sola de ti. Es que me gustaría tanto en el aniversario de tu muerte hablar de ti contigo. No encuentro con quién hablar de ti. Tu tumba está en otra ciudad, así que fui a la tumba de tu madre en el cementerio antiguo, tanto más bonito que el jardín sin árboles en la Ciudad de las Calles que se Inundan, donde te dejamos. Me quedé a la sombra entre lápidas y gatos a la escucha de un llamado, un signo. Una música, un rayo de sol distinto, un paseante especial, algo para inventarme de regreso a casa. Claro que no creo en ningún más allá, pero caray, ¿como qué te cuesta papá, enviarme una señal?