Se denomina como enfermedades raras a aquellas de baja prevalencia, que no son comunes y afectan a una proporción reducida de la población. Su singularidad provoca a las personas que viven con estos padecimientos, muchas formas de exclusión, marginación y discriminación.
La Federación Mexicana de Enfermedades Raras estima que cerca de 7 millones de personas en nuestro país viven con alguno de estos padecimientos. Cerca de 80% de ellos tiene un origen genético, y cerca del 90% no cuenta con un tratamiento específico, por lo que recurre a métodos que le ayuden con algunos síntomas y a controlar el dolor -en su caso- pero no ofrecen recuperación o estabilidad a largo plazo.
La mayoría de ellas carecen de tratamiento o investigaciones que conduzcan a entenderlas mejor o desarrollar medicamentos y tratamientos adecuados. Sin embargo, tanto el decidir apoyar a mejorar esta situación o visibilizar la problemática, terminan siendo posturas políticas que se toman en función de su reducida prevalencia –que por tanto no las considera prioritarias– y la necesidad de atender padecimientos más comunes y extendidos entre la población.
Las personas con enfermedades raras enfrentan por este motivo la exclusión sistemática no sólo del acceso a tratamientos médicos, sino a un espectro amplio de derechos. Son muchos los temas que atraviesan esta condición de salud y no todos desligados de la situación en que operan los sistemas de salud en México y en todo el mundo. En general, las personas con padecimientos crónicos o degenerativos –no necesariamente de baja prevalencia– en nuestro país, también enfrentan falta de atención a la salud, a los tratamientos, al trabajo o la seguridad social.
El que la seguridad social en nuestro país esté vinculada a la condición laboral de las personas, aumenta la vulnerabilidad y las carencias que viven tanto ellas como sus familias. Ello también provoca una fuerte desigualdad de género, ya que en muchos casos la responsabilidad del cuidado recae en las mujeres de la familia, que no reciben remuneración alguna por esta labor.
Es tiempo entonces de hacer varios análisis para atender y afrontar este tipo de situaciones desde un marco de derechos. En primer lugar, la condición de salud es una causa de discriminación que está prohibida en la Constitución Mexicana. La garantía de ese derecho es una obligación para el Estado con pleno respeto y observancia de los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.
Esta obligación supone que el Estado deberá intencionar las medidas suficientes y necesarias para garantizar la no discriminación a todas las personas, sea cual sea su condición de salud. Ello indica que la singularidad del padecimiento estribaría solamente en conocer su baja prevalencia y no en su consideración como prioridad al momento de diseñar estrategias de atención integral a quienes la padecen.
Pese a ello, la verdad es que estamos muy lejos de que la universalidad del derecho a la salud sea efectiva en casos como éstos y muchos otros. El acceso universal a la salud y a todos los derechos, ha sido una antigua aspiración para grupos en vulnerabilidad e históricamente desfavorecidos. Es paradójico que un grupo altamente vulnerable, como éste, no sea considerado prioritario solamente por una cuestión numérica. Hay que recordar que muchos derechos específicos se conquistaron cuando se abandonó la categoría de “minoría” como forma de segregación.
El tema no es solamente cuántas personas son, sino quiénes son, en dónde están, cómo sobreviven y en qué condiciones. Colocar a las personas en el centro es también una obligación del Estado a la hora de diseñar políticas y destinar recursos, y en este caso una obligación ineludible que debe cumplir a cabalidad.
No deja de ser irónico que en otros ámbitos ser único sea sinónimo de privilegio y en casos como este sea motivo de muy alta marginación. Es hora de pensar que la singularidad es también parte de la condición humana, y no un defecto que esconder o un motivo para la exclusión.
Norma Lorena Loeza Cortés | Educadora, socióloga, latinoamericanista y cinéfila. Orgullosamente normalista y egresada de la Facultad de Ciencias Políticas sociales de la UNAM. Obtuvo la Medalla Alfonso Caso al mérito universitario en el 2002. Fue becaria en el Instituto Mora. Ha colaborado en la sociedad civil como investigadora y activista, y en el gobierno de la Ciudad de México en temas de derechos humanos análisis de políticas y presupuestos públicos y no discriminación, actualmente es consultora. Escribe de cine, toma fotos y sigue esperando algo más aterrador que el Exorcista.