Madrid, España. Madrid siempre fue un puerto al que tendría que llegar por la simple razón de vincularme paternalmente con él. Sonaba siempre familiar en los relatos y analogías que me relataban en la infancia, pero las bocas no son en lo absoluto iguales. El acento y la dureza de la lengua difieren con la suavidad de la floritura mexicana al hablar pero, aunque el buen comer es asunto compartido en los paladares de un lado y del otro de estas tierras unidas por demasiadas cosas imposibles de ignorar. La nostalgia viene siempre cargada de ganas de llorar por la pérdida de aguante ante el picante y las ganas de echarse unos tacos bien grasosos debajo de un puente en Coyoacán.
Se logra llevar el antojo más o menos a raya, pues cada vez son más los restaurantes mexicanos que emergen en Madrid pese al covid, alquileres exuberantes y otras opciones culinarias en la ciudad cantada por el buen Agustín Lara. Se pueden comer chiles en nogada, pozole, tacos de guisado o al pastor, que se mezclan con tequilas mal bebidos como chupitos llamados aquí, shots llamados allí y micheladas para ellos extravagantes, para nosotros refrescantes. Aunque resulta un timo el cambio de la peseta al euro realizado hace 20 años, aún más lo es el de los pesos a euros cuando ves la cuenta de unas quesadillas (todas con queso, pues no estamos en el siempre DeFectuoso de mi corazón) de huitlacoche rebajado como cumbia con champiñones de la huerta de aquí al’lao. Incluso es factible salir a bailar eso a lo que llaman música latina en Madrid y cual zampabollos echarse una gringa a las cinco de la mañana, evitando así de una vez por todas suplantar la cebolla, cilantro y piña con los vegetales que le ponen al kebab -donde también hay un trompo con carne pero a ninguna persona nos llaman güera-, augurando con una copa que bailará en el estómago tras la fiesta que, con esa delicia mexa, por una noche se rompe el cuestionamiento de si en verdad Madrid y Ciudad de México se separan por casi 10,000 kilómetros.
La salsa tan lejos no pica igual de rico y los elotes son todos amarillos y dulces, venganza contra el foráneo que no se puede hacer unos dignos esquites. Las tortillas de maíz asequibles para la dieta de la estudihambre se doblan como si fueran papel malo y se rompen cuando las pones en el sartén que se calienta con vitrocerámica, porque en España se perdió la costumbre de cocinar con fuego y quemarse con él al encender con cerillitos cada hornilla. Además, la tortilla es de patata y su debate se fundamenta en si va con cebolla o sin ella. La horchata aquí es de chufa, que no es nada chafa, pero no sabe tan amalgamada como la de arroz con canela que te asfixia si le bebes muy rápido al borde del vaso en vez de utilizar pajita, que para quién se desvía a otros placeres hemos de informarle que en España en el contexto de las bebidas se refieren a nuestro popote. El guacamole lo compran en botecitos de plástico en el supermercado y dudan que el aguacate sea tan mortífero como lo son otros productos verdes que se cosechan en suelo mexicano. A los trozos de tortilla seca que en el menjurje verde se bañan les llaman nachos, que vienen a ser homónimos de Ignacio en diminutivo, sin saber que se dice cacofónicamente totopo. Las redes sociales aumentan la ansiedad y la salivación ante las ganas de llenar el vacío del corazón y del estómago, pues algunas de estas invenciones culinarias se aparecen subidas desde allá y transportadas hasta aquí tan sólo como imágenes que como mucho duran 15 segundos en la pantalla, todo un antojo que difícilmente se mitiga a lo largo de la semana.
Las personas mexicanas que creíamos que abrir nuestra propia Lonchería Mayrit si nuestros oficios no jalaban en la ciudad a la que también se le conoce como Villa nos veremos sumidos en una doble ruina pues, por un lado, habremos incrementado la competencia en esta ciudad donde cada vez hay más locales, con bandera tricolor con águila y nopal incluido, que con canciones de Maná anuncian que se venden más que antojitos. Por otro lado, nos habremos de ahogar en mezcal en el mal que es aceptar la triste realidad de que no hay mejores garnachas que las que comíamos en las esquinas en puestos cubiertos por toldos de colores, con banquitas de plástico, refrescos y jugos en botellas retornables de vidrio, cuyas corcholatas se sacaban con un utensilio atado a algún fierro que sostuviera el puestito, sonando música de Radio Felicidad a ser posible, con señores y señoras sirviendo sus creaciones en platitos que se mantenían pulcros a base de papeles y bolsitas que indicaban que un nuevo comensal que les contaba sus últimas anécdotas venía a que le despacharan un día más algo para saciar su vida.