Viena, Austria. En la Europa post-pandémica (como si se hubiese erradicado el covid-19) observo un cambio de actitudes que permiten un nuevo dinamismo sobre la agenda medioambiental, la crisis energética y la inflación. Un ejemplo de ello es el (re)surgimiento de Fridays for Future, encabezado por Greta Thunberg, el cual significó un parteaguas en la lucha sobre el cambio climático – y no porqué sea el primero encabezado por la infancia, sino por la privilegiada visibilidad que recibe a diferencia de los jóvenes defensores de la naturaleza y el territorio del llamado Sur Global, quienes llevan más tiempo trabajando–. Incluso éste se ha importado a nuestro país (Viernes por el Futuro México). Pero también, los grupos de juventudes activistas se transforman dando lugar a formas más radicales de protesta, como las de Última Generación (Letzte Generation). Tanto éste como otros grupos, en medio de la polémica, han cobrado mayor atención mediática y, por otro lado, la legitimidad de su acciones y motivos es duramente cuestionada.
Vaciar petróleo sobre una pintura de Gustav Klimt en Viena, adherir las manos a la osamenta de dinosaurios en el Museo de Historia Natural de Berlín (ambos por Última Generación) y arrojar sopa a “Los girasoles” de Van Gogh (Just Stop Oil) son actos drásticos que pretenden “apuntarle al corazón de la burguesía” y reiterar, que estos objetos sobrevivientes a otros cambios climáticos, otras guerras y el tiempo, pierden su valor, cuando lo que está en juego, es nuestra existencia y la de otras especies. El brío y la energía de estas juventudes no deja de conmocionarme. Sin embargo, me parece que estas acciones carecen de estrategia y pasan por alto que el arte y las maravillas de la naturaleza, desde hace mucho dejaron de ser productos exclusivos de la “burguesía”. Incluso esta categoría, desde hace mucho se ha diluido en las formas y fondos de las ultra riquezas, la extrema pobreza y las difusas clases medias de nuestra era y nuestros países. El potencial daño a unos de estos objetos, significaría no sólo una pérdida para una supuesta clase social, sino para la humanidad.
No es mi intención atribuir estos movimientos como ineficaces. Si algo han logrado, además de multas y procesos penales respaldados por sus propias organizaciones y donantes, es la presencia mediática. Pero, ¿es aquí vigente la famosa premisa casi mítica, de “no hay publicidad mala”, aún arriesgando todo un movimiento? Resultado: inevitablemente se habla del acto de protesta, pero se concentra la atención en los sujetos, robando la atención al tema central: la inacción política ante el inminente deterioro ambiental.
Ante estas “creativas” formas de acción climática, destaca desde septiembre, una con la cual México tiene una historia familiar: la toma de la universidad pública. Desde hace unos meses la juventud del movimiento por la justicia climática aliada al “Fin de los fósiles, ¡ocupen!” (End Fossil Occupy!), comenzó a tomar aulas en Italia, España, Reino Unido, Alemania y ahora Austria. Si bien no son huelgas generales como el inolvidable paro de la UNAM, la ocupación de auditorios y aulas magnas representa un remarcable acto de rebeldía en instituciones centenarias que conservan estructuras rígidas, sordas ante los numerosos problemas de su comunidad. Sus juventudes, particularmente la austríaca, no sólo pone al frente el tema de la justicia climática y la salida a los combustibles fósiles; también se unen al hartazgo por el alza de precios, la precariedad energética, los recortes presupuestales a la ciencia, además de apoyar otros movimientos y principios de justicia social. Recientemente, la Universidad Técnica de Viena, la cual este año entró al ranking de las mejores 200 instituciones de educación superior del mundo, declaró su cierre invernal para ahorrarse los costos por calefacción.
Tuve oportunidad de platicar con algunos jóvenes que encabezan una de estas protestas, el grupo “La Tierra arde, ocupar la Uni” (Erde Brennt, Uni Besetzen). Muchos de ellos, de la misma edad que mis estudiantes de licenciatura, reflejan la desesperación y ansiedad por cambio climático, ante las fulminantes noticias que día a día llegan a sus redes sociales. Pero vienen con la necesaria estrategia. O al menos, se permiten escuchar a otros para redirigir el timón. Profesores de cátedra muestran su apoyo e imparten clases sobre temas ambientales abiertas a todos. Grupos de activistas imparten lecciones de baile y sensibilización. Psicólogos informan sobre los estragos de vivir bajo el miedo y estrés, ofreciendo ayuda profesional. Noticieros, programas de radio, podcasts, y hasta debates públicos se transmiten desde el aula tomada. La mayoría replica la información e invitan a otros a unirse. Usan redes para hacer “en vivos” y guardar los contenidos. Utilizan procesos participativos y democráticos. Otros traen comida, cobijas limpias, café. Entre estas muestras de solidaridad, me obsequian calcomanías para pegar en postes y baños públicos. Es entonces cuando les hago la pregunta más difícil: ¿y hasta cuándo piensan ocupar el aula?
Una activista rubia me mira atentamente, y responde con una sonrisa muy natural: “hasta que se cumplan nuestras demandas”. Yo le respondo, “Si sabes que entonces se van a quedar mucho tiempo, ¿verdad?”. “Claro”, responde sin dudarlo un instante.
Les deseo éxito y estoy a punto de irme, cuando me llama para obsequiarme un pañuelo color naranja. “Es para ponerlo en su bolsa y que así muestre su apoyo”. Le devuelvo la sonrisa y agradezco, retirándome con el vibrante color colgado en mi bolsa de libros.
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