ADELANTOS EDITORIALES

Isabel II • Robert Hardman

Vida de una reina, 1926-2022

Escrito en OPINIÓN el

Isabel II no nació para ser reina. Sin embargo, desde su llegada al trono en 1952 se convirtió en una de las principales figuras de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Su ingenio y determinación le han permitido dirigir a su familia y a su pueblo durante más de setenta años de cambios sociales sin precedentes. Vivió una Guerra Mundial, se enfrentó a crisis constitucionales y amenazas de muerte, salvó a la Commonwealth, fue testigo de las idas y venidas de sucesivos primeros ministros, conquistó a los líderes mundiales, fue criticada y alabada por los medios de comunicación y condujo a su familia a través de una serie de escándalos públicos que amenazaron la pervivencia de la Monarquía.

Con un acceso sin precedentes a la Familia Real, a su personal, a sus amigos y a los Archivos Reales, este libro ofrece una mirada novedosa y rigurosa a nuestra historia contemporánea a través de una de las figuras públicas que mejor la han definido. Robert Hardman, uno de los principales expertos en la Familia Real, ofrece el libro más completo y original sobre la inigualable Isabel II, tanto en calidad de monarca moderna como de mujer de Estado de talla internacional.

Se trata de una obra fascinante sobre la supervivencia y la renovación del sistema dinástico, que abarca la abdicación, la guerra, el romance, el desafío y la tragedia. Un retrato único de una líder que sigue siendo tan intrigante hoy como el día en que ascendió al trono a los veinticinco años de edad.

Fragmento del libro Isabel II de Robert Hardman. Editado por Planeta, © 2022, Limited. © 2022 Traducción del prefacio, de la introducción, de los capítulos 1 al 13 y de epílogo: Carmen Belagueró Aguilà. Traducción de los capítulos 14 al 27 y de los agradecimientos: Àlex Guàrdia Berdiell. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Robert Hardman es un reconocido autor, analista y director de cine sobre la realeza que ha cubierto la monarquía británica durante tres décadas.

Isabel II • Robert Hardman

#AdelantosEditoriales

 

I  PRINCESA

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1926-1936

«Persiguiendo la felicidad»

El 26 de enero de 1926, cuarenta científicos y un grupo de periodistas se apelotonaron en un ático convertido en taller de la Frith Street en el West End de Londres para ver a un chaval de oficina llamado William Taynton haciendo muecas en una pantalla. The Times opinó que la imagen era «demasiado clara y a menudo borrosa». Sin embargo, era un momento clave del siglo XX. El informe afirmaba: «Se puede retransmitir y reproducir al instante y al detalle el movimiento». Esta pequeña audiencia acababa de presenciar el nacimiento de la televisión o, como su presentador, el ingeniero eléctrico escocés John Logie Baird, lo llamaba, «el televisor». Tres meses después, a menos de un kilómetro y medio de distancia, ocurrió un momento histórico similar; uno que, igual que el anterior, resuena hasta nuestros días. Una princesa nacía en las primeras horas del miércoles 21 de abril. Hoy parece una coincidencia que la primera monarca de la era de la televisión llegara al mundo al mismo tiempo que el medio a través del cual la gente ha podido conocerla. Quizá también ilustra la manera en la que se expande a través de las épocas. La nación de aquel entonces seguía conmocionada por las pérdidas de la Primera Guerra Mundial. La mitad de la población había nacido bajo el mandato de la reina Victoria (cuyo hijo, el duque de Connaught, sería uno de sus padrinos). En Blackpool todavía había algún viejo soldado capaz de describir la carga de la Brigada Ligera porque había formado parte de ella.* En Alabama, al último superviviente conocido del último barco de esclavos que viajó de África a los Estados Unidos, Cudjoe Lewis, le iban a publicar su historia en el Journal of American Folklore. Así estaba el mundo el día que la princesa Isabel Alejandra María de York llegó al mundo en la casa de Londres de su abuelo materno, en el número 17 de Bruton Street.

Su madre, la duquesa de York, siempre había querido una niña. Al duque le bastaba con ser padre. «Ni te imaginas lo tremendamente felices que nos hace a Isabel y a mí tener a nuestra pequeña», le escribió a su madre, la reina María.

Pasó a ocupar automáticamente la tercera posición en la línea de sucesión, pero pocos imaginaban que llegaría a ascender al trono. El heredero del rey Jorge V, el príncipe de Gales, conocido como David, era el predilecto. Se daba por hecho que algún día tendría su propia familia, pero quienes conocían al verdadero David sabían bien de su turbia vida privada, de su obsesión con las mujeres casadas y de la posibilidad real de que nunca tuviera progenie. Aun así, esperaban que el siguiente de los tres hermanos, Bertie, duque de York, tuviera más descendencia y un hijo que adelantaría por la derecha a su hermana en la línea de sucesión.

Quienes conocían su historia, sin embargo, recordarían que el rey Jorge III había engendrado quince hijos, pero fue la única hija de uno de sus hijos menores quien había acudido al rescate del trono. «Presiento que esta criatura será la reina de Inglaterra», auguró el periodista Chips Channon al escuchar los tradicionales disparos en honor a la pequeña de York, «y quizá la última soberana».

Un pensamiento similar asaltaría a Jorge V poco después. Por ahora, no obstante, el rey y la familia real disfrutarían de la distracción de la princesita durante una grave crisis nacional. El carbón no solo era crucial para las exportaciones industriales a nivel nacional, sino que también era la industria que más puestos de trabajo generaba en Gran Bretaña. Teniendo que hacer frente a la caída de la producción y a los competitivos precios del extranjero, los dueños de las minas proponían recortar salarios y aumentar las horas de trabajo, una conclusión a la que también había llegado la comisión real que se ocupaba del tema. El Congreso de Sindicatos Obreros decidió que ya iba siendo hora de retar a todo el sistema mostrando su apoyo a los mineros. Convocó una huelga general para detener toda la exportación industrial y logística a un minuto de la medianoche del 3 de mayo de 1926.

Desde una óptica actual, podría parecer exagerado el pánico que cundió entre la clase británica media y alta en aquel momento. Pero habían pasado menos de diez años desde la Revolución bolchevique y la ejecución de la familia real rusa. La Unión Soviética no tenía ni cuatro años. ¿Podría ocurrir lo mismo en Gran Bretaña? El político conservador Duff Cooper narró en su diario que su esposa le había preguntado cuándo estaría bien visto que huyeran del país. «Le he dicho que cuando empiecen las masacres», escribió. Cuando los periódicos como el Daily Mail alertaron de la inminente revolución, las imprentas pausaron las prensas. Tal era el patente fervor revolucionario entre algunos sindicalistas que la cúpula del Partido Laborista se negó a secundar la huelga. El rey sabía de sobras que cualquier atisbo de enfrentamiento desataría un tremendo malestar. «Prueba a vivir con sus salarios antes de juzgar», fue su respuesta al conde de Durham, propietario minero, antes de la huelga. Ahora, instaba al primer ministro conservador, Stanley Baldwin, a no recurrir a medidas agresivas contra los sindicalistas ni los fondos. Mantuvieron la mente fría y, en poco más de una semana, los sindicatos cancelaron la huelga dejando a los mineros en apuros, solos en una lucha que, en vano, duraría meses. El rey escribió en su diario: «En los últimos nueve días ha habido una huelga en la que cuatro millones de personas se han visto afectadas. No ha habido uso de armas y tampoco víctimas mortales, lo cual demuestra cuán gentiles somos».

El resentimiento residual hacia la izquierda política de la comunidad minera perduraría, de hecho, durante generaciones en toda Gran Bretaña, tal como descubriría aquel bebé de la realeza. Sin embargo, la calma después de la tormenta reinó junto a la felicidad en su bautizo, en el Palacio de Buckingham, el 29 de mayo. Allí, con el rey y la reina entre los invitados a ser padrinos, Isabel sollozaba —se la tuvo que calmar con agua de eneldo—. Como explica una de sus biógrafas, Sarah Bradford: «Fue el último escándalo que provocó en público». Su padre también tendría el suyo, días después, con su aparición en el campeonato de tenis de Wimbledon, como primer y último miembro de la familia real en participar. El duque de York y su caballerizo, el comandante de aviación Louis Greig, habían ganado los dobles del campeonato de la Real Fuerza Aérea y los espectadores tenían altas expectativas con su aparición en la cancha número 2 de Wimbledon. Sin embargo, el partido fue horriblemente mal y perdieron todos los sets contra dos contrincantes cuyas edades sumaban ciento diez años. A partir de entonces, el duque se centraría solamente en sus obligaciones monárquicas.

Su hija tenía tres meses cuando se anunció que los York se embarcarían en una gran gira por Nueva Zelanda y Australia. Los nuevos edificios del Parlamento situado en la capital australiana, Canberra, requerían de inauguración real y el príncipe de Gales acababa de regresar de dar la vuelta al mundo. Iba a ser una prueba importante para los duques de York. Desde la infancia, el duque tenía problemas de tartamudeo al hablar, lo cual convertía sus discursos públicos en una tortura que no le dejaba dormir y le afectaba anímicamente a medida que se acercaba el día. Pero el deber real le llamaba y, de todos los hijos de Jorge V, el duque de York era el más empecinado en su trabajo. En octubre de 1926 se reunió por primera vez con Lionel Logue, el logopeda australiano cuya relación con su paciente real serviría de inspiración para la película El discurso del rey en 2010. Pronto llegaron los resultados. De repente, el duque ya no detestaba su viaje a Australia; es más, ansiaba ir. La duquesa, por otro lado, tenía cada vez más miedos por dejar a su hija y se le hizo agónica la despedida. «La pequeña estaba tan adorable jugando con los botones del uniforme de Bertie que me dejó muy afectada», le escribió a la reina María poco después de zarpar, en enero de 1927. Fue la lección más dura que recibió sobre la otra cara de ser de la realeza.

Pero la ausencia de los York tuvo algo bueno y es que dejaron a Isabel a cargo de sus abuelos paternos, que la adoraban. La seriedad de la reina María, quien rara vez mostraba sus sentimientos, se vio ablandada por «esa pequeña de carita adorable y preciosa cabellera clara». El rey emperador y su parquedad también quedaron cautivados. Son muchos los historiadores que han hablado de la tensión en la relación con sus hijos. Habían sido criados en la casa de campo de York, una modesta casa sin mucho encanto en el pueblo de Sandringham. Durante los primeros años se encargó de ellos una cuidadora sádica que pellizcaba a David para hacerlo llorar ante sus padres mientras «ignoraba a Bertie hasta un punto que se podría considerar rechazo». Esto reforzaría el vínculo entre los dos hermanos mayores y su hermana, la princesa María. Con el tiempo, a medida que llegaron hermanos menores, el clima se fue relajando, pero los hermanos ya habían desarrollado un miedo hacia su padre que duraría de por vida. La princesa Isabel, sin embargo, no tenía maldad. «¡Aquí está la bambina!», exclamaba la reina María cada vez que aparecía por la puerta, mientras que el rey informaba a sus padres con orgullo de cada uno de los dientes de leche que le salían.

Poco después del regreso de los York de su viaje (durante el cual recibieron tres toneladas de juguetes para el bebé), Isabel seguiría disfrutando de esta estrecha relación con su abuelo. Cuando el rey fue enviado a Bognor para recuperarse de una operación de pecho a vida o muerte en 1928, la nieta del convaleciente fue enviada a asistirle. Disfrutaba enormemente de verla construir castillos de arena. A ella le encantaba su loro, Charlotte, y su terrier escocés, Snip. «Su extensa corte no tiene un sirviente más devoto que el rey», escribía la periodista Cynthia Asquith en la biografía autorizada de la duquesa. El rey, también según la periodista, fue avistado una vez a gatas intentando esconderse debajo del sofá. «Estamos buscando el broche de pelo de Lilibet», explicó. En su cuarto cumpleaños, el rey compartió con ella una de sus mayores pasiones al obsequiarle con un poni de las Shetland, su primer poni, al que llamó Peggy. A pesar de que el duque y la duquesa se resistían a que fuera una niña mimada, a todos les gustaba complacerla. Un día, en el Windsor, un ex oficial de la Guardia marchó hasta su cochecito y le preguntó: «¿Nos da permiso Su Majestad para retirarnos?». «Sí, por favor», respondió ella, y añadió: «¿Qué acaba de decir Lilibet?». A ella le encantó.

Hay quien le atribuye este mote de toda la vida a Jorge V mientras que otros aseguran que es una variación propia de cómo se hacía llamar, Tillabet. Sea como fuere, se acabó quedando Lilibet. Al parecer, ella también tenía un apodo para el rey: «abuelo Inglaterra». Según el biógrafo de Jorge V, Kenneth Rose, seguía habiendo cierta formalidad en la relación. Al darle las buenas noches, Isabel se giraba hacia la puerta y, con una reverencia, decía: «Vaticino una buena noche para Su Majestad». Aunque fue Marion Crawford quien habló de la historia del abuelo Inglaterra, la princesa Margarita lo negaría más tarde. «Le teníamos demasiado miedo como para llamarle de otra forma que no fuese “abuelo”», le dijo a Elizabeth Longford.

La llegada de Margarita el 21 de agosto de 1930 pondría fin a una atención que Isabel no deseaba compartir con nadie. La duquesa de York quería dar a luz en el Castillo de Glamis, la casa de su padre, el conde de Strathmore, en Escocia, y también de la familia Bowes-Lyon desde el siglo XIV. Disfrutó de una feliz infancia en esta conocida fortaleza de cuento en la fértil y frondosa llanura de Strathmore, al norte de Dundee.

Esta antigua y obsoleta tradición de verificar de manera oficial el nacimiento real seguía conservándose, lo que supuso que el ministro del Interior, John Clynes, un antiguo líder del Partido Laborista, debía estar avisado y a la espera, si no en la misma sala. La suya fue la única llegada prematura, puesto que apareció más de quince días antes que el bebé. El que fuera obrero de una fábrica de tejidos tuvo que pasar dos incómodas semanas en el castillo vecino de Cortachy como huésped de la condesa de Airlie, esperando la llamada. Tiempo después describió el sitio como un lugar prácticamente feudal de trabajadores de Estado con falda escocesa rodeando las cañadas como soldados con antorchas quemando, encendiendo faroles bajo una tormenta que se empezaba a formar para pregonar el nacimiento sin complicaciones de la pequeña. Los York querían llamarla Ana Margarita, pero el rey les hizo saber que «Ana» no era de su agrado y el asunto quedó zanjado. Se llamaría Margarita Rosa.

Por primera vez en más de tres siglos, un sucesor directo de la Corona había nacido al norte de la frontera, algo que gustó mucho en Escocia. Sin embargo, era un secreto a voces que los York y el resto de la familia esperaban que fuera un niño. La gente empezaba a sospechar en silencio que, con una separación de cuatro años entre ambas princesas, puede que el hijo y heredero de los York nunca llegara. La aparición de la pequeña Victoria tampoco fue tan fantasiosa como podría haber sido. Como confesó el duque de York sobre su hija mayor a su amigo el escritor Osbert Sitwell, «era imposible no preguntarse si la historia se repetía». Al año siguiente, la niña tuvo su primer trozo de planeta con su nombre: una parte de la Antártida se bautizó como Tierra de la Princesa Isabel (más tarde esas tierras se ampliarían unos 478.000 kilómetros cuadrados más en honor a su Jubileo de Diamante). Un año después, aparecía por primera vez en un sello, en concreto en el sello de Terranova de seis céntimos, con un vestido con volantes y un juguete en la mano.

Sumado a este cambio gradual de miras estaba el hecho de que el príncipe de Gales parecía estar lejos de encontrar esposa. Más bien se estaba acostumbrando a una vida de vividor libertino que llevaba por el camino de la amargura a la Casa Real.

Durante su viaje por África en 1928, cuando recibió la noticia de que el rey había caído gravemente enfermo y que debía volver inmediatamente, pareció no importarle. «No me creo ni una palabra», le dijo a su asistente privado y secretario, Alan Tommy Lascelles, que estaba destrozado, y así lo hizo saber. Lascelles escribió: «Me miró, salió sin decir una palabra y no paró el resto de la tarde hasta que consiguió conquistar a la señora Barnes, la esposa de un comisario local. Él mismo me lo dijo por la mañana». A su regreso a Londres, Lascelles tuvo una larga charla con su superior por su comportamiento. Terminó advirtiéndole que «perdería el trono de Inglaterra» y dimitió. El príncipe respondió: «Creo que lo que pasa es que no soy el indicado para ser príncipe de Gales». A pesar de su gran popularidad entre el pueblo, era una persona con inseguridades. En 1931, en una fiesta en Leicestershire, el príncipe conoció por primera vez a una pareja de los Estados Unidos, Wallis Warfield Simpson y su marido, Ernest.** No fue un gran éxito, como bien recordaría después. A ella no le hizo ninguna gracia una broma sobre la calefacción central que usaban allí y así se lo hizo saber; pero esta frialdad no duraría eternamente.

La vida en casa de los York era agradable y estable. La princesa Isabel había recibido con los brazos abiertos a su rival, según explica Anne Ring en su cuento infantil de 1930 aprobado por Palacio, La historia de la princesa Isabel. «Tengo cuatro años y tengo una hermanita, Margarita Rosa, y la voy a llamar Pimpollo», le dijo la princesa a una visita. «¿Por qué “Pimpollo”?» Ella respondió seria: «Bueno, es que todavía no es una rosa de verdad, ¿a que no? Es un pimpollo».

Al regresar de Australia, el duque y la duquesa se habían mudado al número 145 de Piccadilly, cerca del Hyde Park, con la pequeña Isabel. Su cuidado estaba ahora en manos del indiscutido feudo de Clara Knight. Nacida en Hertfordshire, cerca de la casa de campo inglesa de los Bowes-Lyon, había cuidado de la duquesa y de su hermana menor de pequeña, había terminado trabajando para una de las hijas mayores de la duquesa y había vuelto ahora a su cargo anterior. Era una niñera británica de pies a cabeza, vinculada a la misma familia durante toda la vida, conformada, siempre hecha un pincel y hacendosa y a la que se había ascendido a «señora» a pesar de no haberse casado. Para los niños a su cargo siempre fue Alah (o Ahla o Allah), la forma en que los críos pronunciaban Clara. «Era mucho más regia que sus jóvenes superiores», recordaba más tarde la institutriz real, Marion Crawford. Al principio, a Alah la ayudaba una sirviente llamada Margaret MacDonald a la que la princesa llamaba «Bobo». Era igual de seria, pelirroja e hija de un ferrocarrilero escocés.

Con la llegada de la princesa Margarita, Alah se ocupó de la pequeña y Bobo se centró más en Isabel. Formaron un vínculo inquebrantable que duró casi setenta años hasta que Bobo falleció en 1993. En esos primeros años, la hermana de Bobo, Ruby, también fue contratada para cuidar a Margarita. El piso de arriba del número 145 de Piccadilly se convirtió así en un barco con un buen mando en el que cada princesa tenía un armario vitrina en el que poner sus recuerdos más queridos. Los de Isabel eran soldados de juguete, muñecas de la reina María y la cuna de plata que coronó la tarta de su bautizo.

A diferencia de muchos niños de su generación y clase, las princesas veían mucho a sus padres, no solo a la hora de acostarse. Cada mañana, hasta el día de la boda de la princesa Isabel, empezaba con una visita a la habitación del duque y la duquesa para hacer lo que Marion Crawford llamó una «juerga por todo lo alto». Y es que el retrato principal que figuraba orgulloso en el salón de los York vigilando Piccadilly no era una reliquia o una imagen de un antepasado, sino el tierno retrato de la princesa Isabel a los cinco años con un perro pintado por Edmond Brock. Hasta hoy, sigue siendo una de las obras favoritas de la familia (no forma parte de la Royal Collection) y la guardan en privado.***

En 1931, el rey permitió a los York hacer uso del Royal Lodge, el alojamiento real del Gran Parque del Windsor como casa de verano. Había sido un capricho del príncipe regente, que le llamaba «la casa de campo». Necesitaba una reforma, pero pronto se convirtió en un querido retiro que la duquesa conservaría el resto de su larga vida. El duque se obsesionó con la jardinería y forzaba a su familia, a los empleados e incluso a su detective privado a ayudarle con las tareas de la finca los fines de semana. Las pequeñas tuvieron una razón más para amar el lugar en 1932, cuando el pueblo de Gales le regaló a la princesa Isabel una casita de paja de dos plantas a escala en su sexto cumpleaños. La bautizó «Y Bwthyn Bach» («la pequeña casita» en galés), pero, más que una casita de muñecas a tamaño real, se trataba de una increíble obra de arte a la altura de la casa de muñecas de la reina María.**** Tenía luz y agua, una radio que funcionaba, toda la obra de Beatrix Potter en miniatura, un óleo de la duquesa, sábanas de lino a medida, un barco con la cara de Isabel en la vela y un minúsculo documento acreditativo del alcalde de Cardiff a nombre de «su majestad la princesa Isabel de York, de ahora en adelante la donataria...».

En el mundo real fuera de los confines de ese jardín palaciego encantado, los temores volvían a invadir al rey: el panorama exterior estaba marcado por una depresión mundial, el caos en los mercados y el ascenso al poder de dictadores. El país estaba afectado por un desempleo cada vez mayor, la devaluación de la libra y la división interna del minoritario Gobierno laboralista. Esto llevó al rey Jorge V a intentar realizar una intervención prácticamente impensable en la actualidad. Y es que fue el propio monarca quien convenció a las fuerzas políticas de crear una coalición entre partidos con el fin de formar un Gobierno «nacional» bajo el mandato del laboralista Ramsay MacDonald (que fue rápidamente expulsado de su propio partido). Más tarde, el rey justificó sus acciones diciendo que se trataba de una emergencia nacional. Sin embargo, el historiador constitucional Vernon Bogdanor opina que fue abuso de poder. «El Gobierno nacional, aunque impactó en el mercado, no era del todo nacional puesto que los laboristas no lo apoyaron», esgrime. El rey estaba, por tanto, tomando partido. Otros insisten en que Jorge V hizo bien. En su estudio de la monarquía constitucional, el antiguo director del Times Charles Douglas-Home argumentaba que Gran Bretaña estaba a horas de la bancarrota: «El rey solo hizo uso de su poder para ayudar y aconsejar, quizá demasiado incisivamente, a los políticos, que necesitaban directrices claras y marcadas para un problema ante el que hubieran estado indecisos de haber tenido que actuar solos».

En público, el rey se mostraba totalmente volcado en su familia. A finales de 1932, emitió su primer discurso de Navidad desde Sandringham. Rudyard Kipling fue el encargado de transmitir un tono familiar, charlando alrededor de la chimenea en lugar de una alocución imperial. «Os hablo desde mi hogar y desde mi corazón; a todos los hombres y mujeres separados por las nevadas, el desierto o el mar, que solo les alcancen las voces en el viento», comenzó diciendo. La emisión estaba programada para las tres de la tarde, igual que ahora, dado que era la hora a la que la mayoría del Imperio británico estaría despierta y escuchándolo.

En Pascua del año siguiente, un nuevo rostro apareció en la familia real. Los York habían decidido que era el momento de comenzar con la educación de sus hijas. Se les había recomendado una institutriz recién salida de los estudios de Magisterio. Había trabajado para amigos de la familia y había dejado gratamente impresionada a una de las hermanas de la duquesa. Marion Crawford tenía muchos otros atributos que resultaban atractivos a los York: les hablaba a los niños poniéndose a su nivel y era escocesa, el broche final de todo lo apropiado para la crianza de las criaturas de la realeza. El hecho de que solo tuviera veintitrés años también jugaba a su favor. El duque ya había tenido suficientes tutoras mayores durante su infancia. Como explicaría Marion Crawford más tarde: «Quería a alguien con energía». La nueva institutriz llegó la primavera de 1933 para un período de prueba de un mes; enseguida se la apodó «Crawfie» y se quedó diecisiete años. Fue discreta con los secretos reales desde la infancia hasta la edad adulta, tras lo cual se retiró con una oferta de una casa vitalicia en el Palacio Kensington, momento en el cual se convirtió en el rostro de la indiscreción con sus memorias The Little Princesses («Las princesitas»).

La nueva institutriz pronto empezaría a revolucionar el gallinero. Descubrió que Alah y Bobo habían creado un mundo de felicidad en el que la princesa Isabel siempre estaba jugando con ponis imaginarios (Crawfie, como el resto, incluido el rey, tenía que hacer de poni). A la princesa le gustaba que todo estuviera limpio y ordenado, y entre sus juguetes favoritos figuraban una escoba y un recogedor, un regalo de Navidad de la dama de compañía de la reina María, la condesa de Airlie. La austeridad y la prudencia fueron valores que les fueron inculcados desde pequeñas. Incluso tenían una caja especial en la que guardaban papel de regalo y lazos para reutilizarlos. El cometido de Crawfie era el de comenzar a moldear su educación. «Los empleados no podían intervenir menos», escribió, una pulla poco sutil por la falta de dedicación a la educación de la reina madre. «Me preocupaba; esperaba que la reina María fuera una gran aliada.» La abuela de las criaturas siempre se interesaba por lo que estaban aprendiendo y enseguida organizó una reunión para evaluar a la nueva institutriz. Acompañándola, el rey solo pidió una cosa: «Por el amor de Dios, enséñales a Margarita y a Lilibet a tener buena letra: es todo lo que te pido. Ninguno de mis hijos sabe escribir y quiero que su caligrafía tenga personalidad».

Isabel recibió entonces un horario, debidamente revisado por la reina María, que reservaba mucho tiempo a la aritmética y a la historia. La reina, obsesionada con el pedigrí —se había aprendido todo su árbol genealógico con el mismo tesón con el que el rey guardaba sus álbumes de filatelia—, insistía en que la genealogía «les parecía muy interesante a los niños». Crawfie quedó aliviada por no tener que enseñarles francés, eso sí. Los York habían contratado a una tutora aparte que la princesa Isabel detestaba. «Un día escuché un ruido extraño que provenía de la clase», recuerda Crawfie. Para su sorpresa, descubrió que Lilibet, «muerta de aburrimiento», se había vaciado un tintero por encima, dejando a la dispersa mademoiselle «paralizada por el horror». Cuando Margarita consiguió escapar del cochecito en el que la amable Alah seguía insistiendo en ponerla, acompañó a su hermana a clase. También se organizaban salidas, incluida una al metro de Londres. Se fueron formando dos personajes muy marcados: Isabel, la niña estudiosa y obediente, eterna protectora de Margarita, osada, graciosilla y siempre buscando atención, con un amigo imaginario al que llamaba «primo Halifax». Se llevaban bien pero, como todos los hermanos, tenían sus momentos. Cuando la cosa se ponía violenta, Crawfie ya tenía fichadas sus técnicas más comunes: Isabel era «rápida con el gancho izquierdo» y a Margarita le encantaba morder.

Margarita también estaba muy interesada en la ropa, algo que a Isabel no le interesaba lo más mínimo (como ahora, de hecho). Anne Glenconner, amiga de la infancia de las princesas, guarda con cariño una foto en la que salen jugando de niñas. Una joven princesa Isabel le frunce el ceño con cara de pocos amigos a la princesa Margarita, que sale mirando los zapatos de Anne. Años después, cuando Anne fue dama de compañía de Margarita, le enseñó la foto. «Tenía muchos celos», le confesó la princesa, «tus zapatos eran plateados y los míos marrones.» A su debido tiempo, el diseñador favorito de su madre, Norman Hartnell, aparecería en sus vidas. Su primer encuentro se dio cuando Isabel fue invitada a la boda del hermano menor de su padre —el príncipe Jorge, duque de Kent, con la princesa Marina de Grecia— como dama de honor en 1934. A Margarita le fascinó el proceso; a Isabel, no tanto.

La boda supuso un momento clave por varias razones. Se dice que fue la primera vez que la princesa Isabel vio al príncipe Felipe de Grecia, primo de la novia.***** Su padre, el príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, era el tío de la novia. Se había exiliado a la fuerza a Francia tras el golpe militar cuando Felipe era un bebé. Ahora la familia estaba repartida por Europa; la madre de Felipe había sido ingresada en un hospital psiquiátrico y no vería a su hijo durante años. Felipe acababa de comenzar su primer trimestre en una escuela pública escocesa, Gordonstoun. Lo que es más interesante, sin embargo, es que la boda fue el momento en el que el príncipe de Gales les presentó a los reyes a Wallis Simpson, a quien tenía, ahora sí, en alta estima (aunque siguiera viviendo con su marido). Ese mismo año, la amante del príncipe, Thelma Furness, se había marchado a los Estados Unidos de viaje tres meses y les había pedido a sus amigos Ernest y Wallis Simpson que entretuvieran al príncipe. A su regreso, Furness descubrió que le habían usurpado el puesto. El príncipe se aseguró de invitar a ambos Simpson a la boda de su hermano a pesar de que toda la familia conocía la verdadera razón. «Esa mujer en mi propia casa», dijo el rey, enfurecido al ver a su hijo embobado en público con una divorciada casada. No fue el único ofendido por el comportamiento del príncipe: algunos miembros de la familia de la novia se quedaron consternados al verle encendiéndose un cigarro con una vela durante la parte griega ortodoxa de la ceremonia. Fue solo uno de tantos ejemplos del mismo problema: al príncipe de Gales le importaba todo más bien poco. A esas alturas se sabía de sobra, según comenta Alan Lascelles, quien citaría una conversación entre Jorge V y el cortesano Ulick Alexander****** en Sandringham a principios de los treinta. «Mi primogénito jamás me sucederá», le había dicho el rey a Alexander. «Abdicará.» En el ocaso de su reinado, el rey haría el mismo comentario ante otras personas.

Jorge V le prohibió al príncipe que invitara a la señora Simpson a la celebración que tuvo lugar en 1935 para conmemorar su vigesimoquinto aniversario en el trono. Fue el primer Jubileo que se celebró desde los sesenta de la reina Victoria al final del siglo anterior. Para los amigos «fiesteros» de su hijo y los intelectuales como Beatrice Webb y H. G. Wells, Jorge V resultaba impasible, predecible, inexpresivo y desinteresado; al mando del mayor imperio del mundo, y sin ningún tipo de interés por ver qué había más allá de sus costas, aborrecía «el extranjero». Desde que terminara la Primera Guerra Mundial hasta su muerte, diecisiete años después, solo pasó ocho semanas fuera, cinco de las cuales fueron convaleciente, por prescripción médica. Tenía un horizonte cultural limitado: sus óperas favoritas eran las más cortas, como Tosca, y prefería una buena aventura de John Buchan antes que a Shakespeare. A principios de su reinado ocurrió un gracioso malentendido: el primer ministro le pidió al rey que le deseara un feliz cumpleaños al «viejo Hardy». El autor de Lejos del mundanal ruido (y premiado por la Orden del Mérito) cumplía setenta años. La felicitación real llegó a su destinatario en Alnwick, Northumberland, para sorpresa del señor Hardy, el fabricante de las cañas de pescar del rey, que ni cumplía setenta años ni era su cumpleaños. Se desconoce si el mensaje llegó finalmente a Thomas Hardy.

La lista de cosas que desagradaban al rey era larga, según explica su hijo mayor en sus memorias. Entre ellas figuraban «los dedos manchados de pintura, las mujeres fumadoras, los cócteles, llevar sombrero sin justificación, el jazz y la cada vez más asentada costumbre de irse fuera los fines de semana». Sin embargo, como Harold Nicolson, el biógrafo oficial del rey, señalaba, precisamente toda esta franqueza y predictibilidad le convertían en alguien afectuoso como «fuerte y benevolente patriarca». Esto explica las muestras de afecto en ese Jubileo de Plata de 1935, cuando el rey recorrió la capital durante varios días. La respuesta, en especial en las zonas más pobres, le pilló completamente desprevenido. «Ignoraba que se sintieran así», dijo con los ojos vidriosos. Como le expresó a su pueblo en el discurso de su Jubileo: «Agradezco desde lo más profundo de mi ser la lealtad y, me atrevo a decir, el amor que, hoy y siempre, nos habéis brindado».

La salud de Jorge V volvía a ser delicada y empeoró tras la muerte de su hermana favorita, la princesa Victoria, en diciembre. Consiguió dar su discurso de Navidad antes de acostarse poco después con un grave constipado. Jamás volvió a bajar esas escaleras. El 20 de enero celebró su último Consejo Privado desde la cama. «La vida del rey está llegando con calma a su fin», anunciaba la BBC poco después. Años más tarde, salió a la luz que estaba sucediendo con menos calma de la que se creía gracias al médico del rey, Dawson de Penn. Aceleró el final con una gran dosis de morfina, tras lo cual el monarca expiró su último aliento, poco antes de la medianoche. Dawson quería que la muerte se anunciara en The Times como se merecía en lugar de en los diarios de la tarde, mucho menos respetados, que se hubieran llevado la exclusiva si el rey hubiera fallecido horas después.******* Escoltado hasta la estación por su poni de caza, Jock, el difunto rey volvió a Londres, donde su familia desfiló tras su ataúd hasta Westminster. A medida que se iba acercando, su biógrafo oficial Harold Nicolson observó lo que él llamó «el peor de los augurios». La cruz de la corona imperial del Estado se aflojó y cayó en una alcantarilla. «Por el amor de Dios, ¿qué va a ser lo próximo?», refunfuñó el príncipe Jorge entre dientes, pescándola y guardándola en el bolsillo. Un millón de personas hicieron cola para despedirse del monarca. Su madre alzó a la princesa Isabel para que viera el momento en el que los hijos de Jorge V se cuadraban en las cuatro esquinas de su ataúd. Le dijo a Crawfie: «Fue muy solemne, todo el mundo en silencio, como si el rey durmiera». Al día siguiente, estrenando un abrigo y sombrero negros, la princesa acudió al pequeño funeral familiar y presenció cómo el ataúd descendía a la cripta de la Capilla de San Jorge, en Windsor.

Durante el reinado de Jorge V, como señalaba Vernon Bogdanor, se destituyeron a cinco emperadores, ocho reyes y más de una docena de gobernadores monárquicos; el rey durmió a pierna suelta en todo momento. Cinco monarcas asistieron a su funeral (los de Dinamarca, Noruega, Bulgaria, Rumanía y Bélgica). Sus reinos serían invadidos y quedarían subyugados solo unos años más tarde. Pero no el Imperio de Jorge V. Él era un conservador no practicante que, sin embargo, había creado la Casa de Windsor y fundado la Orden del Imperio Británico (para hombres y mujeres de cualquier clase). Había sido totalmente imparcial con el primer Gobierno laboralista de Gran Bretaña. Se había reído con las gracias del sindicalista Jimmy Thomas y casi se le habían saltado las lágrimas al ver al primer ministro laboralista de Inglaterra marcharse el año de su Jubileo. Le dijo a Ramsay MacDonald: «Espero que te hayas dado cuenta de que eras mi primer ministro predilecto». Sea o no verdad la afirmación del «abuelo Inglaterra» de Isabel, parecía reflejar bien cómo se sentían muchos respecto a él (dentro y fuera de su país). Tenía buen instinto: moderado, pragmático y siempre desconfiando tanto de la izquierda como de la derecha.

En sus últimos años, dos fueron los miedos que se apoderaron de él: uno era una posible guerra y, el otro, la obsesión de su primogénito con la señora Simpson. Como la condesa de Airlie le escuchó decir al rey: «Rezo para que mi hijo nunca se case y nada se interponga entre Bertie y Lilibet y el trono». Algo parecido pensaba el duque de Kent: «David no estará a la altura, ya verás». Todavía más profético fue lo que le dijo a Stanley Baldwin: «Se echará a perder en menos de un año después de mi muerte».

Y así empezaría el año conocido como «el año de los tres reyes». Eduardo VIII, el nombre que David había escogido, ascendió al trono en una ola de beneplácito popular. Su círculo más cercano sabía la realidad. «Hoy pensaré en el P. de G., para quien el reinado será un estorbo», escribía Chips Channon dos días antes del ascenso de David. «Su soledad, su encierro y su aislamiento se harán mucho más grandes de lo que jamás hubiera imaginado. No he visto a nadie tan enamorado.» Volviendo la vista atrás, su hermano menor creía que Eduardo VIII nunca había querido ser rey y que no había podido hacerse a un lado antes de que fuera demasiado tarde. «Nunca quiso el testigo», le dijo Bertie al bibliotecario del Windsor, Owen Morshead. «La muerte de padre no entraba en sus planes. Hubiera sido mejor que pasara cuando todavía era príncipe de Gales.»

En mayo comenzaron los planes de la coronación. El nuevo rey no profesaba ningún cariño hacia el Palacio de Buckingham, donde se personaba lo mínimo que podía en la Suite Belga del piso de abajo. Prefería pasar tiempo en Fort Belvedere, su casa en un extremo del Gran Parque del Windsor. Igual que la vivienda de los York en el Royal Lodge, se trataba de otro capricho georgiano pero que respiraba libertinaje y alcohol, muy diferente de la tradición hogareña de los vecinos. Para las princesas, la vida seguía siendo prácticamente la misma: continuaban celebrando las mismas fiestas del té y vacaciones con el clan de los Bowes-Lyon —la familia de su madre— sin importar los dramas por parte de padre. Margaret Elphinstone, hija de la hermana de la duquesa, Mary, tenía exactamente la misma edad que Lilibet y solían mandarlas al jardín. «Cuando teníamos siete, ocho, nueve años jugábamos durante horas a lo que llamábamos “Persiguiendo la felicidad”, que consistía en atrapar las hojas de los árboles cuando caían, así que teníamos que correr como locas», comentaba años después. «Y dentro también nos inventábamos obras y actuábamos. Me acuerdo que una vez tenía que llevar en brazos a la reina [princesa Isabel] y entrar por la puerta porque nos estábamos casando. Y, como era de esperar, se me cayó.»

La princesa Isabel y su hermana cada vez veían menos a su hermano David tras su ascenso al trono. El rey estaba furioso por los términos de la herencia de su padre, quien le había dejado grandes cantidades de dinero a sus hermanos, mientras que a él le había legado un interés vitalicio en las propiedades reales. Su principal preocupación, sin embargo, era la señora Simpson. En mayo hizo su primera aparición en la circular de la corte,******** en una cena con el primer ministro. Poco después comenzó los trámites de separación de su marido, Ernest. El rey y la señora Simpson se fueron entonces a un crucero por el Mediterráneo, evento que apareció como una feliz noticia en la prensa estadounidense a pesar de que los británicos seguían ajenos al romance. Pero ¿cuánto duraría este desconocimiento? Los ciudadanos que vivían en el extranjero comenzaron a mandarle cartas al primer ministro quejándose del comportamiento del monarca. En septiembre, el duque y la duquesa de York acudieron a la inauguración de la nueva clínica de Aberdeen, evento al cual había sido invitado el rey pero que rechazó alegando que seguía de luto por su padre. Cuál fue la vergüenza cuando un fotógrafo le pilló llegando a la estación de Aberdeen para recibir a la señorita Simpson y otros amigos para celebrar una fiesta en su casa de Balmoral. La imagen del rey priorizando su vida social a sus obligaciones ofendió a muchos de los que vieron las fotografías en el periódico al día siguiente, sobre todo comparándolas con las imágenes de los York acudiendo responsablemente a la ceremonia. Eduardo VIII también estaba generando indignación entre sus empleados, recortando puestos de trabajo tanto en Balmoral como en Sandringham. El 27 de octubre, el drama ascendió de nivel. A la señorita Simpson le habían aceptado el primer trámite en el proceso de divorcio —un decreto nisi—, en Ipswich. De nuevo, la prensa británica seguía sin cubrir demasiado el tema y el público todavía tenía una venda puesta. Los medios internacionales, sin embargo, se mostraban impacientes. «L’amour du Roi va bien», publicaba un diario francés. Todos sabían que, una vez la formalidad del divorcio se hubiera cerrado, el rey podría casarse. El 16 de noviembre, el monarca informó al primer ministro, Stanley Baldwin, de que así lo pretendía y que, si se oponía, tenía intención de abdicar. Baldwin quedó tan consternado que tuvo que retirarse a sus aposentos: «El rey ha dicho cosas esta noche que jamás pensé que iba a escuchar».

Durante las semanas siguientes, la clase política no hablaba de otra cosa puesto que se habían mezclado dos mundos. Con el apoyo de magnates de la prensa con mucho poder, incluyendo a Rothermere (Daily Mail ) y Beaverbrook (Daily Express), además de pesos pesados de la política como Winston Churchill, el rey esperaba ganarse a la gente cuando la noticia de su romance viera la luz. El primer ministro, la Iglesia y, significativamente, los gobiernos de varios reinos —en particular Australia— no aceptarían la idea de un monarca casado con una mujer doblemente divorciada. Simpson huiría a la Riviera francesa, aconsejada por los simpatizantes del rey, hasta que se resolviera el asunto de una forma u otra. La biografía del monarca escrita por Philip Ziegler refleja el drama desde ambos lugares, así como la marciana y surrealista atmósfera de Fort Belvedere. Los detalles del escándalo fueron saliendo poco a poco en la prensa a principios de diciembre tras unas declaraciones del poco conocido obispo de Bradford, que solo había manifestado su preocupación por las pocas veces que el rey acudía a la iglesia. Fleet Street, sede de la prensa británica, asumió que era una referencia cifrada a la vida amorosa de Eduardo VIII. Aunque no lo era, sí fue la oportunidad que los editores casus belli esperaban ansiosos. «Se ha desatado la tormenta», escribió Chips Channon en los periódicos británicos que destapaban toda la información. Channon se acababa de enterar de la emocionante historia del último encuentro del rey con Stanley Baldwin. «En una entrevista, el rey, medio demente y en un rincón, perdió los estribos y le arrojó libros y otros objetos de su alrededor al primer ministro.» Tras mantener al público ajeno durante tanto tiempo, el monarca quería ahora hacer pública su versión de la historia ante la nación. Baldwin no estaba dispuesto a aceptarlo. De hecho, su propia obsesión por controlar a todos los medios del momento empezó a rozar, en efecto, lo «medio demente».

Documentos del Gabinete desclasificados recientemente demuestran que, en medio de la crisis, el ministro del Interior, John Simon, junto con el consejero más antiguo de Baldwin, dio instrucciones claras al jefe de la Oficina General de Correos de pinchar todas las llamadas que entraran y salieran entre el Palacio de Buckingham, Fort Belvedere «y otras direcciones de Londres». El Gobierno estaba espiando al rey, a la familia real y a los medios. Neil Forbes Grant, el director londinense del sudafricano Cape Times, consiguió la exclusiva de su vida al mandarle un telegrama a su director el 6 de diciembre: «Rey ha abdicado, deja Inglaterra mañana». La primera parte era cierta, aunque pasarían cinco días antes de su partida. Sin embargo, el telegrama nunca llegaría al Cape Times. El recepcionista de la Oficina de Correos de Londres alertó a sus superiores, que hicieron sonar las alarmas hasta que llegó a oídos del ministro del Interior. John Simon citó entonces a Grant para una buena reprimenda, tras lo cual declaró: «No había nada de verdad en ese titular. Le recordé que en 1815 un rumor falso de que habíamos perdido la batalla de Waterloo desencadenó una crisis económica y arruinó a más de uno».

En la guardería del número 145 de Piccadilly, Marion Crawford se esforzaba por entretener a las princesas con clases de natación que les otorgaban medallas salvavidas en el Club de Baño. La última vez que habían visto al rey se habían percatado de que algo pasaba. «Era imposible no darse cuenta del cambio del tío David. Parecía ausente», escribía Crawfie. A esas alturas, cuando los periódicos empezaron a hablar de una grave crisis constitucional, fue cuando los empleados de los York se dieron cuenta de lo que podría pasar a continuación. La institutriz lo comparó con una tormenta aún mayor y más oscura que se cernía sobre la casa. Tal como la cuñada del rey expresaría años después, como reina madre: «Tenía ese extraordinario encanto que un día desapareció. No atendía a razones, con nadie».

En una semana, Eduardo VIII decidió abandonar el barco. Tal como su padre había predicho, nunca fue coronado. Firmó el instrumento de abdicación el 10 de diciembre, y este fue reconocido en un acto del Parlamento al día siguiente. Pero se necesitaba el beneplácito real. Por consiguiente, la última acción de Eduardo VIII como rey era la de aprobar su propia abdicación. Ahora, por fin, se le permitiría hacerlo público. Pero nadie sabía cómo el exmonarca sería presentado a sus exsúbditos. La BBC incluso sugirió que se le presentara como «Edward de Windsor». Los ministros pronto se echaron atrás cuando el nuevo rey, Jorge VI, señaló que un Windsor podría presentarse a las elecciones a diputado del Parlamento. Resolviendo uno de los primeros dilemas de su reinado, el nuevo monarca decretó que su predecesor debía llamarse «príncipe Eduardo» y, más tarde, convertirse en «su majestad el duque de Windsor». En eso estaban todos de acuerdo.

Tras cenar con su familia en el Royal Lodge, el ex monarca condujo hasta el Castillo de Windsor para dar su último y célebre adiós desde un estudio de grabación improvisado en la Torre Augusta: «Me ha resultado imposible sobrellevar el peso de la responsabilidad y cumplir con mi deber como rey [...] sin la ayuda y el apoyo de la mujer a la que amo». Para sus más acérrimos adeptos, estas fueron palabras de un héroe enamorado que obedecía al corazón. Para sus detractores, como Alan Lascelles,******** solo era otro gritito de atención del niño mimado. Señalaban que ni uno solo de sus empleados se había ofrecido a ir con él (en semanas), una verdadera muestra del antiguo dicho de que «ningún hombre es un héroe a ojos de su servicio». Estas palabras le dolieron mucho al príncipe. El exsoberano terminó su discurso apoyando la investidura de su hermano: «Tiene una suerte de la que muchos también disfrutáis, pero yo no: un hogar feliz, una esposa y unos hijos».

Ahora les tocaba a Bertie y a Lilibet restaurar la maltrecha monarquía. El duque de York se sentía sobrepasado por su futuro cuando fue a visitar a la reina María días después. «Me vine abajo y lloré como un niño», escribió en sus memorias de abdicación, que dejó en los Archivos Reales. Ahora, en palabras de su biógrafo oficial, «demostraría con sencillez y discreción que el verdadero sentido de la responsabilidad podía llegar tan adentro de la imaginación y la simpatía de los suyos como otros atractivos con más glamur». Esto también podría haberse convertido en un modelo a seguir para su hija en el futuro.

«El rey ha partido, viva el rey», escribió Chips Channon en su diario el 11 de diciembre de 1936. «Nos despertamos en el reinado de Eduardo VIII y nos acostamos con el de Jorge VI.» El estrés de toda la situación había encamado a la duquesa de York —ahora reina— por «una gripe». No se encontraba bien para colaborar en el consejo de ascenso de su marido. Sea cual fuere su enfermedad, sin embargo, no era tan contagiosa como para no poder recibir visitas. Crawfie avistó a la reina María saliendo de su habitación, tras lo cual recibió la orden de acudir a la habitación. «Me temo que se avecinan grandes cambios en nuestras vidas, Crawfie. Debemos afrontar lo que venga con nuestra mejor actitud.» Una de las primeras tareas que se le encomendó a Crawfie fue enseñarles a las niñas a hacer la reverencia a su padre y explicarles que ya no serían los York de Piccadilly. Ahora se mudaban al Palacio de Buckingham. Las dos pequeñas, dice, estaban muy tristes. «¿Qué? ¿Para siempre?», preguntó la princesa Isabel, tras lo cual la princesa Margarita añadió: «Pero si acabo de aprender a escribir “York”».

* Edwin Hughes, nacido en Wrexham y conocido a nivel local como «Balaclava Ned», resultó herido durante la carga y mataron a su caballo de un disparo, yendo él a cuestas. Sin embargo, consiguió regresar a su regimiento, los 13.º Dragones de Luz. Murió en 1927.

** En sus memorias posteriores, ya como duque de Windsor, situó este encuentro en 1931. Sin embargo, como John Wheeler-Bennett —el biógrafo oficial de Jorge VI— señaló, la duquesa está segura de que se conocieron en 1930.

*** Véase la página 1 del primer pliego de fotografías.

**** La mayor casa de muñecas del mundo fue diseñada por el gran arquitecto imperial Edwin Lutyens con la ayuda de 1.500 artesanos y artistas. Se le ofreció a la reina María en 1924, formó parte de la British Empire Exhibition y puede visitarse actualmente en el Windsor.

***** Es posible que la princesa Isabel conociera al príncipe Felipe antes. Los York solían disfrutar de sus vacaciones de verano en la costa de Holkham, Norfolk, procedencia del padre de Anne Glenconner, el duque de Leicester. El pequeño príncipe Felipe solía también ir de visita con sus hermanas.

******* Ulick Alexander fue auditor del duque de Kent hasta 1936, cuando pasó a ser custodio del Privy Purse hasta el inicio del presente reinado.

******* Aunque sus dotes con el bisturí le salvaron la vida al rey en 1928, el presidente del Real Colegio de Médicos fue objeto de críticas e incluso de un verso musical en su honor: «Lord Dawson de Penn, / a muchos ha dicho amén, / por eso al rey cantamos/ y larga vida le deseamos».

******** Boletín oficial que la corte británica redacta y entrega diariamente a los medios de comunicación.

********* Lascelles fue fulminante con su antiguo jefe en su diario: «Su desarrollo mental, moral y estético siguen siendo los de un chaval de diecisiete años».