ADELANTOS EDITORIALES

La cabeza de Joaquín Murrieta • Alejandro Rosas

La historia del mexicano que doblegó a los gringos.

Escrito en OPINIÓN el

Joaquín Murrieta no era un justiciero, pero la gente lo creyó así; no luchó por la libertad ni para defender a su gente de la ambición estadounidense, sino que se convirtió en un símbolo de resistencia en momentos en los que la muerte recorría los caminos de California. Esta es la historia real del antihéroe mexicano que se propuso ser «el azote de los gringos» durante la fiebre del oro, repartió el botín de sus atracos con los más necesitados y dio origen al mito del Zorro. El reconocido escritor Alejandro Rosas reconstruye, a partir de una minuciosa investigación que retoma documentos de la época, este auténtico western sobre la vida, tragedia y muerte de un personaje desconocido que marcó la cultura popular para siempre.

Fragmento del libro de Alejandro Rosas La cabeza de Joaquín Murrieta”. Editado por Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Alejandro Rosas (Ciudad de México, 1969) Divulgador de la historia y escritor. Afirma que lleva 34 años hablando con los muertos y gracias a ellos ha publicado obras como 365 días para conocer la historia de México (2011), la trilogía Érase una vez México (2014), México Bizarro 1 y 2 (2017 y 2019) y Pandemia Bizarra (2020). También habla de los vivos, por eso escribió Nunca te rindas, la trepidante historia deportiva de Checo Pérez (2021) y Morenadas (2022), una compilación de los más vivos de este país.

La cabeza de Joaquín Murrieta | Alejandro Rosas

#AdelantosEditoriales

 

1

Barniz de ataúd

Entró en la cabaña abandonada, tomó asiento junto a una mesa, sacó de su mochila de campaña una botella de whisky, le retiró el corcho con los dientes y bebió sin parar durante algunos segun-dos, luego colocó sobre la mesa una bolsa de tela de la que escu-rría un líquido oscuro apenas perceptible en la penumbra.

El capitán Harry Love bebía whisky como si fuera agua; su garganta estaba acostumbrada a la mezcla de alcohol crudo de maíz, azúcar quemada y tabaco de mascar que los lugareños de aquella región de California fermentaban en barriles de made-ra podrida y que podía servir incluso para curar heridas. Tomaba un vaso de un sorbo sin hacer un solo gesto y enseguida repetía la dosis.

Poco le importaban el sabor o los nombres que la gente le daba a los whiskies caseros, como coffin varnish (barniz de ataúd), tarantula juice (jugo de tarántula), red eye (ojo rojo), que parecían más una advertencia que una invitación. Al final, solo importaba obtener el efecto deseado: un extraño sopor que le infundía valor para despreciar su vida y la de los otros, y que le ayudaba a menguar los dolores luego de cabalgar por horas.

Aquella noche, el capitán les pidió a sus hombres que en-cendieran el fuego y las lámparas de aceite, y de pronto se pro-yectaron sus sombras fantasmagóricas en toda la habitación, danzando lentamente en las paredes de madera. Todos estaban excitados luego del festín de sangre. La barba de candado de Harry Love estaba teñida de rojo, se la atusó un par de veces y metió la mano en la bolsa de tela, de donde sacó una cabeza humana que alzó frente a todos tomándola de los cabellos; tenía los ojos abiertos, llenos de azoro, que señalaban el momento en que su corazón recibió el tiro que le quitó la vida.

Los hombres del capitán gritaron eufóricos y bebieron. Como la cabeza aún sangraba, puso un cuchillo al fuego y, cuan-do estuvo al rojo vivo, lo pasó por la piel, la carne y el hueso de tal forma que logró cauterizar a medias el tajo hasta que dejó de sangrar. La cabaña se llenó de un profundo olor a carne que-mada. Colocó la cabeza sobre la mesa, volvió a hurgar en la bolsa y sacó una segunda cabeza, que mostraba dos orificios de bala. La colocó con indiferencia junto a la primera, como si no fuera nadie importante, y repitió la operación para detener el sangra-do, luego extrajo una mano cercenada que alzó frente a sus com-pañeros, una mano que solo tenía tres dedos y que cauterizó con su cuchillo Bowie.

El capitán Love pidió un par de recipientes lo suficiente-mente grandes como para colocar las dos cabezas y la mano, les ordenó a sus hombres que le entregaran todo el whisky que cargaban, lo vertió sobre los restos humanos y los cubrió casi por completo. El color ámbar del alcohol se mezcló con las finas estelas de sangre en un líquido oscuro, pero que con la luz titi-lante de la habitación dejaba ver con claridad el rostro de ambos forajidos. A pesar de lo grotesco de la escena, era la mejor ma-nera de evitar la rápida descomposición de las cabezas mientras decidía su destino.

El jefe de los rangers colocó una silla frente a sus trofeos y se sentó a mirarlos mientras sonreía satisfecho. No quedaba más whisky, pero no tuvo empacho en sumergir un vaso en aquel líquido ambarino y sanguinolento. «No por nada se llama barniz de ataúd», pensó luego de mirarlo a contraluz. Alzó el vaso hacia una de las cabezas y brindó.

—Por ti, Murrieta. ¡Salud! —Y bebió todo de un sorbo.

Tierra de nadie

Joaquín Murrieta parecía un fantasma que cabalgaba por la in-hóspita California de mediados del siglo xix, tiempos en los que era más probable encontrarse con una tribu de indígenas indo-mables que con algún ranchero o un aventurero de los muchos que migraban al oeste de Estados Unidos en busca de fortuna.

Casi como una aparición diabólica, la gente decía haberlo visto en un lugar y en otro y otro más, lo cual era imposible, pues entre poblados mediaban decenas de leguas y jornadas enteras a caballo. Por eso resultó fácil señalarlo como un bandido, terror de hombres y de mujeres, de gambusinos, de ganaderos, y atri-buirle asaltos, violaciones y asesinatos.

En el imaginario de los estadounidenses que comenzaban a poblar el oeste del país, Joaquín Murrieta era un azote, una amenaza a sus propiedades y vidas. Pero para los mexicanos que habitaban la zona fronteriza, y cuyo mundo se había venido abajo luego de la guerra entre México y Estados Unidos, era un justiciero.

El destino lo había llevado a California, las circunstancias lo empujaron irremediablemente y la vida le reservó un lugar en aquellas tierras donde tendría que escribir su historia, pero había nacido mexicano y al menos en sus primeros años todo parecía indicar que compartiría el futuro con sus paisanos so-norenses.

Sus padres, Juan Murrieta y Juana Orosco, estaban avecin-dados en la villa de San Rafael, El Alamito, en Sonora, cerca de la Villa del Pitic, fundada en 1700. A finales de 1821 llegó a Sonora la noticia de que México había alcanzado su independencia en septiembre de ese año, aunque, a ciencia cierta, nadie sabía qué significaba eso ni cómo afectaría la vida cotidiana de la gente.

Probablemente ni siquiera le dieron importancia; en mayor o menor medida, la Corona española había tenido abandonada la región durante siglos, pues las expectativas del Gobierno vi-rreinal siempre estuvieron puestas en el Camino Real de Tierra Adentro, una ruta comercial de gran importancia que comenzaba en Santa Fe, Nuevo México, y terminaba en la ciudad de México, pero que estaba alejada por completo de los áridos caminos de Sonora. La vida de Joaquín estuvo marcada por el olvido de Dios desde su origen.

Los sonorenses novohispanos aprendieron a sobrevivir sin más apoyo que el de las autoridades locales frente a un medio geográfico inhóspito; las altas temperaturas de la región, que eran inclementes, y las incursiones apaches, que eran comunes. Nadie pensó que las condiciones mejorarían con la independencia, in-cluso podrían empeorar, porque al nuevo Gobierno le tocaría orga-nizar un imperio con poco más de cuatro millones de kilómetros cuadrados de territorio que a la Corona española le había llevado trescientos años administrar.

La familia Murrieta Orosco fue muy prolífica. Joaquín fue uno de los diez hijos que procrearon y, aunque a la fecha no se puede confirmar el año exacto de su nacimiento, se cree que na-ció en 1830.

Por aquel entonces, México había dejado atrás la monarquía constitucional moderada; Agustín de Iturbide, el libertador, ha-bía ascendido al trono en 1822 y abdicó en 1823, y ya descansaba dos metros bajo tierra luego de que fuera fusilado por órdenes del Congreso en julio de 1824, al regresar del exilio.

Cuando nació Joaquín Murrieta, el país ya se había orga-nizado como república y su familia padeció la primera división política que definió al territorio nacional. Algunas provincias de la otrora Nueva España se unieron en un solo estado, como Coahuila y Texas o el estado de los zacatecas, que entonces in-cluía a Aguascalientes. Sonora y Sinaloa también constituyeron un solo estado y su extensión territorial consideraba una buena parte del actual estado de Arizona, que se perdió en la guerra con Estados Unidos.

Aunque la Constitución de 1824 se refería al estado de Sono-ra y Sinaloa, en la Constitución local las autoridades lo llamaron «Estado de Occidente» y su primera capital fue El Fuerte, Sinaloa. La unión de ambos territorios fue un desastre, por lo que en 1830 se separaron; fue así como un año después se crearon los estados libres y soberanos de Sinaloa y de Sonora, con el argumento de que ambas regiones eran incompatibles por sus diferentes cli-mas, por «los genios y las costumbres» de sus habitantes y porque lo que perjudicaba a uno beneficiaba al otro: los sinaloenses, por ejemplo, consideraban injusto que tuvieran que pagar las mili-cias organizadas en Sonora para combatir a las tribus salvajes que asolaban a las poblaciones establecidas más al norte.

A pesar de la división política de la nueva República, la fa-milia Murrieta Orosco permaneció en El Alamito porque estaba relativamente cerca de la Villa del Pitic, que cambió de nombre a Ciudad de Hermosillo y en 1828 y 1832 fue designada capital del estado de Sonora.

Eran los inicios de una década de nuevos tiempos y, con una población de ocho mil personas, Hermosillo y sus zonas aleda-ñas parecían ofrecer un futuro venturoso para los habitantes de la región. La vida de Joaquín, de sus hermanos y de sus padres transcurrió en cierta calma ya que Hermosillo recibió más re-cursos económicos, lo que les permitió a las autoridades locales alentar la economía y garantizar la seguridad de la región frente a las incursiones apaches.

Además, la familia Murrieta quería permanecer en la zona porque no perdía la esperanza de descubrir El Dorado, leyenda que había surgido siglos atrás y según la cual existía una ciudad de oro en algún lugar de Sonora. Joaquín creció con esas fantás-ticas historias que, de ser ciertas, le darían fama y fortuna.

Las cabezas

Los primeros rayos de luz iluminaron las cabezas de Joaquín y de su lugarteniente, Manuel Duarte, conocido como Tres Dedos. El capitán Love había madrugado y sus hombres apenas desper-taban luego de la sangrienta celebración que habían improvisado la noche anterior. El día apenas clareaba, pero a finales de julio el calor no daba cuartel ni siquiera en las primeras horas del día. Se escuchaba el zumbido de las moscas que, en espera de un fes-tín, volaban encima de los cuerpos cercenados de Murrieta y su compañero de andanzas.

El cometido de la misión había sido cumplido, Murrieta y sus principales hombres ya eran cadáveres, pero al parecer ha-bían escapado algunos de sus secuaces con vida, por lo que era necesario continuar la persecución hasta darles alcance y llevar-los vivos o muertos ante las autoridades de California.

Los cuerpos degollados develaban la crueldad del capitán Love y su inescrupuloso comportamiento, que era de todos cono-cido desde que perseguía apaches en Texas. Sin embargo, Love no había actuado por venganza o sadismo, sus razones eran más pragmáticas.

El capitán tenía la intención de cargar con los cuerpos de Murrieta y el resto de sus hombres hasta Fort Miller, donde se en-contraba el destacamento militar más cercano, pero la principal dificultad eran las altas temperaturas: los cadáveres hubieran lle-gado completamente putrefactos tras exponerlos al calor de más de 40 °C durante las varias jornadas que separaban a la comiti-va del poblado donde estaba la autoridad competente.

El jefe de los rangers debía demostrar, de algún modo, que Murrieta yacía dos metros bajo tierra y la mejor prueba —y la más práctica— era llevar su cabeza, el cuerpo no importaba. Por otra parte, cumplía a cabalidad con las condiciones de la recom-pensa ofrecida: cinco mil dólares «por la cabeza» del forajido so-norense.

El día anterior, luego de haber dado cuenta del bandolero mexicano y de Tres Dedos, el capitán y sus hombres cargaron con los cadáveres hasta la cabaña y los arrojaron al suelo. Antes de ingresar, Love le ordenó a su lugarteniente, el capitán Burns, que le cortara la cabeza a Murrieta. La tomó de la cabellera al instan-te y comenzó a cortar el cuello.

La operación tomó varios minutos y Burns comenzó a sudar. Como la hoja de acero no estaba tan afilada, fue necesario hacer varios cortes hasta que finalmente logró desprender la cabeza del cuerpo. Mientras Love atestiguaba lo torpe que era su com-pañero, pensó que también sería bueno llevarse como trofeo de caza la cabeza de Tres Dedos y, para que no quedara duda de su identidad, ordenó que le cortaran la mano que daba fe de su le-gendario apodo.

Esa mañana, los cadáveres comenzaron a emanar un nau-seabundo olor a putrefacción, así que algunos rangers tomaron sus palas, cavaron dos fosas profundas, les quitaron la ropa a todos los muertos y los arrojaron en las tumbas improvisadas. No había nada de valor en la vestimenta de los forajidos.

A Love le pareció más importante continuar la persecución de los hombres de Murrieta que habían logrado escapar que llevar personalmente las cabezas ante las autoridades, por lo que le or-denó a Burns y a John Sylvester, sus hombres de confianza, que se encargaran de su traslado a Millerton, la población más cercana a Fort Miller.

El problema de las altas temperaturas volvió a ser una pre-ocupación; las cabezas no podían ser transportadas en los con-tenedores de aluminio que los rangers usaban para transportar su preciado whisky, ya que el inclemente calor las cocinaría en pocas horas. Con ramas secas, los hombres improvisaron una es-pecie de canasta, sacaron las cabezas y la mano del recipiente donde el capitán Love las había colocado la noche anterior, las dejaron escurrir durante algunos minutos y luego las envolvie-ron con las camisas de los propios forajidos. Nadie hubiera ima-ginado que los rangers llevaban cabezas humanas.

La macabra canasta fue atada a la silla de Burns y enci-ma colocaron el resto de la ropa de tal modo que las cabezas quedaron inmóviles y bien cubiertas; olían a whisky, como si las hubieran marinado toda la noche para cocinarlas. Al menos eso pensó Sylvester, mientras ayudaba a montar a Antonio López, otro de los hombres de Murrieta que se había rendido cuando se en-frentaron con los gringos y a quien debían entregar también en Fort Miller. Burns y Sylvester se despidieron del capitán Love y acordaron reunirse unas semanas más tarde para repartir la re-compensa.

Un rato después, Love les ordenó a sus hombres ensillar los caballos. También llevaban a un prisionero de apellido Ochoa, que luego de atestiguar lo que habían hecho con el cuerpo y las cabezas de sus compañeros no tuvo empacho en cooperar y prometió señalar los principales escondites que tenía la banda de Murrieta en la región.

Burns decidió tomar un atajo por una zona pantanosa en-tre el lago Tulare y el río San Joaquín. Un camino más rápido, y más peligroso. La nueva ruta les ahorraría más de una jornada a caballo; pero, debido al deshielo de las montañas, la zona panta-nosa se había extendido, así que un paso en falso y estarían en problemas.

Los jinetes cabalgaron durante algunas horas y al caer la tarde se internaron en las ciénagas. Tuvieron que avanzar con lentitud porque el camino estaba encharcado y en la penumbra se perdía el sendero que seguían. Al frente marchaba Burns, en medio López y al final Sylvester. No podían darse el lujo de come-ter alguna torpeza, pues la valiosa carga que llevaban se conver-tiría en cinco mil dólares, así que nadie le jugó al valiente y la audacia quedó para mejor ocasión.

Burns se adelantó un poco para ver si había paso franco, pues en cualquier momento podían encontrar a forajidos o indios salvajes que los atacarían de inmediato para quitarles lo que lle-vaban. La oscuridad era casi absoluta cuando el caballo de López pisó un hoyo y comenzó a hundirse rápidamente. Sylvester le gri-tó a Burns, pero no hizo nada por salvar a López, que iba atado a la silla de su caballo y gritaba desesperado pidiendo auxilio. En cuestión de minutos, caballo y jinete habían sido devorados por el pantano.

Los dos rangers presenciaron la muerte del mexicano sin inmutarse. Burns encendió un cigarrillo y le gritó a Sylvester que apurara el paso. Finalmente salieron de la zona pantanosa y llegaron a la orilla del río San Joaquín, donde debían tomar un ferry para cruzarlo. Ahí se encontraron con Sam Bishop, un viejo conocido de ambos que había participado con ellos en la gue-rra contra las tribus indígenas de la región que no se sometían ante los nuevos colonos norteamericanos.

Bishop ahora se encargaba del ferry, así que los dos rangers encontraron buena acogida con su antiguo compañero. Ya había pasado lo peor, las cabezas estaban a salvo y navegaban por el río San Joaquín.

Una vez en tierra firme, Bishop les invitó a Burns y Sylvester unos tragos. Ya con sus copas encima, los rangers le contaron de su encuentro con Murrieta y sus hombres. Años después, Bishop recordaría:

Les pregunté a los hombres qué evidencia tenían que probara la muerte de Murrieta y Tres Dedos. Sonrieron sombríamente y seña-laron el paquete que habían dejado sobre la mesa. Uno de ellos qui-tó el pedazo de tela y debajo había una canasta hecha con ramas de sauce. Al momento de quitar las ramas pude ver tres objetos. Eran dos cabezas humanas y una mano con solo tres dedos en ella. Rápidamente reconocí las facciones repulsivas de Tres Dedos; el testimonio de la mano mutilada era innegable. Las facciones de la otra cara eran muy ligeras para un mexicano y las asocié con un guapo joven que había visto cabalgar varias veces en la cerca-nía de la reserva. Nunca pensé que fuera el famoso bandido. Sus facciones eran ligeras y un tanto agradables; parecía no tener más de 21 años. Tiempo después me enteré de la edad de Murrieta gracias a sus familiares.

Los dos rangers aceptaron poner las cabezas y la mano de los bandidos en un barril de whisky que Bishop les ofreció. El barril fue atado a una mula que rentaron y así continuaron su camino hacia Fort Miller, donde los recibió el doctor William F. Edgar que sugirió que la cabeza de Tres Dedos no tenía valor, ya que el calor y las balas en el cráneo habían dañado severamente el rostro del bandido.

Burns y Sylvester decidieron sepultar la cabeza en el cemen-terio de Fort Miller y solo conservaron la mano de Tres Dedos y la cabeza de Murrieta. El Dr. Edgar, siempre generoso, quiso facilitarles la tarea y rápidamente perforó la piel de la cabeza del justiciero mexicano e insertó un cordón de cuero crudo para facilitar su movilización. Lo mismo hizo con la mano. La presen-cia de los trofeos sombríos causó conmoción dentro del propio campamento.

Mientras esperaban el regreso de Harry Love y el resto del grupo, Burns y Sylvester cabalgaron hacia el campo minero de Millerton. Ahí, la cabeza y la mano fueron exhibidas en la taber-na local. La gente hacía fila para ver los espantosos objetos con sus «manijas de cuero». Los rangers bebieron gratis esa tarde.