La llamada la despertó a medianoche. Elba Esther contestó inquieta, del otro lado de la línea los secretarios de Hacienda y Gobernación insistían en verla: las negociaciones con el sindicato habían llegado a un punto muerto y el presidente deseaba que se reunieran. La recorrió un mal presentimiento, sabía que podría ser una trampa, pero no le quedaba otra opción. Al día siguiente, abordó el avión privado que la esperaba para llevarla hasta Toluca, de ahí viajaría hacia la capital para desayunar en Los Pinos. Tan pronto tocó tierra, dos oficiales la arrestaron por corrupción.
Esta es una obra de ficción, no obstante, las muertes de periodistas y políticos, la desigualdad social, las mafias, el narcotráfico, la impunidad y la corrupción son tristemente reales.
Fragmento del libro de Carlos Moreira “La maestra” editado por Espasa. Cortesía de publicación otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Capítulo I
La llamada, febrero de 2013
—En un rato salgo para México. Te confieso: no tengo ganas de viajar. Acá el clima seduce. Si pudieras ver el cielo, la ausencia de nubes… esta tranquilidad me hace sentir en casa. Sin embargo, tengo muy malos presentimientos. Anoche soñé a mi madre, decía que me quería; estaba preocupada por mí. Lloraba y lloré con ella… No quiero subir al avión que me prestó Kahwagi, pero no me puedo rajar —respiró hondo, hizo una ligera pausa, y continuó hablándole a Juan Díaz, el segundo al mando del sindicato más importante no solo de México, sino de América Latina—. Pienso llegar primero a Toluca como te lo dije hace rato; mañana desayunaré con Luis Videgaray, después veré a Osorio en su oficina, o quizá en Palacio Nacional. La verdad no estoy segura de avanzar mucho con estos camiones —tenía la costumbre de usar esa palabra en lugar de cabrones—, creo que nada más me van a quitar el tiempo. Ninguno es de confiar, nomás que no tengo de otra; debo acudir, quizá hasta sonreír un poco. Coincidentemente ayer me llamaron los dos, insistieron mucho en que nos reuniéramos. Eso también es extraño, pero lo sabemos, ya nada es normal con este gobierno de ladinos y principiantes —dijo recargando la cabeza en el asiento de una Suburban en movimiento, mirando los escasos y grises cabellos en la nuca de un chofer cuyo nombre no alcanzaba a recordar.
—Pues qué le puedo decir, maestra, tengamos confianza en que todo se resolverá a nuestro favor. Estoy seguro de que será un gran día. El gobierno tiene en claro que con usted no van a poder, solo basta una instrucción de su parte para que todo el magisterio radicalice la lucha, tomen calles, suspendan labores escolares.
—Sabes que eso no es cierto —afirmó Elba Esther—, las cosas no son tan sencillas ni tan simples; y deja de estar adulándome que ni te queda ni me gusta, ¡no me hagas enojar, por favor! —últimamente alzaba la voz con más frecuencia—. El gobierno es el gobierno, por más pendejo que sea quien lo encabece, sigue siendo el gobierno; y nosotros un simple sindicato; el más poderoso del país, pero sin la fuerza para enfrentar a una administración que inicia con el apoyo de legisladores, empresarios y medios de comunicación.
—Está bien, maestra. No se moleste. ¿Tiene alguna indicación para los concejales?, ¿desea que se redacte un pronunciamiento en apoyo a las demandas que ha estado presentando? —bien sabía Juan que nada se redactaría hasta que no llegara ella, pero precisaba verse servicial a sus oídos.
—Nada de eso. Reúnete con Paco, Carlos, Moisés, Soraya… junta al resto de los muchachos, evalúen cómo vienen los delegados. Inicien los trabajos, luego manden a la gente a comer, cuida que no se malpasen. Que, a la vez, Carlos se dedique a coordinar el tema de la credencialización; y reanuden a eso de las siete de la tarde. Mañana estaré con ustedes.
—Una pregunta: ¿aceptaremos las condiciones del gobierno?, para saber e ir sensibilizando a los compañeros —Juan Díaz, nervioso, cuidaba cada palabra.
—Claro que no. Quizá en algunas cosas tengamos que ceder, pero en lo fundamental nos tenemos que amarrar. Hay líneas que no se pueden cruzar. Una evaluación punitiva es inaceptable. Las acciones del presidente están equivocadas; no resuelven nada, nos van a perjudicar a todos, y cuando digo a todos, lo incluyo a él. No lo entiende; es muy bruto y además vive como dictador de una república bananera, dentro de su burbuja de amor adolescente. Pobrecito, ya está viejo para esas cosas.
—Bueno, tiene relativamente poco de haberse casado… —No chifles, ¿también tú, Juan? Como si le diera amor a su Gaviota, trae a tres o cuatro niñas encandiladas. De ahí el porqué de su energía y actuar tan distraído, tan irresponsable.
—Okey, maestra —respondió Díaz de la Torre entre risas—. Entonces, ¿es un hecho que viaja hoy a Toluca y de ahí se mueve a la Ciudad de México? Si desea, mando gente para que estén al pendiente de su llegada.
—¿De cuándo acá tan amable? —respondió irónica. Y con un tono semejante a la resignación o al fastidio, agregó:— No es necesario, no te preocupes. Allá debe estar Héctor; es un buen hombre, siempre leal, de una pieza… no como otros.
—Tiene razón, maestra —respondió incómodo—. Le deseo buen viaje. Si gusta, más tarde me comunico con usted y le informo cómo iniciaron los trabajos para que me haga saber sus indicaciones.
—Te encargo, cuídate mucho. Mañana será un día importante. Sabes que te quiero. Besos.
—Aquí la veo, maestra. Gracias.
Al finalizar la llamada, mientras caminaba por unos pasillos del hotel, a Díaz le resonaba el mensaje: «Héctor es un hombre leal, otros no». ¿Por qué se lo dijo? ¿Acaso le estaba adelantando algo? Supuso que era una más de las indirectas de la maestra. Ella, por su parte, se quedó en silencio, respiró largamente mientras abría y cerraba los ojos recargada en el asiento, estiró su cuerpo, agradeció no traer la ropa de lino que por un momento se probó. Le dolía el cuello y la espalda. Ansiaba llegar lo antes posible al aeropuerto privado cercano a la frontera con México; recorrer el piso brillante, mover las piernas, quitarse de encima tanta tensión. Deseaba que los minutos se convirtieran en horas, pero a la vez que los días transcurrieran velozmente. Ansiaba que el presidente Peña entendiera. Soñaba con resolver ese asunto maloliente sin afectar a los trabajadores. Sabía que todo estaba en riesgo, empezando por su propia vida. Tenía la intención de hacer un par de llamadas, cuando el chofer le indicó que habían llegado a las instalaciones del aeropuerto. Ya contaban con el permiso para despegar. Bajó sin ánimo. No era necesario correr, pero tampoco perder tiempo. Aún tenía unos quince minutos antes del vuelo, por eso se dirigió a la sala del hangar privado como tantas otras veces. Saludó al personal de tierra. Todos la conocían, no solo por ser viajera frecuente, sino por ser ella. A poca distancia, a escasos metros, observó la presencia de tres hombres en la sala de la izquierda, la de los grandes sillones color café; uno le sonrió, los otros se mantuvieron ajenos a su presencia, absortos en sus celulares. Lo que veía le parecía extraño. Ahora, en su conjunto, los hombres se mostraban indiferentes a su presencia. No era usual. De pronto, el sujeto de la sonrisa se acercó a pedirle una fotografía. Otra mala señal. No era normal que eso ocurriera en San Diego. Los dos extremos no eran comunes: ni que la ignoraran ni que se tomaran fotografías estando en un hangar estadounidense. Ella aceptó tratando de no mostrar que lo hacía de mala gana —no le gustaba aparecer en fotografías con ropa casual—, tenía tiempo sin sonreír. Después de la foto, se despidió con un «de nada» y avanzó hacia el avión. Caminó un poco y volvió la mirada hacia los hombres: con el celular en la oreja hablaban entre sí, no le quitaban la vista de encima. Por un momento pensó en regresar sus pasos; las cosas no estaban bien. Sin embargo, no eran tiempos para correr. Había que seguir, tenía que caminar hacia su destino.
*
En Guadalajara, en un restaurante cercano al Fiesta Americana —en un área apartada—, un grupo de concejales charlaban y convivían alegremente, no tenían claro si luego habría un receso para comer. Así que uno de ellos levantó una de las manos y, al tener cerca al mesero, pidió taquitos de barbacoa; lo secundaron los otros, ordenaron además sopes y tostadas. Algunos ya tomaban bebidas alcohólicas, sobre todo cerveza y tequila. Gran parte de la jornada implicaba que únicamente unos cuantos tendrían participación en el evento. Así eran los consejos sindicales, unos hacían uso de la palabra y el resto levantaba la mano para aprobar todo, absolutamente todo. Ese resto tenía derecho a embriagarse un poco.
Juan Díaz regresó a su habitación en el Fiesta Americana, una confortable y elegante suite. No estaba tranquilo, sabía que los próximos días serían decisivos para todos. El rumor de ser removido por la maestra era fuerte, tenía que estar preparado para cualquier cosa. Volvió a pensar en las palabras que ella dijo sobre la lealtad de Héctor. Cerró los ojos y maldijo a Héctor. La ruta estaba trazada; las indicaciones eran muy claras, no había vuelta atrás. Minutos antes, había concluido su comunicación telefónica con ella; ahora tocaba hacer la llamada, la importante, la trascendental. Marcó los números en el celular, una voz conocida se escuchaba al otro lado de la línea. Díaz, sin mediar saludo, habló:
—Listo, señor. Va para Toluca. Mañana se reúne con ustedes, y de ahí se traslada para acá.
La salida, febrero de 1989
Esa tarde, Elba Esther sabía que no iba a encabezar el sindicato de maestros; al menos no en estos momentos, no producto de ese Congreso Nacional.
Había ocupado buenos espacios en la dirigencia nacional. Primero en el área laboral; después, en la poderosa Secretaría de Finanzas. Durante esos años tuvo que «tragar sapos», soportar desplantes y ejecutar tareas alejadas de sus sueños e intereses. Como «rescatar» a un viejo dirigente atado en su habitación. Recordó el suceso: todos lo esperaban en el lobby del hotel, debían continuar con la agenda de entrevistas con sindicalistas europeos, ella exigió a la administración que abrieran la habitación del huésped: ahí estaba, amarrado por unas putas que le quitaron dinero y pertenencias.
En el 86 se decía que ocuparía la Secretaría General del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). La veían con capacidad, y, sobre todo, con una inusual cercanía sindical y afectiva con don Carlos Jonguitud Barrios; el gran líder, el eterno cacique, quien decidía todo al interior del sindicato. En lugar de la secretaría general, obtuvo una diputación federal y la presidencia del Comité Nacional de Vigilancia, cargo importante, mas no el que buscaba.
Habían pasado tres años, estaba consciente de que los afectos y las confianzas de don Carlos Jonguitud se hallaban en otros sitios; por lo mismo, ella ideaba regresar al área laboral o a la organización. Otra vez se le mencionaba para ocupar la secretaría general, sobre todo en fuentes cercanas al gobierno priista y, quizá, ese era motivo suficiente para agravar su distanciamiento con el gran dirigente nacional. No quedaría al frente del sindicato, eso estaba más que claro, don Carlos pensaba en un perfil distinto: alguien dócil y gris; un tipo sin ambiciones, un dirigente que no le disputara ni el poder ni los reflectores. Los tiempos políticos y sindicales eran complicados, el líder vitalicio requería un secretario general incondicional. Don Carlos Jonguitud encabezaba la expresión sindical que dirigía los destinos del sindicato, la llamada «Vanguardia Revolucionaria». Con diecisiete años como líder moral, en él radicaba el poder real e indiscutible del snte. Además, por si fuera poco, ocupaba una senaduría por el estado de San Luis Potosí. Junto a él, en la cámara alta, estaba el profesor Antonio Jaimes Aguilar, secretario general saliente del SNTE, hombre muy cercano a Jonguitud Barrios y lejano a los intereses y afectos de Elba Esther Gordillo.
Cavilaba todo eso cuando lo vio aproximarse. Entre tanta gente, apenas se veía su regordeta figura, destilaba energía, poder y, más que todo, prepotencia. Daba la mano a unos, sonreía a varias, empujaba a otros en su andar —los empujados resplandecían de júbilo, habían sido tocados por el líder—. Le gustó notar que se desplazaba un poco hacia su izquierda para acercarse a ella: la saludaría. Recordó mejores tiempos: cuando recibía aprecio y reconocimiento. Frente a frente, le sonrió a don Carlos Jonguitud. Sintió su beso en la mejilla, el exceso de perfume, saliva y sudor; escuchó con claridad sus palabras al oído.
—Mira, cabrona, no solo no vas a quedar, sino que te vas a largar a la chingada, por traidora y pendeja.
Desapareció la sonrisa de su rostro; mantuvo la voz en tono bajo, pero con la energía suficiente para dejar de manifiesto cuál era su carácter y su sentir.
—Ya veremos a dónde me largo, maestro —respondió con una evidente tensión en el rostro.
—A la chingada, puta zorra ambiciosa, a la chingada te vas a ir, y contigo cualquier pendejo que se le ocurra siquiera darte un saludo o una puta sonrisa.
Quienes estaban cerca escucharon parte de los insultos, y vieron cómo —en medio de sonoras carcajadas— don Carlos siguió su camino. Atrás quedaba ella con el semblante descompuesto, con un par de maestros de la sección del Estado de México que evitaron que fuera empujada por los miembros de la comitiva de Jonguitud. Atrás los tiempos donde la gente la buscaba, donde se morían por una mirada suya y, de ser posible, por el honor de saludarla. Atrás la esperanza de verse llegar más arriba en el escalafón sindical. Se alejaba el maestro, sudoroso, de guayabera celeste, arropado por la gente; lo hacía entre vítores y aplausos, luego de ser designado nuevamente líder vitalicio del SNTE. Él era «la luz que ilumina nuestro destino», según había dicho uno de los dirigentes del norte del país, quizá deseando resultar agradable a los oídos del poderoso o, simplemente, para cumplir una de esas encomiendas institucionales. Elba, en cambio, era blanco del desprecio de los delegados. Decidió marcharse rápido, caminó hacia la salida del auditorio. No quería volver la mirada, sabía que habría rostros burlones. En su apresurado andar escuchó groseros y acosadores silbidos. No tenía ganas de saludar a nadie y pocos intentaban hacerlo. No deseaba discutir, quería tranquilidad, enfocarse en los siguientes pasos: su incorporación al gobierno o en la disidencia. No tenía claro qué hacer. La lucha no había terminado.
A su lado iba Diego Martínez, uno de sus leales —aguerrido, temerario, recién treintañero, bien parecido—; le ayudaría a conducir de Chetumal a Cancún, para de ahí tomar un vuelo a la Ciudad de México. En el auto tendría oportunidad de llorar, desahogarse, insultar a varios. De maldecirse por ser tan confiada, por querer tanto, por encontrarse con la traición sin estar preparada. «Traición, traición, traición», la palabra retumbaba en su mente. Se volvía urgente el hecho de salir del recinto, lo que no sería tan sencillo; quien pretendía hacerlo se topaba con mal encarados guardias, quienes hablaban constantemente en aparatosos radios y repetían la misma frase: «No estés jodiendo, no contamos con autorización para dejar salir a ninguna persona». Lo cual era entendible: en unos minutos habrían de leer la planilla para integrar el próximo Comité Ejecutivo Nacional y, por ello, la lógica indicaba que nadie debía abandonar los trabajos. Podían ser minutos u horas los que faltaban para conocer la decisión de don Carlos, el dedazo sindical de Jonguitud. Durara el tiempo que durara, la gente debía aguantar en sus asientos.
—Sácame de aquí, Diego, sácame. No aguanto —demandó Elba. Se sentía presa, rodeada y humillada por un grupo de temibles enemigos.
—Venga por acá, tengo un amigo de la prensa, por aquella puerta ellos entran y salen.
—No chingues, camión; no quiero que me entrevisten, no quiero hablar con nadie, menos dar declaraciones.
Era un día de pesadilla. Ella, casi en el abandono; don Carlos Jonguitud, aclamado por todos. El desprecio del que era objeto no le dolía tanto como escuchar los gritos de apoyo a Antonio Jaimes Aguilar —el dirigente saliente—, y las aclamaciones a Refugio Araujo del Ángel, quien se había filtrado como la carta fuerte de Jonguitud para convertirse en el secretario general del sindicato. Nadie la mencionaba a ella, ningún grito de apoyo. Tampoco se escuchaba a Rubén Castro, pero sí lo había visto contento, era parte del grupo en el poder.
—Eit, ven —se dirigió Diego a Raúl, su primo hermano que en ese momento lo apoyaba como uno más de sus auxiliares—, corre al fondo y dime cómo está aquella puerta; checa si se encuentra libre. Habla con Fernando Sánchez, dile que necesito su apoyo. Y no te vayas a equivocar porque te parto tu madre.
Mientras sus pocos auxiliares buscaban sacarla del auditorio, la maestra era arropada por un pequeño grupo de delegados; todos afines, todos molestos con lo que venía ocurriendo en el congreso sindical.
No tuvo que esperar mucho; en la puerta de salida, a escasos metros, un joven delgado y fornido le hacía señas.
—Maestra, ese es mi amigo Fernando. Es un periodista, no es del gremio pero es de los nuestros. Por aquella puerta vamos a salir, me dicen que no hay gente que nos impida el tránsito; al parecer el grueso de la prensa está aglutinada en un anexo; ahí se encuentran los periodistas recibiendo el tradicional sobre con dinero, eso indica que el Congreso Nacional está por finalizar.
Avanzaron. Efectivamente, el lugar estaba desierto; solo se encontraban Fernando y Sonia Rubio, otra de las periodistas afines al auxiliar de Elba Esther. Ambos esperaban indicaciones.
—Salgan por aquí, por esta puerta. Nada de qué preocuparse, no hay nadie cerca; pero tampoco tarden mucho —les señaló Fernando.
—Si gusta, maestra —comentó Diego—, espere un momento aquí, voy corriendo por nuestro auto —dijo al notar que no había acceso desde ahí al estacionamiento principal.
—Está el mío —intervino Fernando—, es un vehículo sencillo, lo renté hace unos días. Si aceptan, alguien podría alcanzarnos más adelante. Salvo que la maestra no esté de acuerdo.
—Claro que estoy de acuerdo, ya me quiero largar, pero… ¿tú no vas por el sobre?
—No, maestra; para mí es prioridad ayudarla a usted y apoyar a Diego. Quizá Sonia pueda recoger los sobres de nosotros dos.
—Ten las llaves, ve por el auto y te esperamos en la gasolinera que se encuentra a la salida de la ciudad rumbo a Cancún —fueron las indicaciones de Diego a Raúl, quien se alejó junto con otro de los auxiliares.
La maestra y los muchachos se acercaron al pequeño Datsun blanco modelo 86, tocados por la tensión y la tristeza.
—Quiero irme atrás, en ese asiento me sentiré más cómoda, alejada de todo —les dijo Elba Esther, y enseguida le abrieron la puerta.
Así, los dos jóvenes y la maestra abordaron el auto. Luego se hizo el silencio. Se percibía pesadez en el ambiente. Ella, con los ojos cerrados; ellos, sin cruzar palabra, nerviosos, atentos a lo que se veía en las calles. Había poca gente del pueblo, y los que caminaban por ahí difícilmente estaban inmiscuidos en la lucha magisterial. Los profesores institucionales estaban dentro del congreso, los maestros disidentes no se habían dignado a pre-sentarse en Chetumal. La mayoría se enteró tarde de la sede del congreso; ninguno quiso hacer el viaje hasta uno de los lugares más lejanos del centro del país, discutieron un poco las posibilidades y prefirieron mantener las protestas en el Distrito Federal.
No se veía en las calles a alguien que representara una amenaza. Aun así, los muchachos consideraron que era importante mantener los ojos bien abiertos. En la gasolinera ya los esperaba Raúl con el auto de la maestra Elba Esther. Fernando le dio un abrazo muy fuerte a Diego, y cuando quiso despedirse de la maestra, escuchó de sus labios la frase que tanto ansiaba.
—Te agradezco mucho lo que hiciste hoy por nosotros. Te la rifaste, Fernando. Espero poder un día corresponder a tu cariño. Me gustaría mucho que nos acompañaras hasta Cancún, pero entiendo que debes cubrir el evento sindical.
Antes de decir que aceptaba, alcanzó a ver el rostro de Diego, y no pudo evitar que se le iluminaran los ojos.
—Claro que voy, puedo servir para alternarme con Diego en la manejada, además, para cuidarla en el camino.
La maestra sonrió y pidió que se apuraran, quería llegar a algún hotel cercano al aeropuerto de Cancún para dormir. Su vuelo salía al día siguiente, a mediodía. Diego le dio a Raúl las llaves del Datsun, lo debía entregar en la agencia donde fue alquilado.
En el camino, Fernando fue contando cómo conoció a Diego y las razones por las cuales entró al periodismo. Estaba en un medio de comunicación muy sencillo: El Independiente de Tlalnepantla, pagaban el mínimo, pero le permitían aprender y acudir a una universidad privada para dar clases en la Escuela de Comunicación. Lograba cubrir sus gastos gracias al apoyo que tenía de su novio Diego. De ahí pasó a comentar cosas más personales. Confesó que lo único que no le agradaba de su pareja era que cada día se volvía más exigente y celoso.
—Los celos no necesariamente son malos, siempre y cuando vayan acompañados de mucho respeto —dijo la maestra en uno de los pocos momentos en los que habló, mientras los iluminaban las luces de un tráiler enorme.
—Es que Fernando es demasiado guapo, si supiera, lo tengo que cuidar hasta de mi primo Raúl —respondió Diego, mientras Fernando y la maestra rieron.
Llegaron a las dos de la madrugada a un hotel de cuatro estrellas de una cadena internacional. A pesar de la hora y del cansancio acumulado, la maestra Gordillo Morales se comunicó desde la habitación con el particular del regente de la Ciudad de México.
—Buenas noches, licenciado Jacinto Ortega, disculpe la hora, espero no importunar.
—Buenas noches, maestra. No se preocupe; aún tengo cosas por hacer, falta un rato para irme a descansar.
—Solo me reporto para informar que ya no estoy en el Comité Nacional del Sindicato.
—Nos enteramos hace un rato. Le aseguro que el licenciado Camacho Solís no está muy contento con la actitud y las decisiones del senador Carlos Jonguitud.
—Es muy generoso el licenciado Camacho.
—Me dijo mi jefe que, si se comunicaba usted, le transmitiera una indicación: la espera el próximo lunes en su despacho.