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Exploradores del Nuevo Mundo • Antonio Espino

La extraordinaria aventura del descubrimiento de América.

Escrito en OPINIÓN el

Naufragios, codicia, canibalismo, oro y miseria, héroes y traidores…

La exploración de América no fue solo un proceso de sumisión militar y política de un enorme territorio, sino también una asombrosa aventura humana que a menudo queda en el olvido.

Desplazados desde Europa con multitud de anhelos y codicias varias, antes de emprender el duro camino de la invasión y la posterior conquista de esos territorios, los expedicionarios hispanos llevaron a cabo una tarea no menos hercúlea: conocer y recorrer los enclaves donde se iban a asentar por generaciones. Casi nunca fue fácil. Pocas veces obtuvieron la anhelada recompensa.

A partir de la lectura exhaustiva de las múltiples Crónicas de Indias, el historiador Antonio Espino recopila en estas páginas los acontecimientos clave de las principales exploraciones. Una visión renovada e inusual de la Historia de la exploración del Nuevo Mundo, en la que podremos seguir a Cristóbal Colón y sus tripulaciones en el descubrimiento del paraíso antillano; a Vasco Núñez de Balboa en el momento de encontrar un nuevo océano; a Francisco Pizarro y Diego de Almagro en busca de la puerta de entrada al majestuoso imperio Inca; navegaremos por los enigmáticos ríos Amazonas y Misisipi; escoltaremos a Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Hernando de Soto o Francisco Vázquez Coronado en sus andanzas por territorios de los actuales Estados Unidos...

Un libro trepidante, ameno y sobrecogedor a partes iguales, que desmenuza los éxitos y los fracasos que vivieron aquellos aventureros en una epopeya humana irrepetible, y los innumerables peligros que afrontaron: las tormentas y los huracanes, las hambrunas y la miseria, la angustia frente a una naturaleza inhóspita y salvaje, la codicia y el heroísmo.

Fragmento del libro de Antonio Espino Exploradores del Nuevo Mundo”, publicado por Arpa. Con autorización de Océano.

Antonio Espino López (Córdoba, 1966), es historiador y catedrático de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en la historia de la guerra en la Edad Moderna y en la Conquista hispana de América.

Exploradores del Nuevo Mundo | Antonio Espino

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Introducción

Escribía el gran cronista Pedro Cieza de León que, en el futuro, los españoles que habían participado en la exploración de las Indias alcanzarían gran consideración, pero no tanto por las conquistas militares, ni por las batallas ganadas, sino, más bien, «por el trabajo de descubrir, y esto en ninguna parte del mundo se les ha hecho ventaja a los que han ganado estos reinos». Cieza se equivocaba hasta cierto punto. Desde una óptica que ensalza unas supuestas virtudes bélico-heroicas, presididas por un espíritu que me gusta denominar «militarismo banal», en este país solo han logrado eco las hazañas de los conquistadores triunfantes, los Cortés, Pizarro y alguno más, pero son muy poco conocidas las andanzas exploratorias de la mayoría, de aquellos otros, muchos, que también «descubrieron» América.

Efectivamente, en esta ocasión mi interés se ha centrado en la extraordinaria epopeya exploratoria que protagonizaron los primeros en visitar las hermosas tierras del llamado Nuevo Mundo. Desplazados desde Europa con multitud de anhelos y codicias varias, antes de emprender el duro camino de la invasión y la posterior conquista de los territorios, los expedicionarios hispanos hubieron de acometer una tarea no menos hercúlea: la de conocer, y recorrer, los enclaves donde se iban a asentar por generaciones. Y no siempre fue fácil. No siempre triunfaron.

En el caso de América, por encima incluso del rechazo de sus habitantes primigenios, los mal denominados indios, fue sobre todo la interacción con el medio el factor que resultó ser mucho más hostil e, incluso, letal. Bastante más peligroso de lo esperado. Esa es la razón por la que, en este ensayo que el lector tiene en sus manos, a diferencia de otros de mis libros, el conquistador hispano, en tanto que explorador, pasará a interpretar un rol diferente: será más bien la víctima y no tanto el verdugo.

A partir de las andanzas protagonizadas por el almirante del Mar Océano, el genovés Cristóbal Colón, entre 1492 y 1504, y siguiendo con las aportaciones de una importante nómina de viajeros, quienes realizaron sus exploraciones entre 1499 y 1508, sobresaliendo entre ellos el florentino Américo Vespucio, pues no en vano el nuevo continente «descubierto» llevaría en su honor el nombre de América, como es harto conocido, el caso es que el impulso descubridor no se detuvo en ningún momento, abarcando cronológicamente hasta las décadas finales del siglo XVIII. No obstante, tras los viajes colombinos, a lo largo de poco más de dos décadas se sentaron las bases iniciales de partida, en especial en el Caribe, pero también en el actual Panamá, y desde ese momento una sucesión de exploraciones-conquistas se sucedieron. Al menos hasta la década de 1570 casi sin interrupción. Poco después, las exploraciones continuarían, pero a un ritmo mucho más sosegado, expandiéndose el conocimiento geográfico a partir de los primeros límites logrados. Fue una tarea asombrosa. La exploración de las Indias, pues —un hecho que no por más obviado, y olvidado en muchas ocasiones, no es menos importante por sí mismo—, es el objetivo central de este ensayo.

Si emprender un viaje marítimo a finales del siglo XV y en las centurias siguientes ya era todo un acto de valentía dados los medios disponibles para realizar semejantes hazañas, el hecho en sí de explorar la nueva realidad territorial con la que se iban a enfrentar los llamados pasajeros de Indias al alcanzar las costas del Nuevo Mundo no iba a resultar un asunto que le fuese a la zaga. Los hispanos de la época no podían estar habituados, o haber soñado siquiera, con la geografía que se iba a mostrar ante sus ojos. Una realidad maravillosa, sin duda, pero también peligrosa, hostil y perversa si las condiciones logísticas de las exploraciones no eran las más adecuadas. Enormes ríos les aguardaban: desde el Amazonas al Misisipi, sin olvidarnos del Orinoco o el Río de la Plata, el Paraná o el Paraguay. Desmesurados sistemas montañosos, como los Andes, hubieron de causar honda impresión. Lo mismo que las zonas desérticas y las junglas. Pero si el anhelo por encontrar ricos imperios que conquistar, con sus sistemas de asentamiento urbano más o menos desarrollados, sin duda fue un gran aliciente para mantenerse explorando sobre el terreno, lo cierto es que decepciones y desengaños hubo muchos, tantos o más que grandes éxitos.

Queda claro que era necesario volver a escribir, o repensar, acerca de las dificultades extremas que hubieron de arrostrarse por parte de los grupos hispanos antes de emprender la más mínima acción militar de invasión, conquista y asentamiento. Creo que, en un momento dado, fue tan impresionante y peligroso andar por los caminos peruanos, por sus montañas y sus desiertos, por sus soledades y sus páramos, que la propia conquista en sí misma. El primer viaje a Chile de Diego de Almagro (1535-1537) fue una buena muestra de ello. O la exploración de Hernán Cortés de las Hibueras (la actual Honduras) entre 1524 y 1526, más temeraria —y desastrosa en términos materiales y humanos, por no hablar de la pérdida de prestigio sufrida por el caudillo— que la propia conquista del Imperio mexica. Y ¿qué decir acerca de las andanzas de Álvar Núñez Cabeza de Vaca desde la península de Florida trazando un enorme arco por tierras de los actuales Estados Unidos hasta ingresar en el norte del actual México? O de la no menos asombrosa expedición de Hernando de Soto, quien, también desde Florida, alcanzó las orillas del río Misisipi. Por no hablar de la extraordinaria singladura de Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano.

Fue la codicia el motor de la invasión y la conquista de América. Pero antes que estas, de la propia exploración de los territorios. Solo ella permite entender la enorme capacidad de sufrimiento demostrada en pos de unos objetivos, la consecución de los cuales, en más ocasiones de las que creemos, solo tuvo como resultado la muerte.

Mucho se ha escrito acerca de los mitos de origen grecolatino y medieval que estimularon sobremanera a tantas y tantas expediciones que se organizaron aquellos años. No será ese el propósito principal de este escrito, aunque se hagan obligadas referencias al fenómeno, sino al hecho en sí de enfrentarse a esas realidades geográficas tan diversas y divergentes con respecto al Viejo Mundo, como he comentado antes y, ahora, reitero. Tampoco será mi propósito final analizar los contactos humanos establecidos por los europeos con los habitantes de Ultramar desde finales del siglo XIII e inicios del XIV, una tarea emprendida con brillantez por otros autores, como David Abulafia.

De la misma manera, muchos historiadores me han precedido en el análisis del cambio cultural e ideológico que significó la incorporación de un nuevo continente y la humanidad que allí habitaba al imaginario europeo desde inicios de la Época Moderna: las obras de Benjamin Keen, Anthony Pagden o Stephen Greenblatt, solo por citar algunos de los más sobresalientes, son un buen ejemplo. Pero he creído oportuno volver a interesarme por el hecho en sí de viajar. Unas andanzas, las emprendidas con destino a las Indias, tan y tan alejadas de nuestra mentalidad viajera actual, presidida por el ocio y, por qué no decirlo, por la banalidad.

La estructura de la obra es la siguiente: en la primera parte, conformada por cuatro capítulos, se han tratado las diversas problemáticas que afectan a los grupos de exploradores, es decir, sus referentes ideológico-culturales, sus motivaciones crematísticas, sus obligaciones religioso-morales, junto con las estructuras internas de funcionamiento de la hueste indiana, sin olvidar las dificultades encontradas en el desempeño de sus exploraciones. Es una manera de unificar la teoría exploratoria —por qué explorar, qué explorar, cómo explorar y qué resultados se esperan lograr—, con la realidad de las exploraciones, marcadas por las dificultades de todo tipo: hambre, clima, agotamiento, enfermedad, falta de comunicación con los aborígenes, aislamiento… Y en una segunda parte, compuesta por nueve capítulos, analizo las principales exploraciones por ámbitos geográficos, las cuales se presentan siguiendo una cierta lógica en cuanto a su cronología, que abarcará de 1492 y hasta la década de 1570. Es decir, la época dorada de los descubrimientos y las conquistas.

Las fuentes primordiales de conocimiento sobre lo ocurrido, además de la moderna bibliografía, no podían ser otras que las Crónicas de Indias, sobresaliendo la de Gonzalo Fernández de Oviedo, autor de la impresionante Historia General y Natural de las Indias, o, de Bernal Díaz del Castillo, la no menos increíble Historia Verdadera de la Conquista de Nueva España. Este triunvirato lo cerraría —sin desmerecer a otros autores, como el padre Bartolomé de las Casas y su Historia de las Indias, Pedro Mártir de Anglería, Francisco López de Gómara, fray Pedro Aguado, fray Pedro Simón, el cronista regio Antonio de Herrera o el gran historiador Garcilaso de la Vega el Inca— Pedro Cieza de León, para algunos el príncipe de los cronistas, y su Crónica del Perú. Descubrimiento y conquista.

Para hacer al lector más fácil la comprensión de las medidas de longitud —en especial la legua, que equivalía a 5.572 metros—, peso y capacidad propias de la época, he procurado traducirlas al sistema métrico decimal y al sistema internacional de pesos y volúmenes. En cuanto a la moneda, para que sea más cómoda la comparación de las cifras manejadas, he procurado reducirlas a ducados y maravedíes, monedas de cuenta del momento. El ducado equivalía a 374 maravedíes —otras monedas eran el real (34 maravedíes); el peso (272 maravedíes); el escudo (340 maravedíes) y el castellano (490 maravedíes)—.

Inicio, pues, mi ruta con la mente puesta en el segundo aniversario de la muerte de mi madre, Trinidad López Luque (1939-2021), quien, de alguna manera, emprendió también su viaje, pero siempre con el apoyo incondicional de ese ser de luz que me acompaña en los avatares de la vida, Mercedes Medina Vidal. Gracias a ella todo es más fácil. Y sin olvidar la acogida entusiasta que desde el primer momento se le otorgó por parte de todos y cada uno de los miembros de editorial Arpa a este ensayo. A todos vosotros y vosotras muchas gracias.

Mollet del Vallès-Cala Comte (Ibiza), 2022-2023

Primera parte

Exploradores

1

Invasores, pero antes exploradores

Los hombres y sus anhelos

En el Occidente medieval, la demanda de metales preciosos, especias y seda comenzó a incrementarse no solo como consecuencia del crecimiento de la población, una vez superada la terrible debacle sufrida en toda Europa tras la llamada Peste Negra (1347-1353), sino también debido a las dificultades halladas por las potencias de la península italiana, en especial las repúblicas de Génova y Venecia, para proporcionárselos al resto de los europeos.

El aumento del poder otomano en toda el área del Mediterráneo Oriental, en plena expansión desde la conquista de Constantinopla en 1453, un auge que apenas cejaría hasta la ocupación de Siria, Palestina y Egipto por el sultán Selim I en 1516-1517, hizo que las dificultades para mantener los contactos comerciales con Oriente fuesen aún mayores.

Solo a base de abocar mucho más oro y plata se iba a conseguir mantener vivos los mercados europeos de productos exóticos, de ahí que una de las metas de los occidentales desde el siglo XV, si bien esos anhelos hundían sus raíces en varias centurias atrás, fuese hallar nuevas fuentes de oro y, en menor medida, de plata, perlas y esclavos, siempre como sustitutivos del dorado metal. Por otra parte, el Asia maravillosa de la que dio buena cuenta Marco Polo (1253-1324) en su famoso Libro de las maravillas del Mundo (c. 1307) también quedaba vedada a los europeos, en especial tras la caída del Imperio mongol y la reconquista de China por la dinastía Ming en 1368, la vía tradicional para hacerse con especias, sedas y marfiles desde la época de Roma, la famosa Ruta de la Seda.

Por ello, una alternativa clara, que se manifestó por primera vez en la acción emprendida por Colón, resultó ser buscar Asia Oriental y sus productos sin par no circunnavegando el continente africano y enlazando con el océano Índico y el mar de China, como harían los portugueses entre 1415 y 1513, sino lanzándose al descubrimiento del océano Occidental. Es decir, procurando arribar a Asia por Occidente trazando una ruta cuasi horizontal ligeramente al sur de las islas Canarias.

No obstante, el espíritu caballeresco medieval también actuó como estímulo, y ejemplo, para muchos de los participantes en las expediciones de descubrimiento de las Indias. Era el mismo espíritu que había presidido tanto el largo proceso de conquista de las islas Canarias (1492-1496), como las numerosas incursiones lanzadas aquellos años finales del siglo XV e inicios del siguiente contra el norte de África.

El espíritu de aventura existió, sin duda, así como el deseo de descubrir y encontrar nuevas tierras, países exóticos y prósperos, fácilmente asimilables a espacios legendarios como lo demostraban mil y una fábulas y quimeras extendidas en el imaginario colectivo de los hombres del Medievo, muchas de ellas de reconocida raigambre en la Antigüedad clásica. Otro cantar es pretender que hubo un anhelo por afrontar peligros y peripecias por puro espíritu deportivo, como diríamos hoy día. No es el caso. El deseo de hallar riquezas, que muchas veces degeneró en pura codicia, llevaba a nuestros exploradores a asumir grandes riesgos, propios de los medios de transporte del momento, así como de la logística a su alcance.

La lucha contra los aborígenes nunca fue tarea fácil. Creo que se ha exaltado en demasía el espíritu viajero y caballeresco de la llamada hueste indiana basándose en las lecturas de las novelas de caballería y a la existencia de mitos y leyendas típicas de la Antigüedad grecorromana. Sin duda, dichos elementos estuvieron presentes, pero como estímulos secundarios, resultantes de momentos en los que los impulsos iniciales por avanzar en el conocimiento y control de nuevos territorios, y en las riquezas que hubiera en ellos, se detenían o ralentizaban. Según numerosos cronistas, la sed de oro y el deseo de encontrar países remotos fueron el principal estímulo de la mayoría de los expedicionarios de Indias.

El espíritu evangelizador y de Cruzada, indudablemente, animó en buena medida las operaciones militares que condujeron a la conquista del reino nazarí de Granada a inicios de 1492. Dicho espíritu se percibió de modo aún más claro en la propia conquista de las Canarias, que tuvo un carácter de saqueo y esclavización de sus poblaciones mucho más definido. Y fue esa manera de entender la alteridad, de enfrentarse al otro hasta dominarlo para poder explotarlo, la que atravesaría el Atlántico con Colón ya desde su primer viaje.

No obstante, es muy significativo que, a pesar del espíritu de Cruzada imperante en el momento, lo cierto es que en su primer y trascendental viaje Colón no llevase consigo ningún clérigo. El almirante hizo gala de sentimientos devotos y de convicciones cristianas firmes a lo largo de toda su vida —se hizo enterrar en hábito de franciscano—, pero también de un férreo deseo de hacerse rico, una ambición de lucro, en su caso, desmedida, que le llevó a cometer muchas injusticias, entre las que la esclavización de los mal llamados indios no estuvo exenta.

Cierto. El genovés procuró por todos los medios dejar bien sentado que el motivo principal de lo que a la postre supuso una gran hazaña fue la conversión de los infieles «descubiertos» y por descubrir. Una auténtica hipocresía, habida cuenta de que por las llamadas Capitulaciones de Santa Fe —suscritas en abril de 1492—, amén de cargos políticos y honorarios importantes para sí mismo y sus descendientes concedidos por los Reyes Católicos, Colón se hizo beneficiar con el diez por ciento de las riquezas generadas por las nuevas tierras y se reservaba hasta un octavo de todo el tráfico comercial establecido con Ultramar. Y eso no fue todo.

Acaso la imagen menos conocida de Colón sea la del emprendedor esclavista. Cuando las pretensiones iniciales de encontrar oro en grandes cantidades se fueron diluyendo, a pesar de las constantes noticias favorables al respecto, lo cierto es que el genovés no dudó en adaptarse a las circunstancias. Ante la falta asimismo de especias, sedas o marfiles —unos productos que a largo plazo se obtendrían merced al establecimiento del famoso galeón de Manila una vez fuesen ocupadas las islas Filipinas a partir de 1565—, Colón optó por establecer el primer comercio regular de esclavos entre el Caribe y los puertos de Castilla. Probablemente, después de conocer de primera mano la experiencia de los portugueses en Guinea, el almirante quiso repetir la jugada y desde su segundo viaje al Nuevo Mundo, desarrollado entre 1493 y 1496, no dudó en organizar una empresa esclavista, pues mercancía le pareció haber de sobra. Sin inmutarse en demasía, les llegó a escribir a los Reyes Católicos desde el primer asentamiento hispano sito en la isla La Española —hoy día Haití y República Dominicana—, La Isabela, cómo le parecía factible el envío a Europa de los temibles indios caribes, con fama de hostiles y caníbales, lo que los hacía moralmente aptos para la esclavitud.

Obsesionado con ganarles la partida a los portugueses, quienes habían despreciado su proyecto en dos ocasiones antes de conseguir la financiación para emprender su primer viaje en el reino vecino, el genovés añadía en su escrito que uno de aquellos indios antillanos «valdría más que tres esclavos de Guinea en fuerza e ingenio, como podrán ver de los que les envío». Es más, el negocio podría ser tan lucrativo que el coste de las remisiones de vituallas a las islas recién descubiertas podría cubrirse con la venta de aquellos desdichados. No se podía pedir más. Al año siguiente, en 1495, una vez iniciadas las hostilidades en La Española con los indios taínos, Colón comenzó a exportar prisioneros de guerra en grandes cantidades, al menos para el momento y el lugar: quinientos cincuenta fueron hacinados en cuatro carabelas; de estos unos doscientos murieron en la travesía.

Como sabemos, sería la negativa de Isabel I de Castilla a que se esclavizase a aquellas gentes, considerados como vasallos de la Corona, un factor clave para el freno del incipiente tráfico de esclavos emprendido por el almirante Colón, caído de todas formas en desgracia ante los ojos de los Reyes Católicos desde 1499. Pero es que todo el asunto solo muestra las limitaciones, y las contradicciones, del genovés como estadista. El mismo había escrito en su informe relator de su segundo viaje que «los indios de esta Isla Española son la riqueza de ella, porque ellos son los que cavan y labran el pan y las otras vituallas a los cristianos, y les sacan el oro de las minas y hacen todos los otros oficios de hombre y bestias de acarreo». Por lo tanto, los indios, fuesen caribes o taínos, donde mejor estaban era en el Nuevo Mundo: allí serían convenientemente explotados. No hacía falta llevarlos hasta Europa. No tenía ningún sentido.

En toda empresa de estas características se invertía mucho dinero, por lo que era obligatorio conseguir resultados tangibles. Por ejemplo, en el viaje organizado por Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa y Américo Vespucio en 1499-1500, una gran expedición compuesta por cuatro barcos, una vez costeadas las tierras de la actual Venezuela, quizás el oro y las perlas obtenidas de los indios de la zona no fueron suficientes; el caso es que la expedición realizó dos desembarcos en las islas de los indios caribes, Dominica y Guadalupe, donde, tras batallar, lograron hacerse con doscientos veintidós esclavos que vendieron en cuanto llegaron al puerto de Cádiz de retorno.

 

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