"Estaba segura de su amor y de esta injusticia: ella servía patatas y leche de la mañana a la noche para que yo estuviera sentada en un anfiteatro oyendo hablar de Platón", me conmueve esta descripción tan rotunda de Annie Ernaux, de lo que su madre hizo por ella. Me recuerda el cartel que ha estado en varias marchas feministas: “Que lo que no fue para nosotras, sea para ustedes”. “Una mujer” es el libro que la escritora francesa, ahora Premio Nobel, escribió después de la muerte de su madre en 1986. Un poco para regresarla a la vida, un poco para transitar de alguna manera el duelo, quizá un mucho para intentar entenderla. No a la madre, a la mujer. A esa mujer que fue. Cuando era fuerte, cuando era sana. Cuando se enamoró, cuando soñaba con una vida mejor para ella misma y sobre todo, para su hija. Un libro también para agradecer.
La madre de Annie murió tras dos años de padecer Alzheimer: "Sin embargo, sé que no puedo vivir sin unir por la escritura a la mujer demente en la que se convirtió con la fuerte y luminosa que había sido". Hija de un padre carretero que trabajaba en una granja y de una madre de oficio tejedora que más tarde fue lavandera. “Querría aprehender también a la mujer que existió fuera de mí, la mujer real, nacida en un barrio rural de una ciudad pequeña en Normandía”. ¿Acaso se puede aprehender a esa mujer que fue la madre? Su vida antes de la hija, sin la hija. Tantas omisiones, silencios, secretos. Fragmentos de aquella mujer que amaba su vestido rojo, la que se enamoró del padre, la que soñó moverse hacia otra clase. Con museos, con libros, con sedas. La que a fuerza de intuición fue mostrándole a su hija hacia dónde, aún cuando después le costara no alcanzarla.
“Cuatro de los hijos (de sus abuelos) no salieron de Yvetot en su vida, mi madre pasó allí tres cuartas partes de la suya". Su abuela fue la primera mujer en la zona que terminó la primaria, pero no la dejaron ir más lejos. La educación propiciaba la lejanía con la familia, la traición de los orígenes, llamaba a la desgracia. La abuela “conocía todos los gestos que hacen posible a una arreglárselas con la pobreza. Ese saber, transmitido de madres a hijas durante siglos, se detiene en mí que solo soy la archivista". La archivista durante toda su vida, en toda su escritura, trae consigo este dolor particular de haber mirado la pobreza a los ojos, de conocerla bien. Y una cierta culpa de haber escapado de ella. La primera. La única de la familia. La madre dormía en ese cuarto común para todos los hijos, la cama compartida con una hermana, padecía ataques de sonambulismo... los vestidos y los zapatos heredados de una hermana a la otra, una muñeca de trapo para Navidad, los dientes agujereados por la sidra”.
La vida en el campo que avergüenza a la madre. A los doce años deja la escuela y entra a trabajar en una fábrica de margarina. Una obrera orgullosa de serlo.“Algo así como ser civilizado en medio de los salvajes, de las chicas del campo que se habían quedado detrás de las vacas". El dinero que ganaba era para la familia, pero guardaba algo para comprarse la revista de modas Le Petit Echo de la Mode. “La juventud de mi madre, en buena parte podría reducirse a esto: un esfuerzo por escapar al destino más probable, a la pobreza seguramente, al alcohol, quizá. A todo lo que le sucede a una obrera cuando 'se deja llevar'... y que hace que ningún ‘joven serio’ quiera saber nada de ella”. Los hermanos de la madre se fueron deslizando en el alcohol. Se quedaron allí, en el campo, había una gran diferencia entre la madre de Annie y ellos: la esperanza. La madre “no se dejó” llevar y encontró un marido. La soltería era entonces, casi la peor de las desgracias.
La madre soñaba con un negocio propio y un poco arrastrando al padre, abrieron un bar-tienda de abarrotes. “Él la siguió, ella era la voluntad social de la pareja”. La madre era feliz atendiendo, podía, nos dice Annie, gritar las peores frases cargadas del peor odio hacia adentro de su casa, para inmediatamente después salir encantadora a conversar con un cliente. “Alcanzaron poco a poco una situación superior a la de los obreros de su entorno, consiguiendo por ejemplo, convertirse en propietarios del local comercial y de una casita baja contigua”. Annie detestaba esa tienda-bar tanto como su madre había detestado la vida campesina. Quizá también por esa tendencia a estallar, esa brusquedad que habitaba a su madre. “Todo lo que hacía lo hacía con ruido. No colocaba las cosas, parecía arrojarlas… Me llamaba camello, marrana, pájara o simplemente 'desagradable'. Me pegaba con facilidad, tortas, a veces puñetazos en los hombros... cinco minutos después me estrechaba en sus brazos y me convertía en 'su muñequita'”.
Annie ha expresado en distintas entrevistas su fascinación por el sociólogo Pierre Bourdieu y la manera en la que su lectura la llevó a entender toda una manera de crecer, los lenguajes de las clases sociales, sus hábitos, las relaciones entre dominantes y dominados. "Intento no considerar la violencia, los desbordamientos de ternura, los reproches de mi madre como simples rasgos de su personalidad, sino situarlos también en su historia y condición social". La vida cambiaba para la madre: "Antes de comprarse un vestido, empezó a preguntarse si era elegante”, quería vestirse como las mujeres de las revistas, aprender “buenos modales”, usaba expresiones que le parecían sofisticadas y de las que el padre se burlaba, si estrenaba un vestido exclamaba: "Hay que saber mantener el estatus”. Llevaba a su hija a las librerías y a los museos “quizá lo que sentía no era satisfacción por contemplar jarrones egipcios, sino orgullo por introducirme a un conocimiento y unos gustos que, y ella lo sabía, eran los de la gente cultivada”.
Annie la amaba, se conmovía y se irritaba con sus maneras, con su brusquedad, quizá le dolían demasiado esos deseos de la madre de ser otra persona tan distinta a sí misma. Con otra historia. "La mujer de aquellos años era guapa, teñida de pelirroja...nada de su cuerpo se me escapa. Estaba convencida de que cuando creciera yo sería ella... Durante la adolescencia me despegué de ella y ya no hubo más que lucha entre nosotras dos". Pero hay otra historia que marca la relación entre las dos y que menciona apenas en este libro, porque escribió de ella en “La otra hija”. Annie tenía diez años cuando escuchó que su madre y una vecina hablaban de una hija muerta de su madre: Ginette, la hermanita que sucumbió a los seis años por la difteria. Dos años antes del nacimiento de la segunda hija. Así lo supo Annie. Nunca antes nadie mencionó a Ginette. Tampoco después. “Tenías que morir a los seis años para que yo naciera y fuera salvada. Dicho de otro modo: vine al mundo porque moriste y te reemplacé”. Ginette era una sombra entre la madre y la hija.
A pesar de los desencuentros, la madre presume en la tienda a su hija estudiante de Letras, "ya tendrá tiempo para casarse. A su edad, todavía tiene margen', añadiendo inmediatamente después, 'que conste que no quiero quedármela. La vida es tener un marido, tener hijos". La ingenuidad de la madre que da por hecho que mientras "no sea de un hombre", su hija es suya. Annie se casó con un intelectual de una familia de universitarios. La boda la unió de nuevo a su madre, la llegada de los nietos. "Frente a ese mundo, mi madre estaba dividida entre la admiración que le inspiraban la buena educación, la elegancia y la cultura... y el miedo a, bajo la apariencia de una exquisita cortesía, ser despreciada". Annie confiesa que cuando escribe, en ese periodo tan cercano a la muerte de su madre, a veces encuentra a la madre “buena”, a veces encuentra a la “madre mala”. A la que no soporta haber perdido y a la que le hizo tanto daño “fugitivamente, confundo a la mujer que más ha marcado mi vida con esas madres africanas que sostienen lo brazos de su hija pegados a la espalda mientras la matrona procede a la ablación de su clítoris".
A la muerte de su padre deciden que es el momento de que la madre viva con ellos. Con el tiempo, a pesar de sus nietos, se siente inútil. Toda una vida de trabajar y atender a los clientes. Se siente incómoda, se victimiza. Lanza reproches injustificados. "Me costó mucho tiempo entender que mi madre sentía en mi propia casa el mismo malestar que yo, de adolescente, 'en los medios mejores que el nuestro". Se regresó a su pueblo. Annie escribe, la busca en la casa donde no va a estar ya jamás. La extraña. Recuerda sus rebeldías de estudiante: “Me puse a despreciar las convenciones sociales, las prácticas religiosas, el dinero. Copiaba poemas de Rimbaud y de Prévert... Me identificaba con los artistas incomprendidos… Para mi madre, rebelarse había tenido un único significado, rechazar la pobreza, y una única forma, trabajar, ganar dinero". Y estas frases, son sin duda el homenaje tajante, rudo, que Annie le hace a su madre.
Dos mundos tan separados. Tan ajenos. "En ciertos momentos, tenía en su hija, frente a ella, a una enemiga de clase". ¿La leía su madre? ¿habrá pensado que contaba demasiado?. En algún momento la madre sustrajo el diario de su hija. Dos años después lo quemó. ¿Habrá leído “Los armaríos vacíos”? ¿Habrá sentido deseos de incendiarlo? Porque su hija la ama, la juzga, la exhibe. Visitar a su madre en esa vida “donde ya no pasa nada”. La vida de una viuda jubilada. Hasta un día "Faltaban palabras en sus cartas cada vez más escasas y cortas. El apartamento olía. Le sucedieron aventuras. Esperaba en el andén un tren que se había ido ya... sus llaves desaparecían sin parar... Su historia se detiene, esa en la que ella tenía un sitio en el mundo. Perdía la cabeza. Eso se llama enfermedad de Alzheimer… un tipo de demencia senil… Empezó a hablar con interlocutores que solo ella veía". Pero la cabeza de la madre va y viene. No la reconoce y luego sí. Se deja peinar, abrazar. Annie madre de su madre le lleva la cuchara con el pastel a su boca.
Y narra su dolor y el proceso de degradación de esa madre a la que cuando era niña, miraba tan segura de que al crecer se convertiría en ella. Su cuerpo del futuro. "En unas semanas, el deseo de resistir la abandonó. Se hundió, avanzando medio encorvada, con la cabeza gacha... le daba igual, ya no intentaba encontrar nada. Nada le daba ya vergüenza”.
La hija del matrimonio que logró con tanto esfuerzo hacerse de un bar-tienda de abarrotes en Yvetot, un pueblo en Normandía, se convirtió en una de las escritoras francesas más leídas. Quizá porque esa “escritura del yo” nos toca tan de cerca. Porque narra historias que de tan personales, son colectivas. Pareciera que la niña a la que le negaron las palabras que nombraban a su hermana muerta, la niña a la que le prohibieron saber, decidió romper las prohibiciones. Y hablar de todo y con todo. Vaya que a Annie no le da por guardar silencio. Como explicó en alguna ocasión: “Ser literario, es alguien que vive las cosas como si debieran un día ser escritas”.