La primera vez que hablé con don Julio Scherer García, yo estaba a la mitad de la carrera en la UNAM y fuimos a su oficina para conversar y platicar sobre periodismo. Fue en la vieja casona de Proceso de siempre, en Fresas 13, en la colonia Del Valle. Era el año 1990. Me temblaban las piernas, su mirada imponía y mi mayor terror era la posibilidad de decir alguna tontería frente a él.
Fueron 25 años de relación en todas su variantes posibles, primero como estudiante de periodismo (1990), después como parte de la redacción de Proceso (1993-2005), en el ínter como su yerno durante casi nueve años (1997-2006), y finalmente establecimos una respetuosa amistad, que se materializaba en tomarnos un café o whiskey de vez en cuando para actualizarnos de los últimos chismes que se generaban en la calle. Así fue hasta el último de sus días.
La imagen que hoy les comparto, se la tomé a Scherer en su biblioteca del último departamento que habitó en la Ciudad de México. Él odiaba que le tomara fotos, esa la hice sin que se diera cuenta y cuando la publicamos en la revista, a cuento de su Premio de Periodismo de la Fundación que encabezaba García Márquez, me fue como en feria. Me decía que su biblioteca se veía más grande de lo que era y que esta imagen lastimaba a los que no tenían nada. Siempre insatisfecho, siempre preocupado por los demás, era un hombre único.
Aprendí todo lo que pude de él, mientras dirigió Proceso, y en cada oportunidad que hablamos no había desperdicio en ninguna conversación con él; llegó incluso a contarme algunos sueños, era un conversador nato.
Era conmovedor oírlo hablar sobre Susana, su esposa. Siempre mantuvo una foto de ella en el buró de su recámara, fue claramente el amor de su vida, la extrañó siempre. Amaba a sus hijos y sabía expresarlo. Era tremendamente detallista y amoroso.
Creo que nos hicimos buenos amigos en Chile, en las calles de Santiago, en 2003. Como buen padre de familia, se sorprendió de mi noviazgo con su hija María y obvio pasamos algunos días extraños. Al final tuvimos una conversación increíble cuando le hablamos de lo enamorados que estábamos ambos y sus consejos siempre fueron respetuosos y extremadamente cariñosos.
Scherer fue el mejor periodista de la segunda mitad del siglo XX y buena parte del arranque en este nuevo siglo. Incansable e incorruptible, nadie se le acerca. Nadie. Falleció en un día como hoy a los 88 años de edad. Su carrera la forjó y ejerció durante 70 años, desde que entró a la redacción de Excélsior a los 18 años, para terminar dirigiendo el mejor diario de América Latina de su tiempo.
Entrevistó a todos en su época: Marcos, al Che Guevara, Fidel Castro, Kennedy, Salvador Allende, el infame Augusto Pinochet, Olof Palme, Picasso, Octavio Paz, Mario Aburto y su último gran golpe, “El Mayo” Zambada. Sólo se le escapó Nelson Mandela.
En lo personal, no hay día que no lo extrañe. En sus más de 20 libros está buena parte de su pensamiento. Scherer era un hombre de palabra. Tuvo amigos y enemigos formidables, pero todos los respetaban. A él sí le tocó enfrentar a un régimen autoritario, a él lo protegía su inteligencia y su increíble sensibilidad como ser humano.
Cuando estábamos en Proceso, don Julio se sabía de memoria el nombre de los hijos del guardia de la entrada y siempre que llegaba le preguntaba por ellos, cada año les dejaba en la recepción un regalo de Día de Reyes a esos chamacos.
Ni siquiera puedo resumir en esta columna todo lo que aprendí de él, lo generoso que fue conmigo y la manera como cambió mi vida el conocerle. Quizá el legado más especial que tengo de él, es que mi propio hijo Pablo, lleva su sangre y la mirada de su bella madre.