La carrera hacia la Presidencia de la República ha arrancado. Este libro presenta lo que todo ciudadano debe saber para afinar su voto: las claves para entender lo que está pasando, los escenarios que pueden sobrevenir, los problemas que de verdad enfrenta México y los mitos que conviene desechar. Con rigor y mesura —esos bienes tan escasos en el panorama mediático actual—, Luis Rubio sopesa, entre otros asuntos, las magnas obras emprendidas en los últimos años, delinea las dinámicas económicas que trascienden al sexenio y analiza las ideas de nación que están en liza, el debate en torno al “populismo” o la autocracia, los cambios en las reglas del juego y el nuevo vínculo de México con las potencias mundiales. La obra concluye mirando de frente el fantasma de la reelección, el monstruo desatado de la corrupción y el leviatán de inseguridad que atraviesan México. Como se ve, es cosa de supervivencia prepararse para lo que se nos viene.
En sus marcas... ¿Y están verdaderamente listos?
Fragmento del libro “¡En sus marcas! México hacia 2024” de Luis Rubio. Editado por Grijalbo. Cortesía de publicación Penguin Random House.
¡En sus marcas! México hacia 2024 • Luis Rubio
PARTE I
I
Esto no va a acabar bien
Ningún plan sobrevive al primer contacto con el enemigo.
Helmuth von Moltke
No hay más que dos escenarios para el fin del sexenio actual: mal y muy mal. Lo anterior no es porque yo así lo desee o porque no me guste el estilo de gobernar del presidente López Obrador, sino porque lo que él está haciendo no puede acabar bien. Este es el argumento de este libro. En franco contraste con prácticamente todos los gobiernos del último siglo, la manera de organizar el sexenio lopezobradorista fue a partir de dogmas en lugar de un diagnóstico fundamentado en un análisis sesudo y consciente de las condiciones objetivas en las que se encontraba el país al momento de ganar la elección de 2018. La visión de López Obrador se deriva de otra era mundial y nacional y, por lo tanto, no reconoce lo mucho que el contexto ha cambiado o la complejidad, tanto interna como externa, que caracteriza al México de hoy. En consecuencia, todo su enfoque y todo su actuar, ha sido producto de una visión dogmática e ideológica que no empata con la realidad del país o con las circunstancias del mundo actual. Es por eso que lo mejor que se puede anticipar para cuando este gobierno haya terminado es que las cosas simplemente sigan como están, es decir, que no empeoren. ¿Cómo llegamos a esto?
La promesa del candidato López Obrador era la de atacar la pobreza, la corrupción, la desigualdad y la falta de crecimiento. Cuatro años después, no hay un solo programa orientado a enfrentar estos males ancestrales que, no tengo duda, son los verdaderos problemas de México. Antes de las elecciones, el hoy presidente ofreció combatir estos males pero, ya en el poder ejecutivo, se abocó a implementar proyectos que nada tienen que ver con esas realidades inaceptables, razón por la cual hay cero posibilidad de que el panorama mejore en lo que queda del sexenio. Peor aún, a su salida López Obrador habrá dejado una estela de preocupaciones que afectarán a buena parte de la población, de todos los niveles socioeconómicos, las cuales el próximo gobierno tendrá que encarar de entrada: la falta de oportunidades, comenzando por la igualdad de oportunidades que es la esencia de una sociedad liberal; la terrible inseguridad que afecta a toda la población y la ausencia de certeza respecto al futuro, no solamente en el sentido de claridad de expectativas sino también en términos de sustento legal y político-institucional. El presidente ha tenido una gestión devastadora y, por eso, el final del sexenio no podrá ser bueno.
Comencemos por el anverso de los párrafos anteriores. Un gobierno prototípico llega, se instala y comienza a revisar los planteamientos que se hicieron durante la campaña para la presidencia, contrastándolos con una realidad, siempre cambiante que se comienza a trabajar con la cotidianidad, los asuntos de poder y las complejidades administrativas, financieras y de cualquier otra naturaleza. De ahí, se comienzan a elaborar planes, programas y estrategias para llevar a cabo los cambios que consideran necesarios. Algunos de estos serán legislativos, otros requieren solicitudes hacia entidades multilaterales y otros más, quizá la mayoría, demandan negociaciones políticas con diversos sectores de la sociedad, gobiernos estatales y otros factores de poder. Los siguientes dos o tres años son dedicados a construir lo que se definió al inicio: se van implementando los cambios legales que se emprendieron al inicio, se van construyendo los proyectos de infraestructura y demás. Para la mitad del sexenio, un gobierno prototípico comienza a ver los frutos de su actividad: en algunos casos sumamente positivos, en otros no tanto, ello dependiendo tanto de la sagacidad con que se concibieron los programas como de la respuesta social que encontraron. Todos los gobiernos del último siglo siguieron este proceso, al menos en sentido conceptual.
El gobierno del presidente López Obrador no siguió un camino como el descrito anteriormente. Él llegó a la presidencia con una idea predefinida de lo que haría y se abocó a implementarla sin consideración alguna. Su visión y su enorme habilidad política le permitieron tomar control de virtualmente todos los procesos de decisión en el poder ejecutivo y de varias de las entidades llamadas autónomas, algunas de ellas con estatuto constitucional que les garantiza independencia. Incluso, ha logrado limitar la independencia de la Suprema Corte de Justicia, así como al poder legislativo. No ha habido razona-miento que valiera para enfocar sus proyectos de maneras más benignas o, si se prefiere, con mayor probabilidad para lograr los resultados que él mismo busca en la solución, o atenuación, de males ancestrales que, todo sugiere, seguirán desatendidos durante su sexenio.
La actitud del presidente desde su inauguración se parece a la que tuvo Donald Trump en Estados Unidos durante sus inicios. Recuerdo el momento en que Barak Obama invitó a Trump —recién electo presidente—a la Casa Blanca para que tuvieran una conversación. Al final de su plática privada, frente a las cámaras, Trump no había cambiado sus planteamientos ni en una coma: siguió siendo exactamente el mismo personaje agresivo que se había presentado en la campaña y afirmó que él haría las cosas de forma diferente. A la salida, hablando con la prensa ya solo, Obama dijo dos cosas que parecían obvias: “Hacer campaña no es lo mismo que gobernar” e “independientemente de la experiencia o presuposiciones con que llegas a la oficina [presidencial], esta responsabilidad te obliga a despertar”. (1)1 Trump no cambió de forma de ser o de hacer las cosas en los siguientes cuatro años. Exactamente lo mismo se puede decir del presidente López Obrador.
El aterrizaje del gobierno de López Obrador no tuvo un proceso analítico de revisión de las necesidades del país, sino que se basó en las experiencias personales del presidente décadas antes, las cuales son opuestas a los deseos de la mayoría de quienes votaron por él porque implican retornar al pasado en lugar de construir un futuro distinto, libre de los males que él mismo denunció a lo largo de su carrera política y campañas electorales. El ejemplo más palpable es el de la refinería de Dos Bocas, en Paraíso, Tabasco, que corresponde a la época del auge petrolero de los setenta, periodo en el que el hoy presidente parece haber definido el proyecto que implementa actualmente. Una refinería en ese entonces, con ingentes recursos fluyendo del subsuelo y con la oportunidad de procesar sus derivados de tal manera que se multiplicaran sus beneficios, parecía algo absolutamente razonable. Medio siglo después, el panorama es muy distinto: la producción petrolera está disminuyendo, el consumo de hidrocarburos se encuentra en entredicho por circunstancias climáticas y el principal consumidor potencial de los productos de la refinería —los vehículos automotores—avanzan hacia la electricidad. Lo que parecía lógico en los setenta del siglo XX no tiene mucho sentido en esta era. La conclusión es similar para cada uno de los proyectos emprendidos por el presidente. Por esa razón, no es posible esperar que el ciclo sexenal arroje mayores beneficios en los años que le restan al gobierno actual.
a. Tres apuestas
El gobierno de López Obrador hizo tres apuestas fundamentales. La primera son los proyectos de infraestructura (la ya mencionada refinería de Dos Bocas, el Tren Maya en la península de Yucatán y el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, en Zumpango, Estado de México) como fuentes de crecimiento económico, a lo que se suma la pretendida revitalización de Petróleos Mexicanos (Pemex). Estas iniciativas han avanzado contra lluvia y marea, pandemia de covid-19 y recesión, gracias a la convicción del presidente de que ésa es la manera de construir el futuro y afianzar su tan ansiada transformación.
La segunda apuesta es la mejoría en los niveles de vida de la población que ha sido su base electoral (no siempre la más pobre o necesitada) a través de transferencias constantes. El presidente confía que este mecanismo garantice la continuidad político-electoral de su proyecto (histórico) de gobierno. La población beneficiada por esas transferencias refrendó su apoyo en las recientes justas electorales, pero probó no ser suficiente para lograr el objetivo último de garantizar la continuidad o legitimidad del proyecto.
La tercera apuesta es a la estabilidad económico-financiera del país, medida basada esencialmente en el tipo de cambio. Lo que muchos consideran una obsesión, particularmente quienes argumentaron con insistencia (muchos con planteamientos legítimos y persuasivos) en contra de un mayor gasto en el contexto de la pandemia, es producto de un cálculo político frío que se resume en la famosa frase de que “el presidente que devalúa se devalúa”. Para el presidente es claro que esta variable es trascendente para toda la sociedad mexicana y que, por lo tanto, es un factor esencial en su proyecto.
Más allá de quejas y vítores, López Obrador ha logrado convertir la adversidad —la falta de resultados y el pésimo manejo de la crisis de salud—en un éxito político porque hizo de la vacunación un mérito propio. Si bien sus principales programas e iniciativas no están encaminados a corregir los males que impulsaron su candidatura (como inseguridad, corrupción, crecimiento o pobreza), el mero hecho de que el país haya logrado navegar por las aguas turbulentas de la pandemia —con el agudo empobrecimiento que implicó—le granjeó un resultado electoral de junio de 2021 infinitamente menos pernicioso al Movimiento de Regeneración Nacional (o Morena), el partido del presidente, de lo que podría haber sido.
Pero el relativo éxito electoral de 2021 para López Obradorno hace posible cerrar los ojos ante los factores que incidirán sobre la evolución del país en el futuro mediato, como consecuencia de lo que se hizo —y no se hizo—en los primeros años del gobierno actual.
Es posible anticipar consecuencias perniciosas en, al menos, tres planos:
La primera consecuencia tiene que ver con la destrucción del ca pital humano que es inherente a la llamada “Cuarta Transformación” (4T). La estrategia del gobierno consistió en eliminar toda la capacidad técnica con la que contaba el gobierno, promover la fuga de cerebros, terminar proyectos de investigación, cancelar becas a estudiantes y becarios que se encontraban estudiando en el extranjero (sin contar las miles que ya no se han otorgado), y perseguir judicialmente a científicos. A esto se suma el enorme desperdicio y dispendio de recursos en proyectos innecesarios y retrógradas, como el que ejemplificó el propio presidente al promover su famoso trapiche para producir jugo, una tecnología claramente superada y que no contribuía, ni antes y mucho menos ahora, a disminuir la pobreza o mejorar los niveles de vida de la población.
Una segunda consecuencia se deriva de la distracción de dineros gubernamentales hacia proyectos y rubros de gasto que no sólo no son rentables, sino que, en muchos casos, implican pérdidas sistemáticas y de largo plazo porque reducen los recursos para administraciones futuras. La cancelación de proyectos emblemáticos como el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México en Texcoco, Estado de México, la planta cervecera de Constellation Brands en Mexicali, Baja California, y, más recientemente, la exclusión de la empresa Talos Energy para la explotación del yacimiento Zama son todos ejemplos de decisiones que envían el mensaje inconfundible de que la inversión privada, sea nacional o extranjera, no es bienvenida. En adición a esto, la insidia y el desprecio a la importancia de la relación con Estados Unidos repercute en las decisiones del país vecino y traerá impactos, quizá no inmediatos, pero sin duda inconfundibles.
Cada una de esas decisiones contará con su explicación y racionalidad política, pero todas tienen consecuencias y también todas entrañan un enorme desperdicio por la inversión ya erogada y por el costo de oportunidad. En el caso de los dos aeropuertos, el costo será doble: por una parte, lo que se perdió y lo que se debe a los bonistas y otros participantes; y, por otro lado, la nueva inversión en un aeropuerto que difícilmente podrá operar de manera exitosa. Con Zama será el costo infinitamente mayor tanto por el ingreso que el gobierno dejará de percibir como por la indemnización que deberá pagar a Talos Energy, así como los recursos requeridos para intentar desarrollar el yacimiento (para lo que Pemex no tiene experiencia). Se trata de un costo autoinfligido que pagarán generaciones de mexicanos en el futuro. Y, lo que es peor, es que habrá sido totalmente innecesario.
La tercera consecuencia —quizá la de mayor trascendencia a largo plazo—es la destrucción de toda fuente de institucionalidad, la que genera confianza entre la población, evita extremismos y genera oportunidades para el desarrollo económico. El presidente parece creer que sus palabras y sus clientelas serán suficientes para crear un futuro promisorio, pero se equivoca: igual lo fundamentan que lo minan y, todo parece indicar, que está ocurriendo más de lo segundo que de lo primero. El daño institucional, motivo de otro capítulo en este ensayo, es el más problemático y riesgoso para el futuro porque de ese depende la inversión que es necesaria para generar riqueza, crear empleos y mejorar la productividad general de la economía mexicana.
A la segunda mitad de un sexenio es tiempo de cosechar lo sembrado en los años previos, pero este gobierno no ha tenido muchos frutos que recolectar. Los proyectos de infraestructura no son particularmente sólidos y carecen de efectos multiplicadores de beneficios para la economía en su conjunto y hasta es posible que acaben como elefantes blancos. Pemex, en lugar de ser una fuente de demanda y crecimiento como lo fue en los setenta, es un drenaje interminable de recursos fiscales y, en todo caso, ya no tiene (ni jamás tendrá) el peso relativo en la economía como lo tuvo hace medio siglo (y menos en una economía tan distinta). La complejidad que caracteriza a la economía mexicana del siglo xxi es tal que ningún gobierno puede pretender controlar todas sus variables o conducir todos sus procesos. La concentración de poder que yace en el corazón de la estrategia gubernamental constituye un freno a la inversión y al crecimiento. Para el colmo, el gobierno no hizo nada para combatir males como la corrupción o la inseguridad, factores que, de haberse disminuido, habrían sido, en sí mismos, enormes atractivos políticos, económicos y sociales para el desarrollo a largo plazo del país.
Algunos observadores estiman que la naturaleza del presidente y de su estrategia entrañan la incapacidad para lograr sus propios objetivos. El analista político Emilio Lezama (2)2 lo describe así:
El presidente López Obrador gobierna de la misma forma que hizo campaña por tantos años; desde la confrontación. Durante su larga travesía como candidato, AMLO confrontó al Poder Ejecutivo a través de la construcción de una narrativa de la injusticia, una víctima que, impedido del poder político, representaba a todas las víctimas del poder en México (…) a través de una narrativa simple pero provocadora se construyó a él mismo en un símbolo de todos los agravios e injusticias del poder político en México. ¿Y quién no ha sido víctima del abuso de poder en México?
La estrategia de AMLO es sumamente efectiva comunicacionalmente, pero a la larga no lo es tanto socialmente. Lo que le beneficia a AMLO no le beneficia a la larga al país ni a la mayoría de los mexicanos. Si bien la narrativa de AMLO ha permitido cuestionar la estructura del poder en México y sus instituciones, al permanecer todo en un plano superficial y unipersonal, este cuestionamiento no se ha transformado en ningún cambio social perduradero. Su estrategía comunicacional ha triunfado sobre su transformación política. AMLO ha preferido contar la historia que hacerla, y con ello su 4T se ha convertido en un ademán narrativo… La narrativa de AMLO ha triunfado, pero lo ha hecho a costa del proyecto de transformación nacional. El político y académico Agustín Basave (3)3 ofrece una perspectiva más, complementaria a la de Lezama:
Todo político busca maximizar el poder. Lo obtiene al llegar al gobierno pero, una vez ahí, la realización de sus proyectos varía en proporción directa a su capacidad de lograr que aun quienes no son sus subordinados acaten su voluntad. De ahí la diferencia entre democracia y autocracia: la primera diseña leyes e instituciones para acotar al poderoso a fin de que no llegue a serlo en demasía, puesto que no cree en gobernantes divinos, incapaces de corromperse o equivocarse.
Andrés Manuel López Obrador requiere tantos o más acotamientos porque es una figura de culto: además del poderío de la Presidencia de la República, tiene una gran popularidad personal. Quienes creemos que la concentración excesiva de poder en una persona es nociva para la cosa pública deseamos que los valladares democráticos se refuercen en un caso así. Huelga explicar que él, por el contrario, quiere quitarse contrapesos, pues considera que su portentosa misión lo justifica y que nadie debe desconfiar de su incorruptibilidad e infalibilidad…
El carruaje de AMLO —como ha sucedido con los de sus predecesores en la segunda mitad de sus sexenios—empieza a convertirse en calabaza. Quizá su gobierno sea distinto en otras cosas, pero en la lucha por el poder es igualito a los anteriores.
En adición a lo anterior, mucho de lo que facilitó la estabilidad durante la primera mitad del sexenio tuvo menos que ver con el manejo interno que con los mercados financieros internacionales, los cuales fueron especialmente favorables. No cabe ninguna duda que mucho del apoyo que sigue logrando López Obrador depende de esa estabilidad económica, a la que se aúna el comportamiento del electorado: los mexicanos entienden lo limitado de sus opciones y por eso responden a los regalos que distribuyen los políticos (incluidas las transferencias) por razones electorales. Esto prueba su sagacidad, pero no necesariamente es muestra de sus convicciones pues es un mero intercambio. Ningún presidente ha logrado que su popularidad durante el sexenio permanezca después y menos cuando los resultados concretos sean tan pequeños.
Además, todavía está por verse cómo evolucionan los mercados financieros internacionales. Al momento de escribir estas líneas, a mediados de 2022, el banco central estadounidense, la Reserva Federal, ha comenzado a desinflar su hoja de balance, suspendiendo la compra de valores para darle liquidez a los mercados. Lo anterior sugiere que en el futuro mediato podría comenzar a elevar las tasas de interés, cambiando radicalmente el panorama para la relación peso-dólar. De la misma forma, en la medida en que vayan desapareciendo las enormes transferencias que ha realizado el gobierno americano por la pandemia se irán reduciendo también los montos de las remesas.
En pocas palabras, la falta de acción en materia de crecimiento económico y atracción de inversiones, la desatención a la seguridad pública y la polarización promovida de manera sistemática por López Obrador no pueden más que generar condiciones negativas hacia el final del sexenio. Este sexenio es otro más de apuestas infructuosas que son sumamente riesgosas.
La gran pregunta es cómo anticipar lo que viene para poder salir lo más rápido posible.
II
A soñar
No hay soluciones. Sólo hay trade-offs, intercambios im perfectos.
Thomas Sowell
Soñar con llegar al estado de nirvana en un plazo récord suena siempre grandioso: convencer a los votantes de que semejante empresa es posible y que está al alcance de la mano es lo que hacen los políticos (sobre todo los candidatos en campaña) en todo el orbe. Si eso se adereza con ideas atractivas como un mundo sin corrupción y sin desigualdad, el planteamiento parecerá imbatible. La política es precisamente eso: impulsar mejores horizontes y sumar a la población para alcanzarlos.
Pero décadas de grandes sueños que no se han hecho realidad deberían habernos convencido de que, sin estrategias sólidas y políticas públicas idóneas, la idea de grandiosidad resulta inasible y, con frecuencia, contraproducente porque aliena al votante y lo radicaliza. En la medida en que se acerca el 2024, es mejor comenzar a ver las cosas al revés: en lugar de prometer lo imposible, sería más productivo para los partidos y sus aspirantes a candidatos construir los escenarios menos atractivos, más aberrantes y peligrosos para, a partir de ahí, desarrollar un proyecto de gobierno susceptible de, efectivamente, transformar al país. O sea, discernir lo que no quisiéramos que ocurra para asegurarnos que no llegaremos ahí.
¿Cómo se verá el país en 2030, al final del próximo sexenio? ¿Se habrá logrado romper con la inercia de un país partido en regiones que corren (o se retrasan) a distintas velocidades, que le niega oportunidades a los más necesitados y purifica la corrupción en lugar de erradicarla? O sea, ¿se habrá logrado construir un basamento de concordia, paz, certidumbre y prosperidad en el que toda la población pueda participar y cuente con las mejores condiciones y, que además, éste sea sostenible? En lugar de imaginar un mundo de fantasía como hacen proclive e inevitablemente las campañas electorales, ¿por qué no mejor comprender las tendencias actuales —casi todas malas—para revertirlas, corregirlas y acabar mucho mejor de lo que se comienza?
Habría que comenzar por reconocer la necesidad de romper con los dogmas que han paralizado al país y provocado décadas de oportunidades perdidas y bandazos político-económicos recientes. Todo ello por la indisposición a reconocer dos factores elementales: primero, que el país ha avanzado mucho en las últimas décadas pero, de igual manera, ese avance no ha incluido al conjunto de la población ni es susceptible de lograrlo en su estado actual. Y, segundo, que es legítimo el enojo, hartazgo y reclamo de la población por contar con oportunidades para romper con las ataduras que determina el origen social, económico y regional; de la misma manera que la pobreza, corrupción, inseguridad, violencia y desigualdad son factores que exigen acción no sólo en un sentido moral, sino en sentido práctico. Una sociedad que enfrenta males como esos es también una nación que sabe a dónde va y está dispuesta a alcanzar la meta.
Las promesas de los reformadores y los transformadores —vocablos distintos empleados por los gobiernos de las últimas décadas y por el actual, respectivamente, pero que en la práctica son sinónimos— no han alcanzado su cometido. El país carece de las capacidades básicas para transformarse y no cuenta con el compromiso de los liderazgos políticos que hagan lo necesario para lograrlo. Más allá de grupos de interés que pululan al sistema político (y que han sido exitosos en impedir el éxito de reformas y transformaciones), México no cuenta con un gobierno capaz de liderar hacia el futuro, tampoco tiene un sistema educativo idóneo para conferir las habilidades, visión y oportunidades a las poblaciones más pobres y menos favorecidas. Asimismo, carece de una estructura de seguridad pública construida de abajo hacia arriba (y no al revés) para crear condiciones de seguridad y tranquilidad a la ciudadanía; y no hay un conjunto de instituciones que garanticen contrapesos efectivos con base en un marco legal que confiera certidumbre y claridad de rumbo a la población. Aunque hay pequeños ejemplos de éxito en casi todos estos rubros, el país no puede completar lo necesario para efectivamente transformarse.
A pesar de los diagnósticos que realizaron los gobiernos de las décadas pasadas o de las políticas y programas que implementaron, es más que evidente que ninguno de aquellos jamás meditó sobre los peores escenarios que podrían acontecer, pues prácticamente todos concluyeron arrojando resultados sensiblemente inferiores a los prometidos y, en algunos casos, dramáticamente peores. Sus programas, proyectos y estrategias fueron todos concebidos de manera voluntarista: “Porque yo lo quiero va a suceder”; incurriendo en el más básico de los errores, que es creer que las intenciones equivalen a resultados. Ningún gobierno del último siglo se salva de esta circunstancia.
Los países que realmente se han transformado —en el sentido de haber logrado elevadas tasas de ingreso per cápita, eliminado (o francamente reducido) la pobreza y construido un andamiaje institucional serio, confiable y sólido, es decir, un entorno de desarrollo y concor-dia— comparten al menos tres factores cruciales: a) la edificación de un sistema de gobierno eficaz (casi todos tomando como ejemplo a Singapur, incluso China); b) una obsesión por el crecimiento económico (y su consecuente disposición a eliminar obstáculos para que esto sea posible) y c) un sistema educativo concebido para transformar a la población y conferir las oportunidades que nunca antes habían sido posibles.
Ya no es tiempo de soñar. Hay que construir ese futuro y el 2024 ofrece una oportunidad excepcional para lograrlo. El primer paso debe consistir en tener claros los escenarios que no son deseables para que el siguiente gobierno los tenga claros y permita evitar un mal final como ha sido típico (y como lo será también en este sexenio).
Sostengo que se tiene que construir una nueva era para México, una distinta al pasado, incluyente y que sea para la mejora continua y sistemática. Un proyecto de esta naturaleza exige romper con las inercias que han dominado al medio siglo pasado y convertir, en una oportunidad, lo que habrá hecho el gobierno saliente de López Obrador; el cual ha roto con tradiciones, eliminado instituciones y puesto en duda infinidad de prácticas antes consideradas normales. O sea, después de que se rompieron los platos, viene el momento para conseguir una nueva vajilla, distinta a la anterior pero reconociendo tanto lo que era valioso de antes como lo que era intolerable. Se trata de hacer una tabula rasa y romper, de una vez por todas, con el modo en que se han conducido los asuntos públicos, sin logros aceptables para la población y mucho menos suficientes para entrar de lleno no sólo al siglo xxi, sino al club de las naciones ricas con altos niveles de ingreso per cápita y sin los aberrantes e intolerables niveles de pobreza que nos caracterizan desde hace décadas.
III
La inercia
Los aristócratas no se equivocaron en ver que su supremacía se esfumaba en el humo de las chimeneas de la industrialización: las fuerzas del mercado impulsadas por las preferencias de las masas no le rinden pleitesía al estatus heredado.
George F. Will
La inercia es la más común de las actitudes humanas. En física, se define como “la resistencia de cualquier objeto físico a cambiar su velocidad” (4).1 En términos políticos, la inercia es producto de rigideces cognitivas e institucionales (5),2 consecuencia de la incapacidad de instituciones viejas que no cuentan con la aptitud para adaptarse ante circunstancias cambiantes, sea por el interés creado de actores poderosos o conformismo (6).3 Algunas naciones se adaptan, otras se reforman, pero es más común que la inercia conduzca a un deterioro que puede ser lento o rápido, pero usualmente sistemático. Lo relevante es que, cuando una sociedad, democrática o no, resulta incapaz de reformarse, el deterioro acaba siendo ineludible.
En México, la inercia ha sido característica central del sistema político. Éste fue creado y diseñado para resolver problemas específicos de hace casi cien años y, a pesar de que el contexto general y la realidad específica del siglo xxi no guardan semejanza alguna con el fin del periodo revolucionario (1910-1917) o con el momento de la fundación del Partido Nacional Revolucionario o pnr (1929), sus formas y características siguen siendo la norma. Aunque el país ha experimentado, al menos, tres alternancias de partidos políticos en la presidencia desde la reforma electoral de 1996, la esencia de ese antiguo sistema político sigue siendo el patrón, por demás pronunciado por el actual gobierno.
En las últimas décadas, México siguió una inercia secular; en buena medida porque las cosas parecían funcionar bien (o suficientemente bien), eliminando así todo incentivo a correr riesgos o incurrir en costos elevados por emprender reformas significativas. Aunque el promedio de crecimiento económico a lo largo del último medio siglo rondó alrededor de 2% anual, la economía experimentó suficiente dinamismo como para no hacer que fueran atractivos grandes cambios. La principal razón de esto fue que aproximadamente la mitad del país creció tres veces ese promedio y, en algunos casos, fueron tasas todavía superiores. De esta manera, el crecimiento experimentado en esa entonces parecía ser suficiente como para no tener que apostar por nuevas reformas.
La economía mexicana ha experimentado altibajos, como ocurre con todas las economías del mundo. Lo que es significativo de esta gráfica es la manera en la que el gobierno de López Obrador ha impactado a la economía. Aún antes del inicio de la pandemia, la economía mexicana ya mostraba una sensible desaceleración, lo que muestra que no fue la pandemia lo que afectó a la economía, sino la estrategia gubernamental y, especialmente, su táctica de polarizar al ambiente político, lo que canceló casi toda inversión nueva.
1. Tara Golshan, “Obama’s not-so-subtle wake-up call to Trump: “reality has a way of asserting itself””, Vox, 14 de noviembre 2022. https://www.vox.com/ policy-and-politics/2016/11/14/13629676/obama-wake-up-call-to-trump>, consultado el 15 de noviembre de 2021.
2. Emilio Lezama, “Triunfo de AMLO, derrota de la 4T”, El Universal, 19 de diciembre 2021, disponible en
3. Agustín Basave, “AMLO: del carruaje a la calabaza”, Milenio, 20 de diciembre 2022, disponible en
4. Colaboradores de Wikipedia, Inercia, Wikipedia, La enciclopedia libre, disponible en
5. Francis Fukuyama, Political Order and Political Decay: From the Industrial Revolution to the Globalization of Democracy, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 2014.
6. Samuel P. Huntington, Political Order in Changing Societies, New Haven, Yale University Press, 1968.