Juegan con los 8 millones de escolares y sus familias. Mienten. Hacen una afirmación y a los pocos días la desmienten. En agosto la ministra de Educación Yelitza Santaella dijo que las clases comenzarían a mediados de septiembre. A dos días Nicolás Maduro dijo no, será entre el 5 y 12 de octubre. Es decir, más o menos, aproximadamente, ya veremos. Después que las protestas de los padres se hicieron sentir en las escuelas, precisaron: será el lunes 3 de octubre.
Algo semejante ocurrió en el 2021: después de varios anuncios fallidos, finalmente las clases (¿las clases?) arrancaron el 25 de octubre. En cualquier caso, lo real es que el régimen encabeza una violación flagrante de la Ley de Educación, que establece que el año escolar debe tener, al menos, una duración de 180 días. En el 2021 se perdieron casi un mes de clases. Este 2022 arranca con dos semanas de retraso.
Miente el poder a estudiantes, padres y representantes, miente descaradamente la ministra Santaella. Y lo hace, no sólo en Venezuela, también en la escena internacional. Asiste la señora a la Cumbre de las Naciones Unidas para la Transformación de la Educación (tuvo lugar en New York, los días 16, 17 y 19 de septiembre) y dice: que al régimen le importan los docentes; que el régimen protege a los docentes con un sistema de salud con servicios que se prestan en 68 centros de salud; que el régimen ha mejorado el salario de los maestros; que el régimen está discutiendo con los sindicatos el contenido de la nueva convención colectiva.
Punto a punto, estas y otras afirmaciones del caradurismo de la ministra, han sido desmentidas por los sindicatos: de los 68 centros de salud del Instituto de Previsión y Asistencia Social del Ministerio de Educación -IPASME-, sólo 12 están en funcionamiento; los mínimos avances que se han producido en la discusión del contrato colectivo, no tienen consecuencias económicas, sino que tratan de aspectos de forma y no de fondo. La realidad es dolorosamente distinta: los docentes del sector público están sometidos a un programa de empobrecimiento que no tiene antecedentes ni en Venezuela ni en el resto del continente, salvo Haití.
Ese empobrecimiento del docente no ha ocurrido sin consecuencias. Decenas de miles han cambiado de oficio o han migrado. Los que quedan trabajan en edificaciones en mal estado (95%), muchas de las cuales no tienen servicios públicos elementales como agua, electricidad o acceso a internet. El asedio de la delincuencia es incesante: más de 90% de las escuelas han sido robadas y vandalizadas. Aquellas que, por milagro de algunas donaciones, tenían computadoras, son las que han experimentado los mayores peligros.
Pero lo señalado hasta aquí, son apenas una parte de la campaña de destrucción del sistema de educación pública en Venezuela. Hay cuestiones más profundas y, lo que es más grave, de mayor proyección en el tiempo. Las mencionaré a continuación. La más alarmante, es la realidad de la cobertura que ofrece. Es falsa la cifra repetida por el régimen en los meses recientes, que habla de 91% de cobertura. Distintos estudios y análisis concluyen que alrededor de 30% de los estudiantes en edad escolar están fuera del sistema educativo. Es decir, una cifra tres veces mayor que reconocida por la fábrica de mentiras del régimen.
Otro dato revelador del desastre, se refiere al rezago escolar (o “atraso escolar” como también se le llama), que afecta a una población entre 30 y 40% del total, dependiendo del nivel escolar: en el grupo de edad comprendido entre 12 y 17 años, el panorama es peor que en el grupo entre 7 y 11 años. A todo esto, hay que agregar lo señalado más arriba: el déficit de docentes, que continúa agravándose; el estado ruinoso o de evidente deterioro en que están las escuelas; la suciedad, las aguas negras, el óxido que pulula en cada rincón, las goteras en los techos, la humedad, los pisos rotos, los marcos sin puertas, cables que penden de los techos.
¿Pueden ser peores las cosas? Sí. Hay muchas historias, conocidas porque han sido divulgadas por los medios de comunicación, de docentes que, a costa de sacrificios y esfuerzos personales, han logrado en estos años evadir las distorsiones curriculares ordenada por los comisarios educativos del régimen, han permanecido en sus funciones, han organizado a los padres y representantes para que no retiraran a sus hijos de las escuelas y se las han arreglado para, en medio de una enorme escasez de recursos, conducir a sus alumnos por rutinas de enseñanza y aprendizaje.
Sin embargo, estos estudiantes son una minoría, en cierto modo, unos privilegiados, porque la mayoría, y esto será más evidente en el tiempo de una década, la mayoría, repito, tienen altos porcentajes de inasistencia, no cuentan con bibliotecas ni libros ni ninguna otra fuente de consulta, están mal alimentados, van a las escuelas a pasar el tiempo, a menudo en aulas dirigidas por docentes sin credenciales, con lo cual, como el lector puede imaginar, los conocimientos que reciben están signados por la deficiencia, la precariedad, la improvisación y muy bajas tasas de cumplimiento. El resultado son alumnos que leen con dificultad, que carecen de herramientas para comprender lo que estudian, que no logran resolver ejercicios matemáticos simples, que tienen una enorme dificultad para darle forma a las ideas, comprenderlas o comunicarlas.
En definitiva: el sistema educativo que ha construido el régimen -y cuyo deterioro no se detiene- está claramente destinado a mantener el círculo de la pobreza, el círculo de la dependencia, el círculo de la dominación política, el círculo que impide la autonomía y el progreso individual y de las familias.