ADELANTOS EDITORIALES

El chacal • Diego Petersen Farah

Su estrepitosa caída será su última exclusiva.

#AdelantosEditoriales.
Escrito en OPINIÓN el

Un joven periodista poblano llega a la Ciudad de México para encontrar su oportunidad. Tras cubrir el fraude electoral de 1988 y ser testigo de los tejemanejes entre los medios y el gobierno, descubre que debe dejar los escrúpulos a un lado si quiere progresar en la escena del periodismo nacional. Su insaciable ambición lo lleva años después a La Televisora, el medio de comunicación más importante del país. El ascenso es meteórico: en pocos años, de reportero a anfitrión del noticiero matutino más popular de la televisión. A medida que crece su influencia dentro de la empresa y entre el televidente—a quien ha enamorado con su imagen de reportero audaz y desenmascarador de corruptos—, y mientras también lidia con los excesos, se enfrentará a la gente más poderosa de la política y los medios. Pero la disputa por ser el titular del noticiero estelar de la noche lo enemistará con quien fue su maestro y protector…

Enmarcada por los escándalos políticos más polémicos de los últimos años, El Chacal recrea el lodazal de la escena política y periodística, de donde pocos salen inmaculados.

Fragmento del libro El chacal” de Diego Petersen, editado por Planeta, 2022. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Diego Petersen Farah es escritor y periodista. Fue subdirector de Siglo 21, director de Público y fundador de Milenio. Actualmente es columnista y asesor de El Informador de Guadalajara, y colaborador en diversos medios.

El chacal | Diego Petersen Farah

#AdelantosEditoriales

 

Me despertó el olor a mierda. Fue más el olor que el dolor, el dolor de cabeza. No es la primera vez que regreso del sueño en medio de humores, pero esta vez, créame, fue distinto. No me ponga esa cara, no pretendo hacer aquí un inventario de aromas y perfumes de materia fecal, que los hay varios y muy variados, lo que quiero es simplemente recalcar que el olor esa madrugada fue diferente a otros con los que he amanecido y vivido. Nada que ver con aquel hedor asqueroso de la rumana en la suite de un hotel de Cancún, cuando nos pusimos locos con coca y güisqui y que por poco se va aquella noche. Se lo digo: si no hubiera sido porque me despertó el olor a mierda, se muere ahí mismo, ya casi no tenía pulso, menos aún fuerza para guardar las heces en su lugar. Disculpe si le parezco demasiado escatológico, le prometo que no es de eso de lo que quiero hablar, pero para entender lo que voy a narrarle es importante diferenciar entre ese hedor vulgar del excremento y el de esa mañana: el tufo putrefacto del pantano.

Todo comenzó un jueves. En realidad, todo sucedió antes y terminó aquel jueves, mi último día en La Televisora; después de casi tres décadas dedicadas a la empresa, simplemente me dijeron adiós. No me martirizo, supe a lo que jugaba y con quién, en eso nunca me confundí, siempre tuve claro cuál era mi papel en la trama. Tampoco me la creí. No es que no disfrutara, pero nunca fui como el pendejo de Jonás que se sintió uno de ellos, que creyó que la pelota era suya, el poder también, y se emperró en reclamarlo hasta que lo aplastaron como a una cucaracha. No me adelanto ni me justifico. Ni siquiera quiero decir que soy mejor que él.Yo soy pendejo a mi manera. Me lo comunicó Gatuzo, el de Recursos Humanos, en ese tono neutral sin inflexiones que acostumbran los de su clase, el mismo con el que piden un café o avisan que ya llegó el Uber que viene a recogerte. Él solo me comunicó que había llegado la hora de irme a la chingada. Para mi sorpresa, lo confieso, la chingada no está tan lejos como dicen, al contrario, le puedo asegurar que está a la vuelta de la esquina, se llega tan rápido que no da tiempo de hacer una llamada, tomarte la botellita de agua o pedir que le cambien de estación al radio. Cuando menos lo esperas, estás ahí.

Entre la gloria y el abismo hay solo unos cuantos centímetros, y en este oficio dar ese paso es apenas cuestión de tiempo. No es que uno no vea, no sienta, no intuya o no anticipe lo que hay después de ese pequeño movimiento, ni que no te percates de que manos «amigas» te empujan, te acompañan cariñosamente a la orilla del barranco, lo que sucede es que el ego te nubla. El ego es un ojo que mira hacia dentro y no te deja ver el mundo, por eso uno siempre es el último en enterarse de todo. ¿No me digas que no lo veías venir? ¿Cómo no lo previste, tú, que presumías de ser el periodista más intuitivo? Todos sabíamos, pensamos que tú también… por eso no te dije nada. Un paso al frente y vámonos, comienza la caída.

Para caer primero hay que subir, y la mía, modestia aparte, fue una carrera ascendente y rápida. Fui la envidia de muchos, lo sentía —en realidad lo gozaba— y ahora lo compruebo, pues son ellos mismos quienes celebran mi desgracia. Un reportero de un diario de provincia, como dicen los de la capital, convertido en unos cuantos años en uno de los periodistas más importantes del país. Se dice fácil, parece fácil; no lo fue. Nadie nos entrena para comer mierda, eso se aprende solo en la mesa del poder, ¡y no hacer gestos! Eso es lo más difícil. Debería existir una especie de recetario de cómo prepararla: sazonada con invitación a comer por parte del funcionario de moda; aderezada con aumento de sueldo; con chayote, para veganos; cruda, para naturistas. Pero no lo hay.

Vengo, por parte de padre, de una familia ilustrada de la ciudad de Puebla: todos conocidos y algunos reconocidos. El que más, mi tío Luis, un primo de mi madre con el que ni siquiera comparto el segundo apellido, el primer periodista poblano que dio el brinco hacia la capital. Comenzó a publicar a escala nacional, es decir, en periódicos de la Ciudad de México, en los tiempos en que los chilangos preferían su identidad burocrática por sobre la histórica y llamaban a la ciudad con el horrible nombre de Distrito Federal, y ellos mismos se autodenominaban defeños. Gracias a la bien ganada fama del tío y a su generosa recomendación entré sin problemas al diario Noticias del Sur a los 20 años, cuando era un estudiante de la carrera de Comunicación en la Universidad Autónoma de Puebla, antes de que fuera Benemérita. Lo digo porque en aquellos entonces la uap era cualquier cosa menos Benemérita: el ausentismo de los maestros era la normalidad y las instalaciones se parecían más a las de una correccional que lo que uno se imagina cuando escucha la palabra universidad. Sin embargo, he de decir, tenía una gran virtud: era tan laxa que permitía trabajar y estudiar, cualquier cosa que esto signifique, al mismo tiempo. Comenzaba el cuarto semestre cuando llegué por primera vez a la redacción del Sur, como le decíamos todos a este diario, el más tradicional y conservador de la ciudad más tradicional y conservadora del país. Parece fácil, pero no es un récord sencillo de obtener, pues había en Torreón, Monterrey, Mérida y León periódicos que en aquellos días competían por la tan poco apreciada distinción. Les ganábamos porque Puebla es más mocha que cualquier otra, y en eso mi familia también tiene su aporte. Digamos que en mi casa se juntaron el hambre y las ganas de comer: mi abuelo, miembro de la Acción Católica, y mi padre empresario, un derechista recalcitrante de doble moral y en su juventud redactor en revistas ultraconservadoras; un hermano de mi madre, persona detestable, destacado miembro del muro, el famoso Movimiento Universitario de Renovadora Orientación —hasta el nombre era cursi— en los años sesenta y setenta, y, para rematar, un tío abuelo obispo en Zamora. Como ya dije, quien realmente destacaba por sus ideas, conservadoras, pero ideas al fin, y su buena pluma, era el lejano tío Luis. Yo nunca me consideré de derecha, es más, quizá por reacción o simple rebeldía, siempre me molestó el talante conservador de mi familia. Tampoco es que sea de izquierda. Centrista, villamelón, culero, indefinido, acomodaticio… cualquiera de esos adjetivos me define mejor.

Para el Mundial de México 86 ya me sentía todo un periodista. Mis crónicas de lo que pasaba en las calles, en la explanada del estadio o en los bares se volvieron famosas, al menos entre mis amistades y mis colegas, que entonces eran mis únicos lectores. Mientras mis compañeros en la redacción se deschongaban por las acreditaciones para entrar al estadio Cuauhtémoc —particular bronca se armó para decidir quién cubría el partido Italia-Argentina—, yo me iba a las calles a imitar a Monsiváis. He de decir que en lo único que se parecían mis crónicas a las suyas era en lo barroco, con la diferencia de que las mías no se entendían ni a la tercera lectura. Pero a mi director le encantaba mi «estilo», y eso era lo importante; él sentía que tenía a un cronista de verdad, pagándole como reportero de mentiras, y yo me sentía escritor, un escalón arriba del resto del peladaje en la redacción. Nunca fui mejor reportero que el resto, lo que tenía era una autoestima descomunal, y eso en este oficio vale oro.

Mi momento de despegue fue la elección de 1988. Fui el único periodista de Puebla que entrevistó a los cuatro candidatos, incluida doña Rosario, la abanderada de la izquierda revolucionaria. Esta última conversación provocó que mi padre me dejara de hablar un mes, lo cual agradecí enormemente: sin saberlo, la doña me evitó treinta sermones, uno cada mañana, de por qué debía yo, desde el periodismo, apoyar al candidato panista o en su defecto al del pri, pero jamás a la izquierda.

El 6 de julio de ese año perdí la inocencia. No hablo de la pérdida de mi virginidad, eso fue antes, en la prepa, con una compañera de grandes pechos y familia tan conservadora como la mía. Cedió rápido y se dio rápido, pero el más rápido de los dos fui yo. A la postre terminó metiéndose de monja y durante algunos años tuve remordimiento de conciencia, pues pensaba que había sido tan malo el sexo conmigo que prefirió el celibato. Luego me enteré de que la casta hermana en Cristo era amante de un canónigo y se me quitó la culpa, aunque a decir verdad sentía algo de celos por lo que aquel sacerdote debía esconder debajo de la solemne sotana. Cuando hablo de la pérdida de la inocencia me refiero a mi primer choque con la realidad periodística de este país.

El director me había escogido para cubrir la elección en la Ciudad de México desde la Comisión Nacional Electoral. Yo era, a mis 22 años, el reportero más joven aquella jornada en Bucareli, y por supuesto el más verde, el más ignorante, el más ingenuo, pero, como ya he dicho, lo que me sobraba era seguridad en mí mismo. La jornada fue aburridísima. El jaleo de verdad comenzó como a las nueve de la noche, cuando el moderno sistema de cómputo instalado en los sótanos del Palacio de Cobián para escrutar las actas a mayor velocidad y dar certidumbre al proceso democrático, como repetía pomposamente el secretario de Gobernación, comenzó a arrojar los primeros resultados: Salinas iba perdiendo. El murmullo en los hasta ese momento silentes y solemnes pasillos comenzó a subir de tono, como si de repente el edificio hubiese sido tomado por un enjambre de abejas. Aturdido, emocionado, decidí hacer lo que todo novato con un dedo de frente haría en esos momentos: me pegué como lapa al reportero de Proceso, el más experimentado y, me parecía, el más libre de la tribu. Aquella noche aprendí también eso que llaman chacalear: me paré a su lado en cuanta entrevista realizó y grabé todo lo que le contestaron, pero, como estaba en mi casete, la información me pertenecía. Hacia las 10:30 un reportero viejo y güevón, apoltronado en el sillón del que no se había movido en todo el día, soltó la bomba: Se chingaron al PRI. Sentí un golpe de adrenalina en las venas, una sensación de placer difícil de comparar y que, luego me daría cuenta, era tan adictiva como la cocaína. Esa frase, dicha por aquella boca experimentada y maloliente, no se ponía en duda: Marcelino era el decano de la fuente. Todos los reporteros comenzamos a trabajar en esa línea, a mandar adelantos a las redacciones, a hablar con los jefes de información. Corrí al sistema de cómputo oficial que se había instalado en la sala de prensa, en busca de información, pero no había nada: cincuenta y tantas actas desperdigadas de diferentes estados, casi todas de las casillas que llamábamos zapato, o sea, con cien por ciento de los votos para el pri y cero para la oposición. Me levanté confundido, no podría escribir una nota sobre la derrota histórica del pri si los resultados decían lo contrario. Fui a donde Marcelino, el reportero viejo y güevón, quien, acompañado por su bastón y su sombrero, esperaba paciente el desenlace.

¿Cómo sabe que perdió el PRI?, pregunté.

Me miró con desprecio, y preguntó mi nombre y el medio del que venía. Escuchar «Puebla» le ablandó el gesto.

Mi madre es de allá, dijo. Tras un rato de silencio, sin mirarme, apoyando las manos en un viejo bordón, escupió: Es el jetómetro, mi reportero de provincia.

No entendí nada salvo, claro, el muy despectivo epíteto «reportero de provincia», que se me quedaría como mote por años en la fuente política. Preferí callar, mirarlo fijamente, forzando a que continuara con la respuesta.

En las elecciones vale madre lo que digan los representantes de los partidos, todos van a decir que ganaron, que sus resultados les favorecen, que van arriba en el conteo. Lo que importa es lo que dicen con el gesto, ¿se fijó en el ceño fruncido del licenciado Bartlett? Igualito debe traer el fundillo. Si duda de lo que le digo, pruebe la técnica: vaya a la sede del PRI y luego me platica las caras que vio. A mí me da mucha flojera moverme, esperaré aquí a que me traigan el boletín.

No había pasado media hora cuando la información comenzó a fluir: la ventaja de Cárdenas, el candidato de la oposición, crecía por minutos. El sonido en la sala de prensa ya no era el murmullo de un enjambre de abejas sino el de una manada de desconcertados borregos que habían perdido a su madre. El secretario de Gobernación estaba desencajado. Informó que el sistema tenía problemas y se había cortado el flujo de información, por lo que decretó un receso indefinido. En la sede del PRI, el jetómetro no dejaba lugar a dudas: se avecinaba una tragedia. Los candidatos de oposición protestaban juntos por primera vez, los rumores de que había habido golpes en el centro de cómputo agregaban el toque de color, el rojo sangre que le faltaba a la nota. Cerca de la una de la mañana mandé mi crónica, con mi firma hasta arriba. Confirmé que el director la hubiera recibido y me fui al hotel. Aquella era en definitiva mi graduación como periodista. Y así fue.

No dormí. La adrenalina seguía a tope y las imágenes de la jornada pasaban por mi cabeza una y otra vez como un rollo de pianola que se toca solo, repetía párrafos enteros de mi escrito y pensaba en lo que pude haber mejorado. Desperté tarde, pasadas las nueve, y lo primero que hice fue marcar a casa: quería percibir el orgullo de mi padre, aunque fuera por teléfono; recibir su felicitación de viva voz por una primera plana histórica. No pasó. Me contestó seco, con preguntas idiotas como ¿cuándo regresas? y si el periódico me estaba pagando todos los viáticos. No hizo mención alguna a mi crónica. Sentí que el suelo desaparecía de repente: si eso no le daba orgullo, no podría llenar sus expectativas jamás. Salí caminando rumbo al Café Tacuba; necesitaba desayunar bien para alivianar la tristeza. Crucé la Alameda, fui por 5 de Mayo y doblé en Filomeno Mata en busca de la Torre de Papel, una librería cuya especialidad era vender todos los periódicos de provincia en la capital. Pregunté por el Sur. Estaba recién llegado, ni siquiera habían abierto el paquete. La señorita desamarró parsimoniosamente el embalaje de mecate, quitó el cartón que protegía los ejemplares de las manos grasientas de los voceadores y cargadores, sacó un ejemplar y leí el encabezado: «Triunfo claro, contundente e inobjetable del pri». Autor: Especial. Sentí la rabia subir por mi cuerpo como una marabunta de hormigas. Aventé las monedas sobre el mostrador, le arranqué el ejemplar de las manos a la torpe dependienta y regresé al hotel. Claro que me olvidé de desayunar, no tenía hambre, tenía el estómago hecho nudo, me dolía la cabeza y me pesaban las piernas. Fui a mi cuarto, aventé el diario sobre la cama y marqué al teléfono directo del director; me contestó Marisol, la asistente nalgona.

El señor director no está, me dijo, ayer terminaron tarde y no sé a qué hora vaya a llegar.

Yo también terminé tarde, grité, dígale que me marque al hotel en cuanto llegue.

El resultado de mis gritos fue, por supuesto, contraproducente: nadie le da órdenes a la secretaria del director. Esperé horas sentado en la cama del hotel, leyendo y releyendo el ejemplar del Sur, donde había todo tipo de noticias menos mi crónica. Cerca de las dos de la tarde, muerto de hambre y humillado, volví a marcar. Marisol, en tono seco, me dijo: Déjeme ver si lo puede atender. Y, claro, me dejó cinco minutos colgado en la línea. Conocía sus mañas, lo hacía con todo el que le caía mal; en la práctica, ella decidía quién hablaba con el director y quién no, y yo acababa de pasar al lado del no. Estaba a punto de colgar cuando oí la voz melosa y cursi de la foca bigotona de uñas pintadas: El director está ocupado en una llamada, ¿gusta esperar? Así me tuvo un cuarto de hora más. Cada tres o cuatro minutos levantaba el auricular para decirme: Un momento más, no cuelgue, y yo imaginaba sus nalgotas enfundadas en un pantalón de costuras sonrientes a punto de romperse, su cara redonda pintada de rosa y grandes sombras moradas en sus párpados de vaca, sonriendo triunfal. El señor director atenderá su llamada, dijo al fin. Reconocí el tono falso de su voz, el mismo que usaba cuando quería congraciarse con los políticos para que compraran publicidad o le hicieran un favor fuera de la ley.

Reportero, felicidades, gran crónica la de ayer. ¿Cuál?, pregunté ofendido. No vi nada publicado hoy. Ya ves cómo es el negocio, cayó un anuncio y pues ni modo. Pero no te preocupes, tómate el día de hoy de descanso y veremos si se puede rescatar algo de tu nota para publicar mañana.

Me cagaba que le dijera nota a mi crónica; era, él lo sabía, una forma de demeritar el trabajo.

No publiques nada, solté conteniendo la rabia. ¿Cómo?, contestó seco. ¿Desde cuándo los reporteros dan órdenes a los directores? Se hizo un silencio, solo se escuchaban los ruidos de dos profundas y enojadas respiraciones. Mira, reportero, continuó, hoy te tocó tragar mierda, y de seguro andas todavía haciendo cara de asco; son tonterías normales de la edad, pero créeme que la mierda tiene un retrogusto a dinero, un sabor que recuerda cuando de niños chupábamos los veintes de cobre. Aquí el problema es que eres muy joven, naciste en cuna dorada y no tienes ni idea de a qué sabe una moneda de veinte centavos, ya lo verás, te acabará gustando el saborcito. Por cierto, te toca diez por ciento de la nota de portada de hoy, y mira que la vendí carísima.

No quiero un peso, me salió del alma. Tenía la boca seca y un sabor agrio en la lengua.

No te estoy preguntando. Te quiero de regreso mañana, tienes guardia nocturna toda la semana. Colgó. Hubiera querido renunciar ahí mismo, pero no me dio tiempo.Viejo mañoso.

No sé por qué regresé al periódico. Bueno, en realidad sí sé, aunque me cueste trabajo aceptarlo: quería ver el tamaño del cheque. Eran tres meses de sueldo de la pura comisión de aquella publicidad facturada como «gacetilla, incalificada, posición especial, gobierno». Cada término duplicaba el valor del espacio. Tomé el cheque que el director me dejó en un sobre cerrado con la foca bigotona y me reporté con el jefe de cierre, encargado de los reporteros de guardia. Fue una semana larga cubriendo accidentes a media noche, asesinatos en la madrugada, una mujer apuñalada en su propia casa y un incendio por descuido que cobró la vida de dos menores. Al final de la semana me llegó otro extra, no del director, sino del jefe del Departamento de Policía, que semana a semana enviaba al periódico tres sobrecitos amarillos: uno para el director, otro para el jefe de cierre y uno más para el reportero de guardia.

El sabor a moneda manoseada comenzaba a gustarme. Aquella semana aprendí que podía hacer periodismo y dinero al mismo tiempo. Sobre todo que el gusto a veinte de cobre era para jodidos como el director del Sur; yo quería saborear dólares, y eso solo era posible en la capital.

Llegué a El Periódico un lunes de noviembre. Nadie sabe lo que significa ser de provincia hasta que llegas a la gran ciudad. El aire de superioridad de los capitalinos se respira en cada palabra, en cada gesto, y entonces te das cuenta de que todos son de provincia, que sus padres vienen de Michoacán, de Guerrero o de Veracruz, que todos tienen un abuelo en Jalisco y un tío en Chiapas.