El argumento central que utilizó Liz Truss cuando renunció a seguir siendo primera ministra de Reino Unido fue, al parecer, un inesperado acto de sinceridad. “Reconozco que no puedo cumplir el mandato por el que fui elegida por el Partido Conservador”. Si fue así, se trata de un hecho excepcional y digno de reconocimiento. Por el contrario, si sus palabras no fueron sinceras, tal vez nunca sabremos con exactitud lo que realmente sucedió.
En cualquier caso, estamos ante una noticia que merece ser analizada a fondo, sobre todo por las implicaciones que puede tener un acontecimiento así en los sistemas democráticos modernos. El incumplimiento de las promesas y compromisos asumidos por los líderes antes o después de ganar una elección tendría que ser motivo suficiente para que renuncien… o se les exija la renuncia.
Sin embargo, casi nunca sucede así. La mala costumbre de prometer demasiado —o presentar diagnósticos manipulados para descalificar a los adversarios— está tan arraigada que se percibe como parte de la normalidad política. A diferencia de lo que sucede con la publicidad, actividad a la que poco a poco se le van poniendo candados o limitaciones para que no engañen al consumidor, las leyes son más laxas con los personajes de poder político.
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En su mensaje, Truss dijo que su proyecto de nación partió de “una visión de una economía de alto crecimiento y bajos impuestos”, aprovechando las libertades que le ofrecía el Brexit. Pero ante la dificultad del escenario que tuvo que enfrentar, (que generó diversas presiones de la mayoría de diputados, el Banco de Inglaterra y buena parte de la opinión pública), la primera ministra consideró que su dimisión era una decisión inevitable.
Por si fuera poco, el descontento que provocó en distintos grupos de poder económico repercutió de manera negativa en los mercados financieros. Además, se equivocó en el diseño y operación de su estrategia de comunicación. La situación, por supuesto, acentuó los conflictos con su grupo parlamentario y con los diputados sin cartera, que también lideraba, mismos que derivaron en un enfrentamiento abierto y ríspido.
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A diferencia de la tolerancia que hay en otros países con un “periodo de gracia”, la crisis convirtió a Truss en el personaje que ha tenido el mandato más breve en toda la historia del Reino Unido. La gestión que llevó a cabo durante los primeros días de su gobierno tampoco arrojó buenos resultados. Tuvo que revertir algunas de sus decisiones más importantes, como los recortes fiscales, adoptar políticas económicas promovidas por sus opositores y despedir al ministro de Hacienda, su aliado más cercano. En otras palabras, a final de cuentas se le aplicó la fórmula del “¡si no puede, renuncie!”.
Es evidente que el cúmulo de errores cometidos la pusieron frente a una situación insostenible. En una primera impresión, tampoco hay duda que le faltó habilidad, capacidad política y control de los indicadores económicos. También que falló en el proceso de selección de su gabinete. No obstante, otra u otro en su lugar se hubiera aferrado al poder porque cuando se llega a estos niveles, los personajes creen en serio que son infalibles y les cuesta mucho reconocer que se equivocan.
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Aunque parezca algo inconveniente o fuera de lugar, el que un líder reconozca sus equivocaciones es casi siempre lo más apropiado, porque tarde o temprano quedan al descubierto. Y cuando de plano no se puede con la responsabilidad asumida, la renuncia tendría que ser la salida más digna. No habría razón siquiera para que la sociedad así lo exigiera o para cumplir con el mandato de una ley. Pero en la lucha por el poder, queda claro que ésto no es lo normal. Mientras más grande es la manipulación e incumplimiento, mayor es el autoritarismo de un gobierno.
Por eso, en los procesos de gestión de cualquier tipo de crisis en un país democrático, reconocer los errores y hablar con la verdad siempre es recomendable. Los protocolos, el análisis de riesgos y el control de daños son herramientas que por décadas han demostrado un alto valor y grandes niveles de efectividad. Cuando se tiene un plan que surge de una estrategia bien pensada, buscar chivos expiatorios, olvidarse de las promesas y compromisos, manipular la información, engañar, desviar la atención o negar la realidad para aferrarse al poder nunca es la mejor solución.
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Desafortunadamente, el incumplimiento de promesas de los partidos y de los políticos es cada día más frecuente. Pero también resulta más sencillo comprobarlo, demostrarlo y difundirlo en el nuevo ecosistema de comunicación. Lo peor, es que en nuestro país aún no tenemos una cultura que permita a fondo la transparencia y la rendición de cuentas. Tampoco es frecuente ver estrategias de comunicación electoral o de gobierno que privilegien una comunicación directa y asertiva.
En el mismo sentido, aún hay quienes confunden la persuasión con la manipulación de la opinión pública. De ahí la enorme cantidad de promesas irrealizables —a veces absurdas— que se hacen todos los días. Algunos analistas atribuyen este hecho a la crisis de ideologías, al pragmatismo o la carencia de valores y principios. Puede que sea cierto. Sin embargo, las evidencias también dejan en claro que existen otras opciones legítimas y más confiables para acceder al poder o para mantenerse en el poder.
Recomendación editorial: Jacqueline Peschard. Transparencia: promesas y desafíos. México: El Colegio de México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2017.