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Ahorita vengo, voy al trono

En México toda mi vida fui a los sanitarios de un bar o restaurante, sin pensar en sus consecuencias. | Gerardo J. Contreras

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Escrito en OPINIÓN el

Madrid, España. Hay cosas por las que uno se tiene que encomendar a toda la Corte Celestial para que no le pasen. Yo, por ejemplo, siempre me persigno antes de ir de copas. No por el peligro de sufrir algún asalto o que un coche me atropelle o que me caiga y me parta la cara. No. Esas son cuestiones meramente de borracho desprevenido. A lo que yo me refiero es a algo mucho más terrorífico: ¡Que en un bar de Madrid te agarren los retortijones!

Mi padre siempre ha dicho: «El c*lo y el corazón nunca avisan»; y qué razón tiene. Querido lector, si usted ha estado en Madrid en esta situación sabe a lo que me refiero. Porque no es lo mismo que te dé malestar estomacal en un bar de México, a que te ocurra en un bar de Madrid. 

A mi me podrán decir muchas cosas positivas sobre la capital de España: que es líder en superficie total de parques (50,23 km²), que es la capital de la Unión Europea con más árboles (300 mil ejemplares). Que caminar de la puerta de Alcalá a la calle Gran Vía lo deja a uno pasmado por su arquitectura ecléctica. Que si uno disfruta la cultura tiene una amplia variedad de oferta museística, por ejemplo, el Prado para ojos más clásicos y ortodoxos de la pintura, y el Reina Sofía para gustos más modernos. Que entre los cien mejores hospitales del mundo España tiene seis y la mitad está en Madrid, etc.;  y así uno puede seguir adulando a esta ciudad, pero en cuestión de baños (en bares), deja mucho que desear.

Cuando uno va de cañas (a tomar cervezas) por el centro, y le ataca sin previo aviso el retortijón, es hora de empezar a arrepentirse de los pecados. Para empezar, la mayoría de los excusados se encuentran en el sótano. Ya de inicio, uno siente que va camino a una conspiración o una reunión masónica y, a veces, confundiendo puertas, termina uno metido en la cocina, perdiendo minutos claves y fundamentales que lo hacen sudar frío. En México, a diferencia, uno puede hallar el baño sin interrumpir al mesero de sus quehaceres –cosa que en España es imposible–, siguiendo la única pauta estandarizada que tenemos: al fondo a la derecha.

Si se habla de espacio, la cosa se complica aún más. Al llegar uno se topa con un baño chiquito (uno o máximo dos retretes) y proclives al aumento de sonoridad. Y siempre habrá alguien delante de usted. Algunas veces “esas cajas de zapatos” se tiene que compartir con el sexo opuesto, ocasionando que los intestinos se te pongan tímidos y uno comience a hacer torpes cálculos, con la piel chinita, sobre cuanto podría aguantar para llegar sano, salvo, y limpio a casa.

Pero hay días que uno se tiene que animar a posar sus glúteos en esos lugares soltando un [utilice aquí la palabra que más le plazca] por delante, mientras gente desalmada trata de abrir la puerta cada diez segundos, murmurando quejas sobre el tiempo que ya lleva encerrado. Uno se siente en el banquillo de los acusados. De limpieza no hablemos, porque gente cochina hay hasta en el primer mundo.

El otro día, me topé con un baño que tenía como puerta de excusado una de closet, de esas de madera con rendijas por donde se colaba el aire, la luz y el sonido, y para acabarla, casi pegado a una mesa. Y sí, el sanitario estaba limpio, impecable, con una decoración de revista, pero en una emergencia lo que se busca es discreción.

¿En México hay baños compartidos en bares? Claro, en los de mala muerte donde uno entra bajo su propio riesgo. En mi opinión, afuera de cada bar de Madrid, deberían colocar un cartel que advierta: “Baño compartido” o “Baño chiquito en el sótano” o “La puerta del baño tiene rendijas”; así al cliente no lo toman por sorpresa. ¿A qué se debe que nuestros sanitarios sean amplios? Tal vez por nuestra cercanía, y a la irremediable manía de copiarles todo, a Estados Unidos (Everything's BIGGER in Texas). 

En México toda mi vida fui a los sanitarios de un bar o restaurante, sin pensar en sus consecuencias. Me levantaba, solemnemente, y con un gesto parsimonioso decía: “Ahorita vengo, voy al trono”. Nunca mejor dicho.