ADELANTOS EDITORIALES

Rompe la brecha • Norma Cerros

Un feminismo que nos falta: la igualdad de género en el trabajo.

Escrito en OPINIÓN el

¿Te has preguntado alguna vez por qué hay tan pocas mujeres en puestos de liderazgo?

¿Sabes que en México -y en el mundo- hay una desigualdad sistemática en los sueldos de las mujeres y los hombres?

¿Consideras que las mujeres sacrifican su carrera profesional para hacerse cargo de las responsabilidades familiares?

Si estas preguntas resuenan en tu mente, este libro es para ti. Norma Cerros, experta en derecho internacional y emprendedora, trata todos estos asuntos con profundidad para llegar a una conclusión tajante: existe una brecha de género no solo en la vida privada, sino también en el ámbito del trabajo.

Ella analiza las causas y describe con detalle las distintas situaciones por las que pasan las mujeres en las empresas, pero no se queda ahí: también estudia algunos de los mitos en que se basa esta desigualdad, los cuales hemos heredado históricamente, y propone una serie de soluciones para que comencemos a romper la brecha y que a las mujeres nos depare un futuro más justo e igualitario.

Fragmento del libro “Rompe la brecha” de Norma Cerros editado por Grijalbo. Cortesía de publicación Penguin Random House.

Norma Cerros es abogada por el Tecnológico de Monterrey y cuenta con una Maestría en Derecho Internacional por la Escuela de Gobierno y Transformación Pública, así como con una Maestría en Derecho y Tecnología por la UC Berkeley School of Law. Es fundadora de Womerang.org, una organización que brinda herramientas de empoderamiento para las mujeres y busca transformar la estructura laboral con equidad de género, diversidad e inclusión. En 2019 fue nombrada Cónsul Honoraria de Suecia para los estados de Nuevo León y Coahuila, en México.

Rompe la brecha | Norma Cerros

#AdelantosEditoriales

 

LA BRECHA DE GÉNERO EN EL TRABAJO: LA HISTORIA DE UNA QUE NOS AFECTA A TODAS

El “privilegio” de trabajar y de que te paguen: el origen de la poca participación de las mujeres en la economía de México y Latinoamérica

Mi historia es una sola, pero es el reflejo de la de todas las que tuvimos la posibilidad de estudiar una carrera —con o sin beca, en escuela pública o privada, en nuestra ciu­dad natal o fuera de ella—­, de las que salimos del pueblo, nos esforza­mos y de alguna manera logramos mantenernos vivas dentro de una sociedad violenta que nos vuelve objetos, agrede, maltrata y asesina, de las que nos graduamos o las que comenzamos una profesión por gusto o necesidad, y enfrentamos la vida campantes y optimistas, sin tener idea de la desigualdad que nos esperaba.

Empezamos con desventaja porque, además de que llegamos tar­ de al mundo laboral, a una “fiesta” que el hombre llevaba demasiados años perfeccionando, entramos a poner los pies en un piso disparejo que de origen no fue pensado para las mujeres. Llegamos a un club exclusivo con códigos secretos, con “compadrismos”, acuerdos, mor­didas y tantas reglas tácitas desconocidas para nosotras. Nunca nos dijeron la verdad sobre cuán difícil sería tratar de abrirnos paso en el trabajo; no se diga formar una familia y dejar huella en nuestras vidas. Mucho más complejo de lo que resulta para los hombres.

Ellos se apoyan en nosotras como si fuéramos trampolines, para así poder dedicar la mayor parte de su tiempo al trabajo y escalar hasta donde la vida, la experiencia y el talento les dé. ¿En quién nos apoyamos nosotras?

Pero vayamos más atrás: nadie nos dijo que de nada serviría todo el esfuerzo por aprender en la escuela. Creímos en la meritocracia. Creímos en las buenas calificaciones y en el esfuerzo, en ser las pri­ meras, y en que esa disposición nos llevaría al éxito profesional. A los adultos se les olvidó decirnos que las actitudes y comportamien­ tos por los cuales se nos premiaba y se nos reconocía en el salón de clases, como ser “brillantes”, participativas, responsables y trabajado­ras, solo nos iban a garantizar ser pasadas por alto una y otra vez ante las oportunidades de ascenso. ¿Por qué nadie me advirtió?

Cuando pienso en los miles de mujeres en México y en el mun­do que han marchado por los derechos de las mujeres antes que yo, me pregunto por qué en 2022 todavía seguimos experimentando el mismo shock que vivieron ellas, hace varias décadas, al toparnos con la desigualdad de género por primera vez. No me previnieron en la escuela, en la universidad o en mi familia, pero todas ellas lo habían gritado antes, en un intento de avisarnos de la fuerza del golpe. Todas ellas nos pedían seguir la lucha. ¿Por qué tuve que convertirme en madre para ser feminista?

Es increíble que mujeres como Julia Ward Howe en Estados Unidos, en el siglo XIX, Elvia Carrillo Puerto en México, Millicent Garrett Fawcett y Emmeline Pankhurst en Reino Unido, a principios del XX, hayan marchado mucho antes que nosotras para exigir el derecho de las mujeres al voto, el respeto a la autonomía de nuestros cuerpos, la igualdad de género en todos los ámbitos, y que las muje­res sigamos llegando con los ojos vendados a enfrentar los mismos problemas, pero en una época distinta. Es absurdo que, hace más de 70 años, Simone de Beauvoir haya hablado ya de la noción de alte­ridad de la mujer, es decir, sobre cómo el valor de la mujer se define o depende siempre del hombre. O que hace más de 50 años Rosario Castellanos haya intentado alertarnos ya de “la lumbre que llegaría a los aparejos”, para hacer referencia a un punto crítico y de no retorno, cuando el desarrollo industrial nos obligara a “emplearnos en fábri­cas y oficinas, y a atender la casa y los niños, y la apariencia y la vida social”, y que el madrazo nos siga llegando a las mujeres por la espal­da, cuando menos lo esperamos.

Así me sentí yo al tratar de reincorporarme a la vida laboral con un bebé en brazos. Y sé que no soy la única. Me lo dice ­implícitamente mi amiga, la que publica su vida perfecta en Facebook, con imágenes de comidas, viajes, familia, llenas de sonrisas y rodeada de gente, aun­que cuando la veo solo puede hablar de hasta qué punto se siente exhausta y de cómo su marido participa en el cuidado de los hijos… solo cuando su trabajo se lo permite. Me lo dice sobre todo la mirada cómplice de quienes se convierten en mamás por primera vez. Me lo dicen sus mensajes privados cuando me atrevo a publicar en mis redes —­sin tapujos—­acerca de la depresión posparto que vivo en los meses de escritura de este libro. Si bien la desigualdad de género llega a la vida de las mujeres en cualquier momento —­no solo cuando nos con­vertimos en madres—­, el tamaño de la desigualdad que se vive cuando nos enfrentamos al mundo laboral ya como madres viene a derrum­bar ese teatrito llamado “balance entre vida y trabajo”.

La maternidad es un factor relevante a la hora de hablar de nú­meros en la posición de las mujeres en la economía de México y Latinoamérica, pues la sola capacidad de procrear dicta el tipo de tra­bajo al que “pensamos que podemos aspirar”.

La desigualdad de género empieza con la aceptación de estereotipos que definen qué cosas pertenecen al género femenino y cuáles al masculino, y en esta definición se establece como norma el papel tradicional de la mujer como madre y proveedora primaria de cuidados en los hogares del mundo, lo que da como resultado una marcada segregación ocupacional.

Dichos estereotipos prescriben el área o el tipo de empleo en el que una mujer debe desarrollarse profesionalmente.

Ante la expectativa de mayores responsabilidades familiares, las mujeres trabajadoras tienden a elegir ocupaciones con horarios adap­tables al cuidado del hogar (por ejemplo, en el sector educativo: hay muchas más maestras que maestros en todos los niveles) o trabajan tiempo parcial, con lo que disminuyen sus expectativas de ingreso y promoción hacia puestos de mayor prestigio y liderazgo.

De acuerdo con datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), correspondiente al cuarto trimestre de 2019, de cada 100 per­sonas formadas como ingenieros civiles que desarrollan una actividad económica, 92 son hombres y 8 son mujeres. Esto no es casualidad. Tampoco se puede interpretar como una decisión determinada por la genética de hombres y mujeres, ni porque “los hombres son bue­nos para los números y las mujeres no”. Esto es tan solo un prejuicio de género.

Para nosotras, trabajar y que nos paguen se ha convertido en un privilegio. No es que las empresas nos contraten para trabajar sin paga, sino, más bien, que durante demasiados años hemos desempeñado actividades que no son reconocidas como trabajo y, por ende, segui­mos haciéndolas sin compensación de por medio.

Para entender la participación de las mujeres en la economía de México y Latinoamérica es necesario hablar del trabajo no remunerado, que incluye el doméstico y el de cuidados. Este tipo de trabajo es el que nos toma más tiempo, consume nuestras horas y energía y nos impide entrar de lleno o de forma igualitaria en la economía de nuestros países.

Y si hemos de tocar el tema de nuestra participación en la economía, no basta con ver los números, sino que debemos entender cómo lle­gamos a ellos.

¿Qué es el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado? Este se define como el conjunto de actividades dedicadas al cuidado de los hijos, de las personas mayores y de los enfermos, así como a la pre­paración de alimentos, limpieza y mantenimiento de la casa, lavado y cuidado de la ropa y calzado, compras y administración del hogar, ayuda a otros hogares y trabajo voluntario, y por las cuales no se per­cibe ninguna remuneración económica. Si hacemos un análisis de las horas y el esfuerzo dedicados al trabajo de cuidados no remunerado y lo asimilamos sin tener en cuenta el género o si imaginamos a un hombre haciéndolo, podría llegar a considerarse como explotación. A menos que quien lo realice sea una mujer… Claro, entonces se vuel­ve un deber.

En México, según datos de la Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México (CSTNRHM) del Inegi, en 2020, el valor económico de las labores domésticas y de cuidados ascendió a 6.4 billones de pesos, equivalente a 27.6% del pib del país, y 73.3% de ese trabajo lo llevan a cabo las mujeres.

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Esto también ocurre a escala mundial, pues todos los días las muje­res invertimos 12 mil 500 millones de horas al trabajo de cuidados no remunerado, tiempo que, de pagarse, equivaldría a 10 mil 800 millones de dólares al año, o bien, tres veces el valor de la industria tecnológica en el mundo. Cuando a lo anterior se suma el trabajo de cuidados remunerado y no remunerado que realizamos las mujeres en todo el mundo se tiene que:

Cada año, las mujeres llevamos a cabo el equivalente    seis semanas más de trabajo de tiempo completo que los hombres.

No solo las mujeres trabajamos más que los hombres, sino que nues­tra labor no se paga ni es reconocida.

Esto es importante cuando hablamos de la participación eco­nómica de las mujeres, porque la carga de llevar a cabo el trabajo de cuidados no remunerados es la causa por la que 41.6% de las muje­res en edad para trabajar sigue fuera de la fuerza laboral, compara­do con 5.8% de los hombres. Y los números empeoraron a raíz de la pandemia.

Si algo evidenció la pandemia de covid-19 es que las mujeres son la infraestructura humana sobre la cual se apoya la economía.

Antes de la crisis, las mujeres dedicábamos casi tres veces más de nuestro tiempo a las tareas de cuidado en comparación con los hom­bres; esto equivalía a destinar más de seis horas al día a la administra­ción del hogar, limpieza, preparación de alimentos y cuidado de los hijos, enfermos y adultos mayores, mientras que los hombres apenas dedicaban cerca de dos horas al día a las mismas tareas. Estos núme­ ros aplican para todas, para quienes no son madres, pero “atienden” a su pareja y la casa; las que somos madres y cuidamos a los hijos, y también para aquellas a quienes, por ser mujeres, les endosan la res­ponsabilidad de atender a los padres si no pueden cuidarse, o a otros familiares.

La pandemia ocasionó el cierre de escuelas en México, y esto empeoró una situación que ya era de por sí insostenible, pues el tra­bajo de cuidados a cargo de las mujeres se incrementó de seis a siete horas más que los hombres a la semana. Estos números colocaron al país como el lugar con la brecha de género más amplia en el trabajo de cuidados no remunerado de entre todos los Estados miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde, 2021). Lo anterior trajo como consecuencia que la participación de las mujeres en la economía nacional cayera de 45% —­prepandemia—­a 41% en el primer trimestre de 2021 (ENOE). Eso borró en un suspiro los cuatro puntos porcentuales que se había logrado avanzar en la parti­cipación de las mujeres en el trabajo pagado entre 2005 y 2019, una regresión de 15 años.

Leo y escribo estos números que confirman que no solo se trata de mí. No soy yo la única que cuestiona el papel de ser la encargada de atender, cuidar y mantener a flote el hogar. El problema va mucho más allá del cuento de poner nuestro bienestar al final y de que nos falta levantar la voz, como se ha escrito mucho. Las estadísticas reve­lan la desigualdad que existe en la distribución del trabajo no remu­nerado, factor que determina si una mujer puede participar o no en el trabajo remunerado, en la economía, en la esfera pública… en resu­men, si puede disfrutar del “privilegio” de trabajar y que le paguen. El problema de nuestra falta de participación en la economía tiene que ver con que estamos entrando al “juego” del trabajo siguiendo una serie de reglas equivocadas, como la que dicta que tenemos un “deber” de cuidadoras, o la que marca la incompatibilidad del trabajo remu­ nerado con la maternidad —­o la mera posibilidad de serlo—­, aunque no figure en los planes de algunas.

La brecha salarial de género: un problema social que va mucho más allá del “salario igual a trabajo igual”

Según sea el indicador que se tenga en cuenta, las mujeres en México ganamos desde 13.57% y hasta 27% menos que los hombres. Piensa por un momento en cuánto ganas al año.

Calcula 27% de dicha cantidad y luego multiplícalo por los 40 años que, en promedio, dura la vida laboral. Esa es la suma de dinero que las mujeres estamos dejando de ganar por la brecha salarial de géne­ro. Esta brecha tiende a ensancharse en el momento en el que algu­ nas tenemos hijos.

La carga desigual de trabajo de cuidados impacta en las expec­tativas de ingreso femeninas. Por ejemplo, según la Organización Internacional del Trabajo (oit), en México las madres ganan en pro­medio 33.2% menos que las mujeres sin hijos. Esta brecha salarial se ensancha si tomamos en cuenta que las madres deben cubrir los cos­tos de servicios de guardería y perder salarios por ausencias “injus­tificadas” para atender asuntos familiares. Esta penalización por maternidad refleja una norma social que dicta que somos las muje­res quienes debemos sacrificar ingresos y avances en nuestra carrera profesional al convertirnos en madres. Que las mujeres no se puedan recuperar de esta “multa” por maternidad en el curso de su carrera evi­dencia la aceptación de una narrativa que dice que el ingreso de las mujeres es secundario para el hogar y que el de los hombres represen­ta el principal.

Cuando creamos la primera campaña Equal Pay Day México en 2017, invitamos a un grupo de mujeres reconocidas en sus respecti­vos ámbitos laborales a participar en el video de la campaña, en el que exponían de forma firme y clara la gravedad de la brecha salarial de género y las causas de dicha desigualdad. Fue un video fabuloso y contundente, pero en las redes sociales y en los distintos foros en los que nos tocó presentarlo siempre enfrentaba el mismo comentario: las mujeres no ganan menos que los hombres. Es falso, decían. De entra­da, sobraban las anécdotas de personas, hombres casi todos, palmeán­dose los hombros porque en sus empresas —­ya sea como dueños o empleados—­las mujeres ganan lo mismo que los hombres en pues­tos iguales. El problema, según dicen, no es de discriminación, sino que surge a partir de nuestras decisiones, es decir, de que las mujeres escogemos carreras o profesiones mal pagadas. Se refieren a aquellas con sobrerrepresentación de mujeres o las típicas ya estereotipadas como “femeninas” porque las definen las “habilidades blandas” o la interacción con otras personas, porque involucran un cierto tipo de creatividad o sensibilidad (comunicación, psicología, diseño gráfi­co, educación, por mencionar algunas) y, si eres mujer, incluso te las recomendaron más de una vez. También dicen que las mujeres “elegi­mos” dejar de trabajar en el momento en el que llegan los hijos, como si existiera tal margen de decisión.

En los años que llevo estudiando y hablando del tema, he escu­chado y leído todo tipo de razonamientos y opiniones cuando la gente habla de la brecha salarial de género. Muchos de los comen­ tarios se dedican a rechazar la idea de que la discriminación salarial por género existe, es decir, aseguran que es falso que a los hombres se les pague más que a las mujeres al desempeñar el mismo trabajo solo por su género. Y aunque cada vez es más difícil encontrar quien se atreva a apoyar abiertamente situaciones de discriminación flagran­ te —­tal vez porque hoy es más fácil delatar conductas inapropiadas y exhibirlas en redes sociales—­, la realidad es que dicha discrimina­ ción sigue existiendo.

Hay quien argumenta que la brecha salarial de género no existe porque reduce su respuesta a su universo personal: su empresa o lugar de trabajo, o bien, sus amistades o familiares. Sin embargo, se trata de un problema sistémico.

El problema de la brecha salarial de género va mucho más allá del concepto de salario igual a trabajo igual. El sueldo es solo uno de los elementos que contribuyen al ensanchamiento de la brecha salarial de género. Existen muchos más, unos fáciles de medir y otros un poco más abstractos, pero útiles para mostrarnos el tamaño del pro­blema frente al cual nos encontramos; se trata de algo así como una enfermedad escrita en nuestro código genético social. Pero la bre­cha existe, y los números lo prueban. ¿Cómo se calcula, pues, esta brecha?

Para empezar, cuando hablo en talleres y conferencias sobre la idea de “cerrar la brecha”, quiero decir que es necesario resolver esta cuestión de raíz, abordando la brecha salarial de género como un pro­blema sistémico que va mucho más allá de la desigualdad salarial que existe cuando a una mujer se le discrimina y se le paga menos que a un hombre por llevar a cabo un trabajo igual o similar.

Hablar de la brecha salarial de género no es lo mismo que hablar de desigualdad salarial.

La desigualdad salarial se da cuando a una persona se le paga menos que a otra por hacer un trabajo de valor igual o comparable, y solo se puede determinar con precisión comparando trabajadores en el mismo puesto y nivel jerárquico. Esta comparación a menudo se conoce como brecha salarial de género controlada o ajustada, porque tiene en cuenta factores como la ocupación, el nivel de gestión y los años de experiencia laboral. Esta desigualdad salarial es discriminatoria e ile­gal. En esto todos estamos más o menos en el mismo canal, y eliminar esta práctica es una forma bastante clara de evitar o acortar la brecha.

Ahora, ¿qué es la brecha salarial de género?

De acuerdo con la Workplace Gender Equality Agency, la depen­dencia de gobierno encargada de velar por la igualdad de género en el trabajo en Australia, la brecha salarial de género “mide la diferencia entre los ingresos promedio de mujeres y hombres en la fuerza laboral. Es una medida establecida internacionalmente de la posición de las mujeres en la economía en comparación con la de los hombres”. Esta brecha es el resultado de factores sociales y económicos que se combinan para reducir la capacidad de ingresos de las mujeres a lo largo de su vida. Es por ello que cerrar la brecha salarial de género va mucho más allá de garantizar la igualdad de remuneración, pues implica un cambio cultural que elimine las barreras a la participación plena e igualitaria de las mujeres en la fuerza laboral.

Por su parte, la Organización Internacional del Trabajo se refie­ re a la brecha salarial de género como “uno de los ejemplos más visibles de discriminación de género estructural, derivada de la seg­ mentación horizontal y vertical de la fuerza laboral”. Señala que ni una mayor participación de las mujeres en el mercado laboral, ni un mejor nivel de educación han sido suficientes para desmantelar esta segmentación.

Casi cualquier persona entendería que todos tenemos derecho a recibir el mismo salario por desempeñar un trabajo de valor igual o similar. Sin embargo, que las mujeres podamos alcanzar la igualdad salarial depende de muchos otros factores, entre los que se encuen­tran los siguientes.

1. Desigualdad de acceso al trabajo pagado

La probabilidad de tener acceso al trabajo pagado hoy depende del género de cada persona. Y aquí hago énfasis en la palabra pagado. Con la explosión de la pandemia de covid-19 en el mundo, la participación­ económica de las mujeres en México involucionó a la situación de hace 15 años.

Hoy, solo 40.5% de las mujeres en el país participa en la economía (estábamos ya en 45%), contra 73.3% de los hombres.

2. Desigualdad de acceso a posiciones de dirección, gerencia o liderazgo En México apenas 35% de las posiciones de dirección, gerencia o lide­razgo es ocupado por mujeres. De nuevo, el acceso es resultado de prejuicios de género que impiden apreciar el talento de las mujeres y su capacidad para dirigir.

3. Desigualdad de acceso a carreras en áreas STEM

(Science, Technology, Engineering, Mathematics)

Tanto el imaginario social como el sistema educativo siguen influ­yendo en las normas de género que llevan a las niñas y adolescentes a trabajos peor pagados y menos valorados. Hace tiempo, en una char­la para el Instituto Estatal de la Mujer en Nuevo León, hablé sobre el problema de la baja representación de mujeres en las áreas STEM, y, entre los asistentes, un hombre pidió la palabra para justificar la fal­ta de mujeres en este tipo de carreras. Este señor, de unos cincuenta y tantos años, ingeniero civil, dijo que, primero, existen menos mujeres egresadas de su carrera y, segundo, aquellas que sí han decidido estu­diarla no son candidatas ideales porque es imposible “mandarlas a la obra”, a proyectos fuera de la ciudad, porque esos viajes suelen tomar varios días y, entonces, ¿quién les va a cuidar a los hijos? En la visión de aquel hombre no cabía la idea de una mujer descuidando a sus hijos porque “ese es su papel en el mundo”.

Es uno de tantos sesgos a los que nos enfrentamos.

Otro argumento es que las áreas stem son ambientes masculi­ nizados en los que los hombres no están dispuestos a modificar sus formas para darles cabida a más mujeres, algo que va desde evitar el humor de tipo sexista o los códigos que encubren prácticas como el acoso sexual en el trabajo. Por eso, a simple vista, es más fácil mantener el statu quo y las ideas pasadas del tipo de trabajo y el tipo de profesión asignados a cada género.

Otro ejemplo claro del deber ser en el tema de la equidad de géne­ro es el de las habilidades inherentes a cada uno.

Se ha hecho un buen número de estudios en los que se ha revelado que, desde los seis años, las niñas ya creen que los niños de su edad son mejores para las matemáticas, las ciencias o cualquier habilidad tecnológica o mecánica, a pesar de que en la práctica y en exámenes son igual de capaces.

Eso no cambia que las niñas a esa edad sigan respondiendo que los niños son “mejores”. ¿Te imaginas cómo afectan esas ideas a la hora de elegir una carrera?