La historia de un joven que estuvo encarcelado injustamente desde sus 20 años hasta sus 33 y de cómo venció al sistema para quedar libre.
En enero de 2008 Rafael Méndez Valenzuela fue detenido en el Estado de México. Agentes federales y militares lo obligaron a firmar una declaración en la que reconocía que formaba parte del grupo criminal La Familia. Tras 10 años en prisión, y al existir una denuncia por tortura, un tribunal federal ordenó la reposición del proceso para mantenerlo preso en lo que se investigaban los hechos, aun cuando el afectado ya había cumplido su sentencia en la cárcel.
Ante la suma de injusticias, su madre, la periodista Judith Valenzuela, se acercó a distintas instancias judiciales y asociaciones de derechos humanos sin mayor éxito. Fue hasta que acudió a la conferencia mañanera presidencial, donde expuso el caso, que logró que López Obrador instara a la Secretaría de Gobernación y a la Suprema Corte de Justicia a revisar el caso para que Rafael por fin fuera liberado.
Con una prosa contundente que quita el aliento, Prisionero del sistema es el relato de la lucha de Rafael y su madre en contra de un sistema jurídico podrido, anacrónico.
A lo largo de sus páginas descubrimos cómo la impartición de justicia en México somete a personas arbitrariamente y facilita la ilegalidad y la degradación humana de todos los que la integran: agentes policiacos, militares, ministerios públicos, jueces, gobernantes y sobre todo presos inocentes que pocas veces logran salir del infierno para rehacer su vida.
Fragmento del libro “Prisionero del sistema” de Rafael Méndez Valenzuela, editado por Grijalbo. Cortesía de publicación de Penguin Random House.
Rafael Méndez Valenzuela nació en Ciudad de México el 2 de junio de 1986. Actualmente estudia la licenciatura en Educación Deportiva en la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS) y trabaja en el Instituto Sinaloense del Deporte (ISDE). Ha participado en diversos concursos de cuento y narrativa en México.
Prisionero del sistema | Rafael Méndez Valenzuela
1
La entrega*
Me tiemblan las piernas. Soy un costal de sudores y convulsiones inconscientes. Pero parece que la libré. ¿O no? Sí, porque respiro. Siento el aire que pasa fatigadamente hacia mis pulmones. Percibo risas, murmullos, ecos que amenazan, que advierten el dolor que sentiré para que lo sufra con más fuerza. Estoy postrado sobre una mesa de madera en ese cuarto húmedo, apestoso a sudores, orines y comida podrida.
Un pie empuja mi brazo derecho una, dos, tres veces.
—¡Sigue vivo, comandante!
Recuerdo un camino boscoso salpicado de uniformes azules, negros, verde olivo. El vértigo de subir en vilo en medio de hélices estrepitosas como rayos. Una bota sobre mi espalda. Golpes secos y crujir de huesos. El cañón helado de una pistola en mi sien. Esa bolsa que envuelve mi cabeza y me roba el aire. La voz firme y agitada del militar que sisea como serpiente en mi oído: ¿Sabes quiénes somos? ¡Somos los guachos, cabrón! ¡Somos los meros verga! ¡Aquí ya valiste madres!
Sí. Recuerdo que les digo una y otra vez que no sé nada, que no soy delincuente, pero los soldados responden con amenazas y puñetazos en mi cara:
—Mira, pinche panquecito, te voy a decir esto una sola vez: si me dices lo que sabes, de valedores que te voy a dejar ir.
No los veo porque una venda cubre mis ojos, pero respiro el aliento metálico de sus bocas cuando susurran cerca de mi cara.
—¡No me salgas con chingaderas! ¡Habla o te voy a estar madreando todo el día a purito soplamocos!
Les repito que es un error, pero no me creen.
—¡Su puta madre!
Patean el taburete en donde estoy sentado y mi cuerpo cae hacia atrás para aterrizar con la cabeza en el piso. Ni cómo meter las manos esposadas a la espalda.
Me esfuerzo para reconstruir en dónde estoy y viene a mi mente la voz que ordena: “¡Vuelve a sentar a ese mono zonzo en el banco!” Y que alguien —¿un cabo?— me arrastra y me sienta de nuevo, pero caigo de bruces sobre una mesa.
Recuerdo los manotazos en mi frente.
—¡Aliviánate, mi buen!
—Este cabrón tiene la cabeza bien dura.
—¿Qué… entonces qué, mi chingón?, ¿te aprietas para cooperar? Sí, hago memoria: un tirón hacia atrás me corta el aliento. La bolsa de plástico que cubre mi cabeza y no me deja respirar. Mi cuerpo sacudiéndose como si tuviera un ataque de epilepsia. Mi boca desencajada que exige aire. Me ahogan lenta y bruscamente. Retiran el plástico en el último momento. Jadeo. Quiero llenar de oxígeno mis pulmones con enormes bocanadas, pero un golpe seco en el estómago me dobla, no por mucho, porque mi verdugo me jala hacia atrás para apretar otra vez la bolsa en mi cara. Forcejeo. Trato de morder el hule, agujerarlo para que entre aire. No funciona. Caigo en un pozo sin fondo, oscuro y helado como este sótano. Pero retiran el plástico y subo. Aparezco sentado en el banco con la boca abierta, con ese gruñido gutural que brota de mi garganta y parece arañar y escalar las paredes para atrapar una porción del aire rancio del lugar.
Sigue el interrogatorio:
—Ahora sí, cabroncito, ¿quién es El Perro y dónde lo encontramos?
Mencionan más apodos: El Coyote, El Caballo, El Bóxer, El Hércules… Les contesto que no sé quiénes son y menos dónde encontrarlos…
—¿Aaah, sí? ¿Los encubres? ¿Qué hicieron por ti, eh? Dejaron que te agarráramos, ¿no sientes gacho por eso? Te dejaron morir solo y tú quieres seguir siendo su tapadera.
—No, señor, es que en verdad yo no conozco a ninguno de ell…
—¡Cuál señor, pinche igualado! ¡El Señor está en los cielos! ¡Contesta lo que te pregunté!
—De verdad no lo sé…
—Eres duro de roer, cabrón, a mí se me hace que tú eres El Papas Fritas que anda de chingoncito cagando el palo. ¿O entonces? ¿Quién es el chido?
—No…
—Te voy a dar una oportunidad más, así que dime: ¿quién jijos de su rechingadísima madre es El Perro y El Coyote?… ¡Contesta, cabrón!
—No sé quiénes son, se los confieso, pero siguen sin creerme.
—¡Ya estuvo! ¿Quieres que te vuele la pinche cabeza de un balazo?
Sufro cuando rememoro el clic del cerrojo de un arma y el metal frío en mi sien. Pienso en inventar una historia, decirles lo que quieren escuchar para que no me maten, pero tengo la boca seca y la garganta cerrada.
¡No me maten! Quiero gritar, suplicar por mi vida, pero en vez de palabras expulso una tos prolongada que me sofoca.
—¡Ya me tiene hasta el pito este cabrón! ¡Se siente bien huevudo! ¡Agárrenle las pinches mañosas!
Esas últimas palabras previeron la sensación más dolorosa que he experimentado en mi vida. El cabo me toma de las muñecas y sujeta mis manos esposadas sobre la mesa. Un primer golpe seco y un crujido de huesos rotos anteceden a un dolor agudo y punzante que brota desde el dedo meñique de la mano, sube por el brazo y luego baja para esparcirse en todo el cuerpo. ¿Usan la cacha de una pistola, un ladrillo, una piedra? No sé, pero machacan mis dedos, uno a uno, hasta que el esqueleto de mi mano derecha parece derretido en medio de un líquido caliente y espeso.
Grito de dolor con todas mis fuerzas.
—¡No conozco a ningún perro, ni gato, ni a ningún animal, ni a ningún amigo de esos que mencionan! ¿Cómo quiere que le explique? ¡No sé! ¡No sééé!
—¡Aaah, mira mira! Te dije que era todo un gallito carolino. ¡Y nos salió hasta gracioso el cabrón! ¡Tú algo sabes, mi buen! ¡A mí no me ves la cara de pendejo!
Siento otro golpe que fragmenta mi dedo anular. El dolor hace que brinque como resorte. Con mis piernas empujo la mesa que cae al piso, junto con el soldado que obedece las órdenes.
Me sientan con un culatazo en la nuca.
—No te me alteres que estamos chupando tranquilos… ¡Si no dices con quién chambeabas y dónde encontrarlos, te voy a moler las pinches manos y no te van a servir ni para limpiarte tu apestoso culo!
Se ensañan en reventarme la mano derecha. Lo que no saben es que soy zurdo.
—Es más, le voy a hacer lo mismo a tu pinche familia. Voy a divertirme con tus hermanas y con tu mamacita. Sí, y después les voy a amarrar sus manitas y se las voy a moler a puros putazos: ¡así!
Otro cachazo me revienta el dedo índice.
—¡Ya, por favor! ¡Les diré lo que quieran! —grito, pero no se detienen, no escuchan mi súplica.
Grito más fuerte, pero caigo en cuenta de que sólo lo hago en mi mente, porque lo único que brota de mi boca es esa tosedera que me atraganta. Recurro a Dios. Dios, ayúdame. Dios, sálvame… Dios se apiada de mí porque en ese momento dejo de sentir. Sé que la tortura sigue porque mi cuerpo se sacude y brinca involuntariamente como un costal de box que se balancea. Pero Dios atiende el llamado y me desconecta.
—¿Qué…? ¿Se desmayó?
Las voces de los militares se escuchan lejos. Y muy cerca están, casi puedo tocarlos, los rostros de las personas que amo. Estoy en casa de la abuela bajo la sombra del viejo árbol de guayabo. Está toda mi familia, hasta el perro que fue mi fiel compañero durante años. Lloro en silencio, o eso creo, pues percibo que estoy mojado y no sé distinguir las lágrimas del sudor que gotea de mi cuerpo, o del líquido dulce que me vacía en la cara un militar mientras canturrea con voz chillona:
—Ay, dispénseme, patrón, no tenemos Coca, espero la Pepsi sea de su agrado.
Me ahogo. Mi cabeza está otra vez dentro de la bolsa. Lo sé porque mis piernas se sacuden. Pero ya soy una piltrafa. Ni siquiera estoy aquí en este cuarto oscuro y húmedo. Estoy fuera de este cuerpo dolorido. Estoy como hace unos días en las calles peatonales del centro de la ciudad, entre billeteros de lotería, organilleros, estatuas vivientes, el hombre que le ordena al pajarito sacar un papel que predestina tu futuro. Estoy en medio de la cantina La ópera viendo el agujero en el techo que dejó la bala que, según dicen, salió del arma de Pancho Villa, por allá durante la Revolución.
—¿Entonces qué, mi gallito? ¿Todavía no quieres cacaraquear? No puedo responder, aunque quiera, porque estoy en la explanada del Zócalo, entre un mar de gente que va y viene con pasos atropellados, que entra y sale del túnel del metro. Mujeres que hablan en sus celulares, hombres con trajes de un negro desteñido con maletines bajo el brazo.
Estoy entre la Catedral y el Palacio Nacional, entre Dios padre y Dios hijo, entre una hilera de hombres con cajas de herramientas que se ofrecen como albañiles, plomeros, electricistas, o de lo que se le ofrezca, marchante. Entre los puestos de garnachas que rodean los montículos de piedras viejas del Templo Mayor. Entre los danzantes aztecas ataviados con aretes, penachos de plumas multicolores, taparrabos que caen a la rodilla, capas bordadas con la imagen de la serpiente emplumada, el gran Quetzalcóatl.
Estoy junto a los indios que bailan con movimientos circulares mientras cascabelean los tenábaris amarrados a sus piernas, al ritmo del tambor y el sonido del caracol prehispánico, rodeados de humo de copal e incienso.
Estoy al lado de unos chamanes que sacuden sus ramas santas sobre los cuerpos de turistas para limpiarlos de malas energías. Cerca de la voz que a través de un megáfono recita el pasado esplendoroso de la civilización mexica: su avanzada educación, su vasta economía, su íntegra organización política y social, mientras a unos pasos de ahí, mujeres indígenas sentadas sobre sus piernas ofrecen la mercancía tendida en el piso: bolsas de tela bordadas con flores, muñecas de trapo con negras trenzas de estambre, vestidos y blusas de manta, collares y pulseras de chaquira anaranjada que resplandecen bajo el sol y ante mis ojos. Pero el brillo de la pedrería se desvanece y caigo en vilo en el pozo oscuro que me trae de regreso.
Despierto a medias. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? Imagino a lo lejos una voz que dice: “Son casi las cinco”. Si son las cinco, entonces tengo más de tres horas aquí, desde que el hombre de voz firme y agitada me toma de los hombros en la zona boscosa de Valle de Bravo y me empuja y tira bocabajo en la panza del helicóptero que asciende.
Recuerdo que me inunda el vértigo, que no tengo equilibrio porque estoy suspendido en el aire, vendado y esposado. Siento aquel aire pesado que entra y chicotea mi rostro por las puertas abiertas del aeroplano. Revivo el pánico al creer que me lanzarán desde lo alto. Luego el alivio, cuando un soldado aplasta su bota sobre mi espalda. ¡Gracias, Dios, por esa bota que me apachurra contra el piso y es mi sostén para no caer! Por si las dudas, aprieto el cuerpo hasta convertirme en una estatua de mil kilos, para que no les sea tan fácil empujarme al vacío. Nadie habla. Sólo se escucha el zumbido de las hélices y la voz del piloto que transmite coordenadas a la base aérea.
No me muevo en 15, 20 minutos que dura el vuelo. Hasta que aterrizamos en una especie de set dentro del hangar militar. Me quitan las vendas. Guiño los ojos por los flashes que parpadean y estallan en mi cara. Un grupo de periodistas hace un par de preguntas a los federales. El espectáculo dura cinco minutos. Pienso que lo peor ya pasó…
¡Ja, ni te imaginas!
Ciego de nuevo, me conducen hacia un subterráneo. Lo sé porque bajamos por escalones estrechos hasta esta estancia fría que huele a rancio. Me sientan en el piso. Gritos de dolor retumban en mis oídos. En cada gemido, un militar con acento sureño se acerca y me avisa:
—¡Sigues tú, cabrón, ahora sí te va a cargar la chingada!
Llega mi turno. Un soldado me jala por la nuca y el brazo y me lleva al otro lado de la puerta. Me sienta en este banquito.
Sí. Caigo en cuenta que sigo en este cuchitril porque el hedor me revuelve las tripas. Hay silencio, pero llego a pensar que los temblores de mis piernas producen rechinidos que escuchan. Van a descubrir que he vuelto y seguirán con el tormento.
Gotas de sudor resbalan de mi oreja y mojan el tablón de madera sobre el que estoy tirado. En medio de la ceguera por el vendaje, tengo los ojos calientes y mis oídos alerta. Las manos me punzan como atravesadas por mil agujas. Siento náuseas. Vomito un líquido amargo y espeso. El cabo deja de sacudirme con su bota y grita:
—¡Sigue vivo, comandante!
* * *
Escucho pasos aproximándose.
—¿Y eso? —la voz encrespada del militar al mando. —Pues yo creo que es pura bilis con sangre, comandante. —¡Sácame esta mierda de aquí!
El raso me levanta de la nuca. Me lleva hasta la puerta que se abre pesada, lenta, liberadora. Bendita puerta. Me empuja al piso y se va. Me invade una sensación de extraña felicidad. Tanteo el suelo para adivinar dónde estoy, pero es como tocar el aire. Mis manos están entumecidas. Muevo los codos hacia los lados y topan con una pared. Creo que estoy en el rincón de un pasillo.
Tiemblo como hoja seca suspendida de un árbol. Me percato del castañeteo involuntario de mi mandíbula. ¿Estoy llorando? No sé, pero escondo la cabeza entre las piernas. Un sudor frío recorre mi espina dorsal. Quiero calmarme, pero ese soldado que va y viene por el corredor no me deja. De repente me da una patada o me estrella el casco en la cabeza. Por eso, cada vez que escucho pisadas acercándose, me encojo y aprieto el cuerpo, para que el impacto no me sacuda con tanta fuerza.
Con ese blindaje intento relajarme. Vuelvo al centro de la ciudad. ¿Cómo llegué ahí? Ya recuerdo. Estados Unidos, el país de las oportunidades. ¿Por qué chingados no me quedé allá? Cualquier cosa es preferible a estar aquí en posición fetal paralizado de miedo. La cocina del restaurante gringo de comida rápida y las clases nocturnas de inglés no estaban tan mal. Y mejor que todo fue aquella sala de tatuajes. Sí, deslizar las agujas con tinta de colores sobre brazos, piernas y dorsos de inmigrantes. Pieles eternizadas con grecas, cruces, flores de loto, notas musicales, animales míticos, san Judas Tadeo, caritas de niños que crecen en pueblos mexicanos con la ilusión cada vez más remota de volver a verlos.
Pero me gana la añoranza por mi tierra, la familia, las reuniones nocturnas con los amigos de la cuadra… Ja.
El vuelo más barato me trae a la capital. ¿Por qué no dar una turisteada antes de regresar?… Caaabrón.
Desde la terminal aérea, dos transbordos en el metro me escupen en la explanada del Zócalo, en las casonas coloniales de ventanales rotos, en los puestos de artesanías, frituras y sandalias chinas…
Me encandila el resplandor de lentejuelas que se sacuden en las capas rojas de los danzantes en medio de la humareda del sahumerio. El tizne entra a mis ojos y me arden. Algo molesta. Es una patada del soldado raso que regresa por mí para conducirme nuevamente al cuarto del suplicio.
—¡Qué tal, chavalón! ¿Ya te relajaste? ¿Ya la pensaste bien? Entonces, ¿qué pedo?… ¿Eres mañoso? ¡Ya! ¡Al chilindrín, pelón!
No sé si puedo pensar. De lo que estoy seguro es de que no quiero morir. Los guachos no entienden. Lo único que voy a conseguir es que me metan un balazo y avienten mis desechos donde nadie los encuentre.
—En realidad ya no quiero más golpes —acepto—, póngame con la mafia que guste, hagan su parte informativo como mejor les parezca.
El comandante se carcajea.
—¿Ya ves que no era tan difícil, mi valedor? —se acerca y me palmea el hombro—. Ira, a mí no tienes que decirme ni madres. Te van a llevar a unas oficinas y ahí te van a hacer unas preguntas y vas a firmar unos papeles. ¡Sale, mi panquecito! ¡Pórtese bien! —indica mientras grita al raso—: ¡Ya sácame al gallito a chingar su madre!
Me alejan de ahí. No puedo creerlo. Río por dentro. El cabo me quita las esposas y ordena:
—Estira las manos al frente.
Venero el agua que vacía sobre mis manos pegajosas de sangre.
—Restriégate los dedos.
Siento alivio al frotar mis articulaciones deformadas.
—Ahora las manos atrás, te voy a esposar.
Me conduce hacia ¿los escalones de salida? Sí, cada peldaño que subo es un paso hacia la vida. ¿Estoy sonriendo? Sí, resurjo de las cenizas como el ave fénix. Hincho mis pulmones de aire. Me invade un gozo porque respiro de nuevo, cuando ya estaba casi muerto.
Detención
—¡Listo, mi AFI! ¡Ya va preparado! —indica el soldado.
El helicóptero despega. Ahora estoy sentado en medio de dos policías de la Agencia Federal de Investigación (AFI). Escucho que me llevan a las oficinas de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO). Después hay silencio.
Seguro que en esas oficinas hay personal especializado que va a entenderme, me consuelo. Sí. Les contaré todo desde el principio. Que estoy en el Zócalo abstraído en los movimientos de los danzantes indígenas cuando escucho una voz junto a mí.
—¿Qué onda, carnal? ¿Qué haces? ¿Quieres trabajar?
No contesto. Se presenta. Dice llamarse Enrique. Reparte volantes en los que se lee una oferta de trabajo en la construcción de carreteras del Estado de México.
—¿Y de qué es la chamba?
—De todo. Manejar maquinaria pesada, hacer todo lo que tiene que ver con la construcción.
—Ah, órale…
¿Quieres aventuras, Rafael? Ahí está tu oportunidad, me digo. Trabajar aquí, conocer otros ambientes antes de regresar, ¿por qué no? (Si pudiera volver el tiempo atrás me respondería: “Porque no, pendejo, porque no. Y ya, vete de una vez a tu casa”.)
—¿Y qué hay que hacer?
—Vamos a la oficina. Está aquí a la vuelta. Para que platiques con el ingeniero y se pongan de acuerdo.
Sí. En la SIEDO les describiré que camino con Enrique por la calle Tacuba hasta un edificio estilo barroco que en sus mejores tiempos pudo haber sido un hotel. Se me figura como en esas películas de época: alcobas decoradas con cortinas de terciopelo y muebles franceses, un jardín central con flores y una fuente de cantera de la que brotan chorros simétricos de agua limpia.
Pero sólo lo imagino, porque del otro lado del portón se extiende un patio de ladrillos quebrados, cubierto en partes con cachos de cemento. En vez de fuente hay una pila rodeada de cubetas de plástico.
El inmueble está convertido en una vecindad de paredes descarapeladas y manchadas de humedad, de cuyas habitaciones asoman niños descalzos y chamagosos.
Les diré que cruzamos el patio y subimos al primer piso por losas onduladas, vencidas por las pisadas de los años. Que ahí está el ingeniero de obras, un hombre de unos 50 años que se presenta como Juan Manuel. Que me contrata rápido, demasiado rápido, luego de una breve entrevista.
Mañana sales temprano a Toluca para que empieces a chambear, me dice. Y yo estoy feliz por haber conseguido un empleo como por arte de magia.
Les contaré que al día siguiente espero a Enrique en la central camionera de Observatorio, al poniente de la ciudad, quien llega con otros dos batos contratados como yo. Ahí vamos los tres pendejos a bordo de un flecha roja hacia un destino incierto.
Que llegamos a la amplia y ruidosa estación de autobuses de Toluca. Que Enrique hace una llamada y cuelga, mientras rechina los dientes y mueve la cabeza de un lado a otro.
—El jefe me avisa que vamos a tener que esperar a más personas para completar la cuadrilla.
Me asalta una ligera preocupación.
—¿Cuánto tiempo?
—Más o menos un par de días.
—¿Y mientras qué vamos a hacer? Yo no tengo dónde quedarme.
—No te preocupes, mientras esto se arma nosotros les vamos a dar comida y hospedaje, cerca del lugar donde van a trabajar —afirma.
Ahí pude haberme zafado. Pero no. Subo a esa camioneta que nos conduce a un hotelito en las afueras de Valle de Bravo.
Transcurren tres días. Me aflige la decepción.
—¿Qué pasó, Enrique? ¿Cuándo empezamos a trabajar?
—Ya mero, no te desesperes. Ya se reclutó más gente para la obra.
Pero la congoja se disipa cuando la conozco. Alta, dura y frondosa de carnes, de ojos tristes y resueltos. Lupita, como la Virgen de Guadalupe que tatué en la espalda de aquel mojado en el gabacho. No habla mucho, pero al sonreír ilumina mi día. Durante dos semanas acaricio su piel lisa y morena. Me hundo en su melena negra y pesada que cae sobre sus pechos apretados bajo el uniforme escolar blanquísimo. Ya no pienso en irme. Me quedo en ese pueblo cuajado de vegetación para jugar con sus labios carnosos y perderme en su aroma de flor de campo, en medio de los árboles viejos que se alzan hasta casi tocar el cielo. Toco el cielo. Vivo en él hasta esa mañana en que me citan en la oficina de la empresa contratista para firmar contrato.
Todo parece normal cuando esa mujer —¿Claudia se llamaba?— me entrega un papel con el nombre de la carretera y el kilómetro en el que se ubica la obra.
Salgo. Afuera, un hombre vocifera:
—¿Quién ya está contratado y va para la obra?
Le digo que yo.
—Anda, pues, súbete.
Me trepo en el asiento delantero de una camioneta Honda blanca.
—Yo también voy para allá —dice el otro compa, y sube al lado derecho atrás de mí.
El tercer contratado también se suma al grupo.
Son las dos de la tarde del 22 de enero. Hace frío en ese poblado boscoso perfumado de pinos. Puedo ver a lo lejos el Nevado de Toluca cubierto de nieve.
Platicamos. Uno de ellos se llama José Ángel. Dice que le apodan El Mil Usos porque sabe hacer desde un colado hasta manejar cualquier máquina usada en la construcción.
—Sí, güey, hasta la retroexcavadora más fregona, la que le dicen “mano de chango”.
—Aaah, mira mira, muy chingón.
Risas.
El otro es Antonio; de oficio soldador.
Nuestro guía no habla. A las preguntas contesta con monosílabos. A 15 minutos de camino hay un retén de policías municipales.
—¿Qué pasó, mi comandante? ¿Cómo le va? —saluda el chofer al agente que le hace la parada.
—Todo bien. Es una revisión de rutina, oríllese.
Nos bajan del vehículo. Dos uniformados nos registran con cachaza. Palpan los brazos, las piernas, los zapatos. Otros dos se asoman bajo los asientos de la camioneta, revisan la guantera, frotan el toldo, abren el cofre y buscan el número de serie entre los fierros del motor.
—Espérense un momento. Al parecer hay un problemita con la camioneta. Vamos a esperar a elementos de la ASE [Agencia de Seguridad Estatal] y ellos van a verificar si la unidad tiene reporte de robo —ordena uno de los agentes.
En la espera, nuestro chofer platica con el encargado del retén. Camina con él hasta un atajo enmontado, le estrecha la mano y se aleja del lugar, segundos antes de que llegan dos patrullas de la ASE.
—¿Quiénes son los que traen esta camioneta? —pregunta el oficial estatal al mando.
—Nosotros tres venimos en ella, pero el dueño se fue platicando con uno de los oficiales del retén.
Y señalamos el lugar por donde se había ido.
Una sonrisa se dibuja en el rostro del jefe policiaco.
—Aaah, qué caray, señores —tararea—. Van a tener que acompañarme a las oficinas a rendir una declaración, porque este vehículo en el que viajan es robado y no veo a ningún otro civil por aquí.
Como si sus palabras fueran una señal, los agentes estatales se abalanzan sobre nosotros. En menos de un minuto tengo mis muñecas sobre la espalda aprisionadas con el metal frío de unas esposas, la cara cubierta con mi propia playera que suben por la espalda, y una venda sobre los ojos.
Un minuto más y estoy tirado de panza en la parte trasera de una camioneta que avanza entre vericuetos. Digo dentro de mí que todo esto se aclarará cuando en las oficinas de la policía estatal declaremos con detalle que la camioneta ni es de nosotros. Que pueden ubicar al chofer en la oficina donde nos contrataron.
Pero transcurre el tiempo y se mantiene el golpeteo de las piedras en el chasís. Que yo recuerde, la carretera no está tan lejos. Ya debimos entrar a Toluca. ¿Qué no?
Espero entrar al pavimento de la ciudad. Espero, espero… No, no vamos a la ciudad. Nos alejamos. Me llevan quién sabe a dónde en una travesía por veredas que se prolongan a través de brechas cada vez más empinadas. Lo sé porque mi cara no deja de rebotar contra la lámina de la caja de la patrulla que frena, derrapa, se ladea, sube y baja pendientes. Hasta que por fin se detiene.
Cuatro manos me levantan en peso para bajarme del vehículo.
Huele a hierba húmeda, a bosque cerrado. Me hincan sobre la tierra.
—Ahora sí, ¿para quién trabajas? ¿Quiénes son tus jefes? —preguntan los policías estatales.
Golpes en la cabeza antes de cada pregunta.
—No sé nada, íbamos rumbo a las obras de la carretera a trabajar. Veníamos de aventón con el conductor de la camioneta que dejaron ir —les aclaro.
—No, no, no, no. Ustedes andan extorsionando en los aserraderos de acá arriba.
—No, venimos de unas oficinas de construcción en Toluca. Podemos llevarlos para que vean que es verdad lo que decimos…
Uno de los policías me interrumpe con una patada en la mandíbula que me deja sin aliento y un sabor salado en la boca. Luego me alza del cuello y me avienta el vaho en la cara:
—Ya vienen la Federal y el ejército, a ver si con ellos finges demencia.
Se acercan más vehículos. Los neumáticos rechinan sobre las piedras sueltas. El taca-taca-taca-taca de unas hélices se escucha cada vez más cerca.
Luego, esa voz firme y agitada del militar que me toma de los hombros:
—Nos vas a acompañar, chavalón, para que nos cuentes todo lo que sabes.
Sí. En la SIEDO les contaré que me llevaron al sótano de ese cuartel militar y les mostraré mis manos y mi cuerpo molido a golpes.
La SIEDO
El aeroplano toca tierra firme en la Ciudad de México. Obedezco la orden del policía y me levanto. De repente siento un empujón y estoy en el aire. Trato por instinto de proteger mi cabeza, pero no puedo meter las manos amarradas. Inclino el cuerpo hacia un lado y caigo en una superficie dura y plana. Recibo el impacto sobre el brazo izquierdo y mi hombro se entumece. La extremidad se separa de mi tórax. Lo sé porque cae sin fuerza y jala las esposas hacia abajo.
—¿Estás bien? —pregunta el oficial con una risilla nerviosa.
—No siento el brazo.
El policía federal lo palpa.
—¡Chingada madre!, quédate quieto.
Con una mano sostiene y presiona mi hombro mientras con la otra toma mi brazo y lo empuja hacia arriba. Se escucha un clic al ensamblar el hueso en su lugar, como cuando se prende un switch o se embona una pieza de rompecabezas. Ya puedo moverlo.
—Te dislocaste el hombro —dice.
Soy un torrente de sensaciones. Un calambre caliente recorre mi brazo recién incrustado y esas como descargas eléctricas no dejan de punzar en mis manos. Hasta creo escuchar los latidos acelerados de mi corazón bombeando sangre por mi cuerpo.
El AFI me conduce por escalones, uno, dos pisos abajo. Es reconfortante el aroma dulce de las oficinas. Se abre una puerta y me envuelve el frío del aire acondicionado.
—Siéntate en el piso —ordena el agente.
Inclino las rodillas y bajo despacio porque un movimiento brusco desata dolores de quién sabe qué parte del cuerpo. Mis manos topan con una superficie metálica. Parece un escritorio. Sí, porque tiene un hueco, ese espacio donde se acomodan las piernas. Me deslizo hasta quedar en el piso. Ya abajo, me desplazo dentro del agujero del mueble para protegerme de golpes o patadas. No vaya a ser como en la zona militar.
Apenas estoy acomodándome cuando el oficial llega, me jala de las axilas y con leves empujones me conduce hasta otra oficina refrigerada. Me sienta en una silla y sale. Estoy solo. Sí, creo que aquí tengo la oportunidad de explicar lo que pasó.
La puerta se abre. Los pasos que se aproximan son de dos hombres que emanan un olor a café, nicotina y perfume mentolado.
—A ver, a ver, ¿con quién te relacionan? A ver, aquí dice… mmm… sí…
Uno, el que lleva la voz cantante, toca mi hombro lastimado y lanza la primera pregunta.
—A ver, muchacho, ¿quién es el fulano que te pagaba? Ese mentado comandante Perro.
—No conozco a ningún Perro, señor. Le voy a decir cómo sucedieron las cosas y sé que usted va a creerme…
Manotazo en la cabeza.
—¿No me entendiste bien? ¡Te hice una pregunta y las preguntas se contestan! ¿O me equivoco?
—No.
—¡¿No qué, cabrón?!
—No se equivoca.
—¿Entonces?
Chingada madre… Intento descifrar lo que acaba de pasar. ¿Acaba de golpearme? ¿Por qué no me quita las vendas? ¿Escuchará lo que tengo que decirle? No sé, pero me arriesgo y lo intento. Empiezo a hablar: la contratación en la empresa constructora, el trayecto a la obra carretera, el retén, el esculque de la camioneta con reporte de robo, el chofer cómplice que se escabulle por el paraje boscoso…
—¿No que ya venía preparado? —interrumpe y ordena a su acompañante—: A ver, enrédale la cobija a este señorito para que no se le marquen los chingadazos.
A puño cerrado, los dos hombres lanzan golpes sobre mi torso envuelto en la abultada pero blanda colcha.
Vislumbro la escena que vi cientos de veces en el gimnasio de box en la esquina de mi casa: el boxeador sudoroso que brinca y se agacha con saltitos oscilatorios, que con los puños a la altura de la cara lanza tiros cruzados, cortos, largos, pero siempre certeros al costal que pende del techo. Pero cuesta trabajo imaginar a este par de funcionarios que ríen y jadean al compás de los porrazos que me aciertan en la boca del estómago.
—¿Qué pasó… mi putito?… ¿Ya te… acordaste… de esos cabrones? —dice el jefe entre resuellos.
Estoy perdido. No puedo creerlo. Estos federales tampoco entienden razones. Callo.
—¿A poco sí muy salsita? ¿Tanto que te atreves a ignorarnos? ¡Ahorita vas a ver si no hablas, maricón!
Se alejan. Murmuran. Uno se acerca a hurtadillas atrás de mí y cubre mi cabeza con una bolsa plástica. Aprieta. Chingado. La misma técnica de los militares. Los oídos me zumban como abejas en una colmena. De nuevo los espasmos en mi cuerpo.
—¿Ya se te quitó lo mudo? ¡¿O quieres unos bolsazos más hasta que te matemos, maricón?!
No hay salida. Lo único que me queda es seguirles la corriente. Los percibo tan ansiosos que capaz y éstos sí me matan de un mal golpe.
No alcanzo a responder, porque aplastan de nuevo el hule en mi rostro. Me pierdo no sé cuánto tiempo.
Cuando reacciono estoy sin esposas, recostado en un escritorio. —Ya te alivianaste… Qué bueno… Tú dices que no sabes nada, pero tus aprehensores dicen otra versión. ¿A quién le creo? ¿Al delincuente o al policía?
—Ya les dije a los militares que les iba a firmar los papeles que me dieran y que…
—¡Aaah! ¡Pues por ahí hubieras empezado, muchacho! ¿Ya ves?, te hubieras ahorrado la chinga y nosotros la fatiga.
Luego en tono serio:
—Tú comprendes que ya no te podemos dejar ir, ¿no? Porque si lo hacemos quedaríamos como unos pendejos… y nadie quiere quedar como pendejo, ¿verdad?
—No.
—Bien, entonces deja arreglo lo tuyo.
* Para resguardar la identidad de algunos involucrados en la historia, ciertos nombres fueron modificados a lo largo del libro.