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¿Madrileño, yo?

¿Cuánto tiempo debe pasar para que uno se evangelice como oriundo del lugar?. | Gerardo Contreras

Por
Escrito en OPINIÓN el

Pocas cosas hay más molestas que recibir mensajes de personas que no has visto en años. En primera, si no ha existido comunicación es por algo —y ese algo es no tener nada en común—. En segunda, después de una conversación plana y soporífica, zanjada a la tercer pregunta, viene lo inevitable: 

—”Te quería pedir un favor”.

Aunque debo aclarar: Lo que fastidia no es el mensaje, lo que revienta es que le den tantas vueltas al asunto preguntando por tu vida, al punto de ser incómodo, en busca de favores. Ya deberíamos saber que este modo de cortesía está más que caduco.

Desde que vivo en Madrid recibo todo tipo de peticiones que se han convertido en penitencias. Desde los seres que son geográficamente desubicados y solicitan jerseys del Barcelona. Y mire, yo estoy de acuerdo que alguien pida una playera del Rayo Vallecano que solo hay cuatro en el mundo y se fabrican en España, pero ¿del Barcelona? Esas las encuentras hasta en el mercado de Tlaxcala. Además, se lo pides a un tipo que vive en Madrid y es merengue. ¿Qué pretenden? ¿qué vaya hasta Cataluña? No abusen. También están los que piden hospedaje —que jamás ofreciste— y vienen cargando hasta con gallos. 

Yo respeto más a la gente que pasa directo a la acción y solicita lo que tenga que pedir, así sea un jersey del Barça. Y si uno avisa que vive en el extranjero, créanme, es pura pedantería, no es aviso de disponibilidad para realizar favores.

Pero después de todo, lo anterior no era más que un largo prólogo al tema central de este artículo. El sábado recibí un mensaje por Facebook de un viejo conocido —que al ver su foto de perfil resultó más viejo que conocido— preguntando cuántos años llevaba en Madrid. Contesté sin muchos ánimos, pues estaba a la espera de que me pidiera un favor. Respondió: “¡Ya todo un madrileño!”, lo que él seguramente catalogó como una tremenda y original respuesta.

—Se equivoca —contesté—. Convertirse en madrileño requiere cierta habilidad o talento y no sólo años.

El madrileño es un ser que va por la vida quejándose en voz alta, siempre en busca de otro ser que le sostenga la mirada y de pie a su quejumbre. No duda nunca en detenerse frente a extraños y sacar a relucir pensamientos y reflexiones. Solo otro madrileño es capaz de seguir esa protesta —larga y tendida— con naturalidad. 

Me resulta admirable su facilidad de palabra. 

Sus temas predilectos: el gobierno, los partidos políticos, el futbol, los adolescentes, los precios de los alimentos (los altos y bajos), la familia, los embutidos, el tráfico, su casa, el desorden, el orden, la escuela; hasta cualquier cambio ligero en el ambiente suscita una catástrofe.

En general, donde mejor se explaya un madrileño es en parques y colas de supermercados. Por eso recomiendo ir con tiempo de sobra al mandado. A veces le toca a uno chutarse platicas sin sentido con la cajera que atrofian la fila. Reflexiono un poco: en México jamás hablé o he visto conversando a alguien con el sujeto que tiene detrás en la fila o con la misma cajera. 

Cuando recién llegué a Madrid —después de instalarme—, salí a conocer el barrio. No había avanzado ni cuatro cuadras y en un semáforo peatonal un hombre calvo y de nariz torcida me dio un ligero golpe en el brazo. 

—¡Joder! —me dijo indignado, señalando el semáforo peatonal en rojo—. Ya no se puede caminar en esta ciudad. Cada tres pasos te están parando. Antes uno cruzaba cuando le salía de los cojones.

Y echo andar a mi lado. Tratándome como si yo fuera el alcalde, me recetó una larga lista de desastres viales con mucho ímpetu. Yo estaba aterrorizado. A mi, en México, las únicas dos veces que un desconocido me paró en plena calle fue para robarme el reloj y la cartera.

¿Cuánto tiempo debe pasar para que uno se evangelice como oriundo del lugar? Todo está en adaptarse a las costumbres y ejecutarlas de manera natural. No hay un tiempo exacto. Hay veces que puedes pasar toda la vida en París y jamás convertirte en parisino —¡Dios nos libre de más parisinos!

Mi hermana, por ejemplo, casada con un madrileño y varios años a cuesta viviendo en la capital, sigue en proceso de conversión; últimamente se queja a susurros. A diferencia de mi madre que, con siete años en la capital española, desde hace tres, se queja con soltura. Y a mi me agarra la vergüenza que cada vez que habla con desconocidos, me tengo que alejar algunos metros.

Por mi parte, me identifico con la que escribió Jorge Ibargüengoitia en un artículo: “…mientras más enojado estoy con este país y más lejos viajo, más mexicano me siento”.

P.D. Aún me siguen parando desconocidos y yo sigo poniendo la misma cara de idiota que hace uno cuando lo están asaltando.