ADELANTOS EDITORIALES

Con la frente en alto • Lourdes Mendoza

Testimonio contra la impunidad.

#AdelantosEditoriales.
Escrito en OPINIÓN el

"Sin el testimonio y la memoria la civilización no avanza. Con estas páginas, Lourdes Mendoza nos regala su testimonio de las duras batallas que como mujer, como madre, como periodista ha librado para obtener justicia, preservar su honor y ser ejemplo para Dany, su hija. Con valentía, con profesionalismo, con emociones encontradas, Lourdes nos comparte la memoria de su lucha triunfante por la dignidad." -Andrés Pastrana, expresidente de Colombia.

Fragmento del libro “Con la frente en alto” de Lourdes Mendoza, Editado por Grijalbo; cortesía de publicación Penguin Random House.

LOURDES MENDOZA es una periodista especializada en temas económico-financieros, políticos y de sociales con 25 años de experiencia en prensa escrita, televisión, radio, así como en medios electrónicos. Durante su carrera ha tenido la oportunidad de trabajar en los más importantes e influyentes medios de comunicación del país.

Con la frente en alto | Lourdes Mendoza

#AdelantosEditoriales

 

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Quién soy

Soy una mujer a la que el periodismo encontró hace 25 años y lo volvió su gran pasión. Empecé cubriendo economía y finanzas, pues venía del mundo de los casa-bolseros. De ahí salté a hacer los números del deporte, y así, sin meditar la ruta, comencé a caminar por las páginas de sociales, y aunque para muchos ése no es un periodismo “digno”, por calificarlo de alguna manera, para mí, lo que aprehen­dí fue una revelación.

Sí, comencé a saber observar, me volví intuitiva, pasaba horas estudiando quién era quién, de dónde venían (fa­miliarmente) y cómo obtuvieron o hicieron crecer sus ne­gocios. Tuve, sin quererlo, al mejor maestro: don Agustín Barrios Gómez, gracias a que su viuda, doña Patricia, me hizo el gran favor de prestarme sus columnas popoff que publicaba en aquel Heraldo de los años setenta, las cuales escribía en papel cebolla, con máquina de escribir, e iba guardando en carpetas. También aprendí de las revistas Social que conseguí en una librería, valga la redundancia, de libros, pero antiguos, que estaba en Félix Cuevas, justo a una cuadra de Gayosso, y que equivalían a Caras, Hola o Quién de esta época, mientras buscaba el libro El regis­ ro de los trecientos, del Duque de Otranto. Y así, sin pre­tenderlo, comencé a hacer de la crónica una de mis grandes virtudes: desde las sociales, las económicas en los pasillos de las convenciones bancarias, por ejemplo, hasta los grandes mítines políticos como el cierre de campaña de López Obrador en el Estadio Azteca en 2018, junto a todo su equipo en la cancha, pasando obviamente por bodas como la de la Gaviota y Enrique Peña Nieto, en la cual nos querían mentir diciendo que no habían usado un solo peso del erario. O cómo dejar de mencionar el homenaje que le armé a Manuel Medina Mora con las cartas que sus amigos le hicieron llegar en un evento de despedida.

Fijarse qué reloj usa quién, quién come con quién, dónde, quién pide un privado no sólo me permite cono­cer la realidad detrás de los discursos, boletines y comu­nicados oficiales, también me lleva, nos lleva, a descubrir actos de corrupción. Las fuentes jamás se revelan, sin em­bargo, puedo jactarme de tener el mayor número de co­rresponsales, que ya quisieran Televisa, TV Azteca o hasta cnn, los cuales van desde secretarios de Estado hasta quien menos se imaginen. Justo por uno de ellos es que me enteré de que a principios de agosto 2022 Manuel Bartlett y su no esposa, Julia, habían comido en el Arturo’s. Que el restaurante estaba lleno y nadie dijo nada, hasta que pidió la cuenta y les empezaron a gritar muchísimos comensa­les: “rateros, corruptos, ladrón, vende patria” y, acto se­guido, se salieron. Manuel iba jalando a Julia que se puso brava y se le soltó y se bajó de la camioneta y regresó a una mesa de señoras a decirles hasta de lo que se iban a morir. Bartlett volvió a entrar y agarró una servilleta (como para pegarle a alguien o no sé para qué) y trató de sacarla. Mientras, los comensales les seguían gritando a ambos. Fue hasta que entró el guarura y casi cargada sacó a Julia, sí, a la fuerza, y la metieron a la camioneta con el hoy flamante director de la CFE, zar inmobiliario. Ah, no está por demás comentarles que Julia estaba furiosa porque me enteré del escándalo y pues en restaurante lleno… si no quiere salir en la prensa, no armen escándalos en público.

Metiéndome en los recovecos del poder y la sociedad documenté cómo Lozoya se fue convirtiendo en el ícono de la corrupción del sexenio de EPN.

Este libro que están por comenzar a leer no es un ejercicio periodístico, es una memoria, un recuento personal de cómo viví y me defendí del daño que quisieron hacerme la Fiscalía y Emilio Lozoya Austin, al meterme en la famosa denuncia con la cual harían un circo político para no cumplir con la reforma energética aprobada en los tiempos de Peña.

Pero las fotos que tomé y mi manera de informar tras­ tocaron la historia y la narrativa de la 4T en el tema energético.

Quisieron meterme miedo, pues le había documenta­do todas sus tropelías a Lozoya, y sin pensarlo dos veces quisieron callarme, amedrentar a una periodista.

Ah, y Milo… no vayan a creer que hizo lo que hizo por cuidar a su familia, ¡eh! Pues si hubiera sido por eso, no habría estado cenando en el Hunan con sus amigos, mientras su mamá estaba bajo arraigo; su hermana, prófuga; y su esposa e hijos, en Alemania.

Hoy sabemos que no hay peor combinación que cuan­ do se juntan ¡las ganas de mentir con las ganas de creer!

¿Será por eso por lo que la Fiscalía sigue sin investigar a Emilio Lozoya Austin y a sus cómplices? ¿Será también por eso por lo que nunca me citaron a declarar, por lo que nunca me entregaron una copia de la carpeta del expediente para poderme defender, y pasaron por encima de mi presunción de inocencia y de mis derechos humanos?

Mi forma de escribir, mi estilo, es ligera, pero no la in­formación que doy, la cual está documentada. Yo no busco culpables. Como periodista que soy me toca exhibir con datos duros qué hay detrás del ejercicio del poder y la toma de decisiones, y hasta hoy tengo el honor y la frente en alto para decir que nunca me he vendido y mi perio­dismo ha sido objetivo con todos los gobiernos. Esta experiencia me dejó una profunda marca y me abrió los ojos y hasta el alma, pues todos tenemos que hacer algo por nuestro país; y no sólo hablo de denunciar corrupciones y malos manejos o políticas públicas, sino visibilizar y dar voz a la gente que no la tiene. La vida la veo y la valoro hoy muy diferente. Como sociedad hablamos mucho sin pensarlo. Sin embargo, las palabras cuentan, y cuentan muchísimo. Debemos hacernos más responsables de cómo las usamos.

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Cómo empezó todo

Cuando tomé esas fotos con mi celular en el Hunan de Reforma, no imaginé el impacto que tendrían. “Soy perio­dista, estoy haciendo mi trabajo”, me dije ese sábado 9 de octubre, y apreté el botón de captura cuatro veces segui­das con un ligero movimiento del teléfono que sostenía entre mis manos. Salí del restaurante con el registro de la impunidad más absoluta de los tiempos recientes del país.

Habían pasado 14 meses desde aquella denuncia difa­matoria de Emilio Lozoya Austin en mi contra, en la que me acusaba —y a 16 personas más— de haber recibido sobornos del gobierno de Peña Nieto, y con la que empe­zó esta pesadilla.

Los días previos a la famosa cena con el pato pekinés, cortesía de la FGR, que “terminó por meter a la cárcel al exdirector de Petróleos Mexicanos”, habían sido un ver­dadero infierno para mí. El jueves de esa misma semana, es decir, dos días antes, había acudido al citatorio para someterme a una prueba pericial psicológica de casi seis horas, solicitada por mis abogados. Y pareciera que en el Tribunal nadie checa nada, ya que tuvieron el buen tino de agendarme al siguiente día una de las cuatro pruebas que me recetaron los abogados de mi agresor, pero para demostrar que yo mentía, que yo manipulaba y —¡ojo, eh!— que yo sobreponía el dinero a mis principios y valo­res. No cabe duda de que el león cree que todos son de su condición. Vale la pena destacar que la prueba solicitada por mis abogados era para identificar si el daño moral causado en mi contra había resultado en un daño emocio­nal y psicológico, para así poderlo no sólo dimensionar, sino documentar.

Antes de esas pruebas periciales no había caído en cuenta de que, por fin, todo lo que había vivido durante los últimos meses lo verbalizaría. Que el terror era real. Que no había sido una pesadilla. Que mi vida y la de mi hija habían cambiado de un momento a otro por las mentiras de un criminal confeso, sin escrúpulos, al que no le importó arrastrarme en el lodo con tal de intentar sal­var su pellejo. Desde la muerte de mi padre siempre he considerado que, mientras no cuentes las cosas, éstas no se hacen realidad, porque no reconoces lo que está pasan­do frente a tus ojos. Ahora debía ordenar con precisión —no sólo en la cabeza, sino también en mis emociones— lo que había significado para mí, para mi familia y para mi entorno, nuestro entorno, lo que había hecho Emilio Lo­zoya Austin.

Juanica, la perito solicitada por mi abogada, fue muy amable y profesional. Sin embargo, terminé agotada físi­ca, emocional y psicológicamente, vamos… devastada, no hay otra forma de decirlo. Pero también enojada y muy sorprendida de tener que pasar por este tipo de procesos siendo la víctima. Si a las víctimas se nos ocurre buscar justicia, a estas torturas nos someten; viene la revictimi­zación.

Al día siguiente, tuve que ir con las peritos elegidas por los defensores de mi agresor, y aunque debo reconocer que no fueron groseras, no cumplieron con lo que había instruido el juez. ¡Sí, como lo están leyendo! La prueba no me la hizo Michelle Carrete Zúñiga, la perito en psi­cología de parte de los abogados de Lozoya sino otra persona, y ese día no me atreví a decir nada, puesto que, de acuerdo con mis abogados, me podían acusar de desa­cato. Como si yo fuera la victimaria y no la víctima.

Después de esa segunda prueba, el viernes, regresé a mi casa hecha pedazos, en sentido literal y figurativo. Gra­cias a Dios mi hija no estaba (nuestra familia es monopa­rental, somos ella y yo). Me resulta complicado describir las sensaciones que en ese momento corrían por todo mi ser. Me senté, temblaba, y no tenía nada que ver con el clima. Sentía un frío que venía del alma y se expandía por todo el cuerpo. Si alguien hubiera estado lo suficiente­mente cerca para tocarme, quizá habría llamado a una ambulancia­. Además del miedo y la angustia con la que sobrevivía, pues vivir con terror no es vivir, la tortura más dañina a la que me enfrentaba a diario era la de pregun­ tarme cuándo, en qué nuevo momento de ser conveniente para el gobierno, volvería este circo a la conferencia ma­ ñanera sin miramiento alguno o, peor aún, cuándo judi­ cializarían el caso con fines políticos. Lo de las dos pruebas psicológicas en días consecutivos fue demasiado. En estas situaciones, uno entiende muchas cosas. Por ejemplo, por qué en México existe una cultura de no denunciar y no acudir a tribunales, pero sobre todo lo que significa la revictimización.

Me recuerdo en mi cama a eso de las cuatro de la tarde, llorando y preguntándome una y mil veces por qué me estaba pasando esto a mí. La realidad es que no tenía la respuesta, e increíblemente hoy sigo sin tenerla. ¿Fueron sus motivos o los de otros los que determinaron que yo apareciera en la denuncia que se filtró el 19 de agosto del 2020? ¿Por qué o para qué querían dañar mi imagen, mi persona, mi vida? Quizá sólo era odio; tal vez necesitaban poner en esa lista a un periodista y a una mujer, y me saqué la rifa del tigre por hacer bien mi trabajo. El único que sabe las razones retorcidas es el delincuente confeso y men­tiroso, Milo Lozoya, al igual que su papi, Lozoya Thal­mann, pues ya había estado investigando. Al escuchar las grabaciones con el fiscal y el subprocu­ra­dor,­ no hay duda alguna de que por eso aceptó regre­sar­ a México: no vino extraditado, sino para cooperar; sí, aceptaron participar, ambos, padre e hijo, en un juego enfermo para regalarle a México un linchamiento público sin importar el daño a personas inocentes.

¿Por qué me quisieron lastimar? ¿Por qué me que­rían ver en la cárcel? ¿Por qué quisieron sentarme en el banquillo de los acusados? ¿Por qué contra una mujer? ¿Por qué contra una periodista que no hizo más que pu­blicar información documentada?

De esto han escrito y hablado infinidad de periodistas, investigadores, escritores, conductores, etcétera; en su ma­yoría condenando las corruptelas de este delincuente dé­ bil y confeso. El linchamiento mediático en mi contra no se hizo esperar, y cómo iba a ser diferente si, como bien lo dice Artículo19, una de las organizaciones de periodistas más importantes del mundo, en su informe más reciente titulado “Negación”, en México el gobierno se ha conver­ tido en el principal agresor contra periodistas. Se les —se nos— acusa sin pruebas, sin que se demuestre nuestra culpabilidad y sin asumir la responsabilidad cívica de dar­ le a cualquier ser humano el derecho a su legítima defen­sa, y peor aún olvidándose de que en México existe —o al menos hasta antes de la 4T— la presunción de inocencia. De hecho, el presidente tres veces (dos en la mañanera y una más en su video de los sábados) se refirió a mí como la anécdota de la denuncia. Y no, no soy ninguna anécdo­ta; soy una mujer, sostén de mi casa, madre de Dany y una periodista con 25 años de experiencia.

Sin poder meter ni las manos fue como el 19 de agosto del 2020 me convirtieron, por conducto de un delincuente confeso, Emilio Lozoya, en “Lady Chanel”; el 20 de agos­to el presidente, en la mañanera, mientras manoteaba so­bre la denuncia, me denigró a ser la anécdota de ésta: “Ya ven, ahí está la periodista que pedía bolsas”; y el 9 de oc­tubre del 2021, un año después, quisieron dejarme como una mentirosa. Para ellos era más importante decir que yo no había tomado la foto, y no aceptar que el mirrey, el ícono de la corrupción con EPN, se la estaba pasando bomba sin presentar una sola prueba de sus dichos, ce­nando en el Hunan, al lado de Doris Beckmann, para fes­tejarle a Lorenz Guerra Autrey su cumpleaños.

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El perfil del agresor

Milo —como le dicen sus familiares y amigos— debe, todos los días, mesarse los cabellos y gritarle al espejo: “¿En dónde me equivoqué? ¿Por qué estoy en esta situación?­ ¿Cómo pasé de joven promesa nacional e interna­cional a un número, un reo en una cárcel de México, sin amigos, con mamá acusada y arraigada, mi hermana huida, mi esposa también acusada, papá comprometido, mis exco­laboradores dándome la espalda, escondiéndose y negan­do su amistad? ¡Qué horror! ¡Qué escenario! ¡No podría ser peor!”.

Lo más triste, lo más grave para él, es que si fuera sin­cero consigo mismo debería darse cuenta de que es el úni­co culpable de su situación.

Pero esto seguro no le está pasando por su cerebro. Pues quienes han tenido el placer o el disgusto de tratar con Emilio Lozoya Austin, en su gran mayoría, lo descri­ben como un hombre muy soberbio, inteligente, débil, frívolo, bueno, muy bueno, para catar los mejores vinos mismo. De hecho, Emilio Lozoya Austin se convirtió por sus acciones y actitudes en el ícono de la corrupción del gobierno de EPN.

Un cappuccino lo pinta de cuerpo completo.

¿Se acuerdan de cuando hubo una explosión en la To­rre de Pemex y tuvieron que intervenir Protección Civil, la Marina, el Ejército, el Cisen, etcétera, y que dejó 36 personas fallecidas? Bueno, pues déjenme contarles que el hoy criminal confeso exigía tomarse su cappuccino en su taza de cristal. Su secretaria, aquella ocasión, llamó li­teral a padre, Dios nuestro, para conseguirle su taza, pero, como no había elevadores, “el principito” se tuvo que conformar con otra taza que sus guaruras tuvieron que ir a comprar en ese trágico momento para que se bebiera su café, como le gustaba. Sin palabras…

Lozoya, entre la sociopatía, la debilidad, la mentira y la ingratitud. Tras escuchar los audios entre el papá de Milo y el fis­cal, de entrada, lo que me llamó la atención fue el tono servil de Lozoya Thalmann. Por todos los estudios, cargos políticos, relaciones políticas, amistades y familia influ­yente e inteligencia del señor Emilio Lozoya Thalmann, in­dudablemente se puede decir que ese tono servil era más perverso que ingenuo, ¿o no?

Luego de escuchar a su exabogado, el licenciado Ja­ vier Coello Trejo, supimos que Milo no sólo era mucho más que un desagradecido, pues sin importarle que él los cuidó, que los escondió (sí, a Milo y a su hermana Gilda), no le pagó. ¡Quiúboles!

Javier Coello Trejo, en todas sus entrevistas, incluyen­do la que tuvo conmigo en el espacio de Luis Cárdenas en MVS Radio, presentó la prueba de que Lozoya Austin le prestó, entre el 2014 y 2016, 31 millones de pesos en efectivo a Carlos Adolfo Autrey Díaz. ¿De dónde, apá? Y, por cierto, sería muy interesante saber cómo y dónde los tenía: ¿salieron de una cuenta?, ¿de qué banco?, ¿o los tenía debajo del colchón?

El 2 de diciembre del 2020, publiqué en mi colum­na de El Financiero “Las cuentas no le salen a Lozoya” (6), pero pues ahora, aún menos.

El 22 de diciembre del 2016, en declaración jurada, Luis de Meneses Weyll, exdirector de Odebrecht, ante el De­partamento de Justicia de Estados Unidos, aceptó haberle entregado a Milo 10.5 millones de dólares mediante trans­ferencias, nunca en efectivo. Este personaje también decla­ró ante la Procuraduría General de Brasil, y afirmó que le entregó el dinero a Lozoya para apoyarlo y que tuviera un posicionamiento efectivo en la campaña de EPN, y así lo­grar el contrato de Tula 1. Dichas declaraciones obran en la carpeta de investigación de la FGR vs. Lozoya.

Odebrecht le manda 3.5 millones de dólares a la empresa Latin America Asia Capital Holding; 2 millones de dólares los usa Emilio Lozoya para ponerse guapo en la campaña de Enrique Peña Nieto por gusto propio, y se queda con el millón y medio restante. El banco le dice: “Este dinero no puede estar aquí”, y es cuando lo manda a su empresa Tochos.

Nuevamente Odebrecht le manda dinero: 5 millones 970 mil dólares a la empresa Zecapan.

Saquen su calculadora y sumen 5 millones de dólares más los casi 6 millones de dólares: son 9 millones 470 mil dólares. El millón faltante fue incau­tado por las autoridades brasileñas.

6 Lourdes Mendoza, “Las cuentas no le salen a Lozoya”, en El Financiero, 2 de diciembre de 2020, disponible en https://www.elfinanciero. com.mx/opinion/lourdes-mendoza/las-cuentas-no-le-salen-a-lozoya/.