ADELANTOS EDITORIALES

León de lidia • Myriam Moscona

Libro inclasificable con historias autónomas, un cuaderno de imágenes y dibujos, una colección de retratos familiares o imaginarios.

#AdelantosEditoriales.
Escrito en OPINIÓN el

La presencia de diversos personajes, como una abuela furibunda y su hermana «libertina», salpica de humor, pero también de fragilidad, las páginas de esta obra que se borda entre el sueño y la vigilia. León de Lidia es un libro inclasificable con historias autónomas, un cuaderno de imágenes y dibujos, una colección de retratos familiares o imaginarios y, sobre todo, una conmovedora novela fragmentaria en la que Myriam Moscona asume las marcas de su singularidad estética. Con una prosa decantada que abreva de su herencia mexicana, búlgara y sefardí, se reconstruye el milagro y el misterio de la memoria que «necesita un solo pulso para desmadejar toda una cinta involuntaria de evocaciones». Las revelaciones imprevistas con las que pacta son también -de muchas e ingeniosas maneras- un homenaje a los orígenes, un duelo por la orfandad y un tributo al judeoespañol, lengua tan minoritaria como bella en la que resuenan los ecos de Cervantes.

Fragmento del libro de Myriam Moscona León de lidia” publicado por Tusquets. 2022. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

León de lidia | Myriam Moscona

#AdelantosEditoriales

 

Otra vez se fueron mis ojos al árbol. El viento separó las semillas del liquidámbar, parecidas al coronavirus. Me dijeron que las recogiera del suelo y que las guardara en un recipiente de vidrio. No sé por qué obedecí. Me lo dijo una mujer que no me quiere. «Ojalá se pinche un dedo», ha de haber pensado.

En ese momento alcé la cara para recibir un poco del calor tibio que se colaba por las ramas. Volví al cuaderno. ¡Carajo, estaba vacío!

¿Quién demonios borró mi escritura? ¿Tengo que volver a empezar?

Buscaba con desesperación una fotografía en blanco y negro que no supe dónde había guardado. Revolví todos mis papeles. Ahora evoco esa imagen un poco deslavada y amarillenta. Ahí va mi madre, de jovencita, trepada en una bicicleta. Atraviesa un sendero lleno de vegetación. Sus piernas son fuertes, de tobillos más bien gruesos, no enclenques como los míos. El aire le agita el pelo que llega al borde de su cara, un pañuelo ondea en la misma línea horizontal. Ella mira de frente, aunque la cabeza está inclinada por la postura de manejo. El viento la infla, la hace crecer, y yo, que siempre la idealizo, me complazco al verla enorme como la veía en la chikés, como veo a los muertos de mi casa.

Me arranqué a revolverlo todo. Siempre es lo mismo. Decía Confucio que los únicos que no cambian son los sabios de primer orden y los completamente idiotas. Temí por mi clasificación y proseguí con mis manos convertidas en aspas. Fui de un álbum viejo al otro, al fondo de las hojas brotaron hongos del tamaño de mis yemas. Frené las aspas. Observé. Imperdonable, no haberlos tratado a tiempo. Las manchas borraron la definición de las figuras. Seguí hurgando a sabiendas de que allí no estaba la imagen de la bicicleta, iluminada en mi mente como se alumbra un deseo incumplido. Mis dibujos mentales la perfilaban con claridad, pero no estaba. Mi mamá montada de joven en esa bici desaparecía, se esfumaba como lo hizo de mi vida.

Un papel en pliegues triangulares me sacó de la escena. Llevaba unas florecitas coloreadas. Los tallos en verde y los pétalos morado-azul. El tiempo los conservó intactos. Se notaba que era el dibujo de un niño, pero con algún trazo encimado de alguien mayor, quizá de algún adulto que quiso «mejorar» el dibujo.

Con dedos en pinza saqué el papel del álbum, le desdoblé las cuatro puntas y se abrió en toda su extensión. Han tenido que pasar décadas para que esto regrese a mí, cargado de la perspectiva que la distancia nos alumbra. Encuentros azarosos que nos devuelven un arco con dos bases. Una, sostenida en el momento. La otra, distante como una estrella vista ante el vapor de una nube, reticente a la claridad. Mientras más lejano es un recuerdo recobrado, más reverberaciones traza alrededor. Recordar es respirar el mismo aire, pero en tiempos distintos. Allá, el suceso; aquí, su evocación. Quien respira ya no es el mismo, está en otra capa del tiempo. Y allí estaba, aquí sigo, atravesando el mismo túnel.

Era una letra infantil, manuscrita, que no seguía la lí-nea de los renglones. Se notaba que una maestra la escribió en el pizarrón y puso a los niños a copiarla.

Papacito:

Por tu inmenso cariño hacia mí, por tu afán de darme comodidad y bienestar y sacrificándote siempre. Yo te rindo en este día homenaje de cariño y gratitud prometiéndote ser aplicada en mis estudios y buena y obediente para que estés orgulloso de mí.

Tu hija que te adora…

La letra llena de patas, arriba y abajo, escrita a lápiz y con la fecha al calce: 27 de junio de 1962. El tiempo, siempre el tiempo. ¡Un fastidio!

¿Será una señal para comenzar otro viaje? Toqué la letra, tratando de no mancharla; la tomé como un protector de camino, teniendo cuidado con mis aspas; la asumí como una oración de compañía, como signos que la niña enviaba desde otro tiempo, el tiempo al que la memoria pretende ir, atascada por el endurecimiento de los años. La voz que habla dentro de mí se entromete en todo, enviando un cargamento de alfileres o una risita cuando nota la descarga de los pájaros que cagan por todas partes. Necesitaba, necesito protección. ¿De mí misma?

¿Cómo se dice cuando un objeto te protege? Se me fue la palabra. Se me van las palabras.

Hay piedras a las que se les atribuyen poderes específicos. Elegí tres. Las dibujé con crayolas en mi cuaderno de trabajo.

Prehnita

Una piedra con un aura mística, «se dice que la prehnita es la piedra de los sueños rememorados. Es verde».

Ámbar

Palabra de origen árabe: ???? («anbar»). «Es una piedra hecha de resina vegetal fosilizada que proviene de restos de coníferas y de algunas angiospermas. A veces la resina, al escurrir sobre la corteza de troncos y ramas, atrapa diminutas burbujas de aire, gotas de agua o pequeños seres vivos: insectos y gusanos prisioneros». Están allí con tal perfección que conservan su estructura celular y hasta fragmentos de su ADN.

(Ah, piensa mi lóbulo izquierdo. El ámbar representa la voz entrometida que no deja de hablar. Compartimos el mismito ADN.)

Fluorita

Estabiliza la intuición. «Considerada como una ayuda para el aprendizaje y el pensamiento lateral. Es blanca con visos azulosos y liláceos».

«Necesito pensamiento lateral y sueños rememorados», le dije a la voz escondida tras sus burladeros.

—¿Has empezado un viaje nuevo? ¿Estás lista para irte de aquí?

—Aunque no lo entiendas, me disgusta el mundo; pero me gusta estar en él.

—¿Por los colores?

—¿Cuáles colores?

—¿Ya no te acuerdas? Te encantaba esa sentencia: «Solo por el color vale la pena vivir eternamente».

—Me duele la cabeza, ¿me puedes dejar un momento a solas?

—Yo ya me fui, eres tú quien me sigue invocando. —¿Yo? Si solamente quiero dormir, por favor ya salte.

—¿Soy yo quien no te deja dormir?

Llevé la mano al cuello. Se percibía una vibración en la punta de los dedos.

—Cállate, por el amor de Dios. Me tienes agotada.

Atrás de un árbol inmenso lleno de frutos oscuros y de semillas bañando la calle, abrí un cuaderno de notas azul, de bolsillo. Anoté la fecha, el lugar y también el nombre de una poeta búlgara a quien casi no había leído. Llevaba el mismo apellido que mi clan. «Yosifova». Como buen apellido eslavo, se pronuncia como sobreesdrújula: «Yósifova». Se llama Ekaterina. Quería saber algo más de ella. La busqué en la red. «Los días se deshacen como nubes», dice en uno de los pocos poemas traducidos al castellano que logré ubicar. Hurgué en su nombre.

—¿Kuala es su alkurnia? —le preguntaría de inmediato, pero sé la respuesta. La formulé solo para escucharla en mi imaginación con su acento balcánico, «mi alkurnia es la misma de tu familia de mujeres: “Yó-si-fo-va”».

Un viejo libro suyo se llama, en su lengua original, Kuso patuvane. Investigo el significado: «Viaje breve».

Por la tarde, mi amiga Carmen me llevó a una conferencia sobre budismo. Soy mundana. Me gusta perder el tiempo, bebo café, fumo, veo series de televisión. En otros tiempos me deleitaba perderme entre el humo y los algodones de ciertas drogas inocentes. ¿Qué hacía allí en ese momento, rodeada de hombres con túnicas naranja y vidas de renuncia?

Todo se llenó de sentido cuando, en un castellano claro, el monje Sian declaró que debemos mudar nuestras insatisfacciones. «Esta vida —dijo— es un viaje breve».

La cabeza me reventaba al querer unir esas coincidencias. El monje seguía su discurso, pero yo me fui en mis vuelos mentales con la poeta Ekaterina. Mi cabeza siempre une tejidos inconexos en una acción disparada de mi voluntad. Y aún ahora me repito sobre ese viaje breve: «los días se deshacen como nubes».

Llevaba una pañoleta amarrada atrás de la cabeza, como una campesina búlgara. Era una mujer grande, aedada. Con un gesto, sin palabras, me pidió una moneda. Oscurecía. Metí la mano al bolsillo, sin lograr decirle que me esperara. Le sonreí. Debí decirle en búlgaro «espera», chakai, pero no sabía su idioma y ella se daba cuenta. En una bolsa interna de mi saco encontré un billete. Lo extendí hacia sus manos, pero la vieja se esfumó, se deshizo como las nubes. Miré de inmediato a ambos lados para ubicar sus pasos. Era imposible que a esta distancia hubiese llegado a la esquina de la calle peatonal. Me separaban unos treinta metros de la boca-calle. Ni un corredor olímpico hubiese podido alcanzar esa distancia en el tiempo de un guiño, y menos una anciana.

Sobresaltos.

Estaba agotada de hablar conmigo misma. ¿A quién podía preguntarle algo en ese momento? «Disculpe, ¿me puede decir dónde estoy?».

Cayó una caca diminuta del árbol, la mirada registró el movimiento de sus alas todavía batiéndose. ¿Será el espíritu de la anciana? En los vapores de la conciencia hay un calor interno, insoportable, que me gobierna.

La lluvia de un pájaro no es un lenguaje fácil de comprender. Otra vez estaba allí. No había, no hay vuelta de hoja. Avanzamos en rotación y traslación como planetas y volvemos al inicio; repetimos y repetimos, hasta aprender.

—Señora, acepte esta ayuda.

«La anciana no existe, está en tu mente», me dice la voz interna que esta vez se manifiesta con sonido, por mi boca.

Volví a la Ciudad de México. La gente pobre anda descalza entre el humo de los coches.

Dije una vez y otra vez lo que no alcancé a articular allá:

—Señora, oiga, señora, por favor, acépteme esta ayuda.

—Ainda, me vas a dar algo para matar…? Para matar la ambre? —me insistió esa sombra que pedía limosna con un abrigo de lana en una calle oscura de Sofia, ¿o era la calle Hornos de la Ciudad de México?

Sentí calor y hartazgo de escuchar voces dentro de mí.

«Todos los cementerios del mundo están llenos de gente que se consideraba imprescindible», leía mi madre para sí misma una mañana, con una sonrisa abierta que le triangulaba los pómulos. Reconocí su belleza encantada. Lo leyó a bien de nada, como si me pidiera la sal o un poco de agua de rosas de su niñez, tan común en Bulgaria. En ese espíritu festivo fue al mueble central del salón: una consola de madera, sus puertas en dos hojas y su pequeña llave de fierro con una borla decorativa con pasamanería ocre. Al abrirla, atrayéndola hacia su cuerpo, deslizó hacia sí misma una repisa y se agachó hasta ponerse en cuclillas. Dispuso el disco en el mecanismo que lo botaría hacia la mesa circular, accionó el botón de «automático» y observó caer el plato en la tornamesa. ¡PLAF! El brazo de fierro hizo el movimiento por sí solo, se colocó en la orilla del acetato con esos surcos bien marcados para separar una pista musical de la siguiente. Cuando comenzó a salir de las bocinas el primer sonido, por fin mamá se relajó en el piso llevándose las manos a las orejas y curvándolas para hacer la forma de una concha marina. ¡Cómo adoraba verla reír! Se escucharon aplausos. Salía una voz con acento raro, un español algo distinto.

«No te tomés la vida tan en serio, a fin de cuentas, no saldrás vivo de ella». Al concluir la frase comenzaba un tango. Un dos tres, un dos tres, un dos tres. «Es una milonga», dijo mi madre, con conocimiento de causa.

Me sonreía con sus dientes frontales separados y tejiendo sus dedos largos entre los nudos apretados de mi pelo. Con ese acompañamiento lleno de risas y canciones que, por arte de magia, salían de ese disco negro hacia el espa-cio, me contó una historia que se deslizaba en el tiempo. Dicen que las células madre tienen la capacidad de dividirse y actúan en la regeneración o reparación de los tejidos del organismo.

Alcancé a mi mamá en la puerta de salida. La detuve. Le pedí que me contara una historia de su vida secreta.

Esas preguntas, venidas de una niña, parecían crearle una reacción encontrada entre la ternura y el fastidio. Sin embargo, me acarició la cara, estaba a punto de salir. Algo debí transmitirle. Logré retenerla. Parecía que no le importaba irse sino decirme algo, satisfacer mi necesidad de cercanía.

—Mira, a veces, yo también me ponía triste de niña.

—¿Mucho?

—Sí. Mucho.

—¿Y qué hacías entonces?

—Un día me miré al espejo y me dije: «aquí estoy».

—¿Eso dijiste? ¿En qué idioma te hablabas? ¿En búlgaro, en ladino o en inglés?

—¿Por qué eres tan curiosa, hija? No me dejas acabar.

—¿Qué tiene de malo saber en qué idioma te hablabas tú solita?

—Déjame seguir. Querías saber algo de mi vida secreta, ¿no? Una mañana se escuchó un sonido tremendo desde mi casa de Sofia —no decía «Sofía», con acento en la «i» como mis maestros de la escuela—. Salí a la calle asustada. Estaban comenzando una construcción en un terreno muy cercano. Derribaron una casa vieja y ese sonido me espantó. Salí a ver de qué se trataba, había mucha gente observando; se hizo una nube de polvo, como un hongo atómico. Me dijeron que allí iban a construir una importante biblioteca de la ciudad.

—¡Qué suerte! ¿Tan cerca de tu casa?

—De allí saqué muchísimos libros que devoré de niña y de joven.

—Pero la abuela te quemaba los libros, ¿no?

Y mi madre, que solía ser discreta, sonrió con falsedad. Cambió de rumbo la plática. Su barbilla parecía presa de espasmos involuntarios y los labios se le apretaron en una contracción. ¿Habrá querido llorar? Creo que iba a contarme otra cosa, algo sobre su madre mal encarada, pero me cambió el tema hacia la biblioteca en construcción, me habló del último día que la visitó en mayo de 1948, fecha en que dejó Bulgaria para siempre. De eso me habló.

«Las casas, los caminos, los paseos, son fugaces» —dijo Proust—, «ay, como los años».