El libro “Eichmann en Jerusalén o la Banalidad del Mal”, de la filósofa Hannah Arendt, relata con precisión el juicio al que fue sometido Adolf Eichmann, en la capital del Estado israelí, luego que fuera secuestrado por un escuadrón de la mossad en Buenos Aires, en su domicilio en la calle de Garibaldi.
Analiza la personalidad de quien ejecutara la cuestión final de los judíos en la Alemania nazi y concluye que aquél victimario, no era más que un burócrata con pretensiones de escalar en el peldaño del partido nacional socialista. Nada más. No se trataba de un enajenado sediento de sangre judía, sino de un funcionario con aspiraciones.
De ahí la banalidad y la trivialidad del mal. No se necesita de excepcionalidad para la perversidad, sino sólo las circunstancias, los incentivos y los medios correctos.
La maldad es insípida; su capacidad está en todos los seres humanos. Como un profesor de química que diagnosticado de cáncer, decide involucrarse en el negocio de las metanfetaminas, para dejar a su familia, antes de morir, lo suficiente para sobrevivir en Albuquerque, Nuevo México y pagar la universidad a sus hijos.
Pero cuando se salva de la enfermedad, continúa con el negocio hasta que se produce la metamorfosis de Walter White a Heisenberg, el heterónimo que asesina y hace todo para estar en el poder.
Mr. White un hombre bueno y subvaluado se transforma, como Gregorio Samsa, en una cucaracha de maldad y aún así, nos queda un dejo de simpatía por él.
El antihéroe que queremos. Breaking Bad, es una tesis sobre la naturaleza del hombre.
Aunque ficción, el mal implícito de Mr. White es el mismo que el de Eichmann, ambos son banales. Lo trascendente es que esa trivialidad tiene consecuencias más allá del individuo y de sus causas, sus resultados, que no son banales, trágicos.
Esa misma historia, esa evolución (o involución) hacia el mal; el descubrimiento sobre la capacidad y la posibilidad destructora del yo, sucede en México con miles de jóvenes que son sumados a las filas de la delincuencia organizada.
Son la falta de incentivos sociales correctos, lo que hace que las premisas se distorsionen y una persona de 15 años o menos, decida convertirse en sicario y tener a un país completo en jaque.
Y nosotros, nos empezamos a acostumbrar a escuchar frases como que el tejido social está podrido o que la falta de oportunidades de nuestra juventud orilla a miles a buscar una alternativa de vida en el crimen.
Aun cuando es cierto, es ya un lugar común y en ello, banalizamos el mal.
Lo trivializamos al justificar colectivamente una matanza, porque eran todos parte de algún grupo criminal (alguno nuevo, porque las franquicias se multiplican como sucursales de comida rápida).
Minimiza el gobierno el mal, al declarar una guerra contra el narcotráfico sin estrategia, sin contemplar el desmembramiento de la sociedad como una consecuencia previsible y a referir el número de muertos como una estadística más.
Sobre todo, simplificamos el mal, porque nos estamos acostumbrando a él: al Ponchis, al niño sicario, al narcoblog, a San Fernando, a fosas clandestinas, a las ejecuciones, a que el ejército esté en las calles, a que militares cometan graves violaciones a derechos humanos y a que fusilen a presuntos delincuentes en Tlatlaya.
Sobre todo, a que representantes populares estén coludidos con el narcotráfico y que asesinen a políticos. Ahora se nos vino encima Iguala, el histórico Iguala con la matanza que aún no tiene sentido, ni lo tendrá, de 3 estudiantes y más de 40 desaparecidos.
Nos estamos convirtiendo en un país de muerte. Parece que Pedro Páramo no sólo es una gran historia, sino una predicción. Y nos acostumbramos al mal, a la maldad y eso la trivializa. Y cuando ello ocurre, cuando algo es común y corriente, le perdemos el miedo y le quitamos importancia. El mal puede ser trivial, lo que no debemos permitir, es que como sociedad lo banalicemos.