Tras advertirnos de los peligros de internet, vuelve Marta Peirano con un nuevo relato antiapocalíptico para construir un futuro esperanzador.
Es la historia más vieja del mundo: la de un desastre medioambiental y una tecnología que nos salva. La hemos repetido como un mantra desde el principio de los tiempos porque hasta ahora se ha revelado cierta; somos el animal más peligroso de la sabana, hemos vencido a las bestias, a las tormentas y a la enfermedad. Pero la estrategia evolutiva que nos ha mantenido vivos desde el principio de la misma vida nos empuja ahora al borde de la extinción. Estamos tan atrapados que ya nos parece inevitable.
No es un problema técnico. Hay soluciones a nuestro alcance para frenar el calentamiento global. Pero las grandes tecnologías de nuestro tiempo no pueden ayudarnos a gestionar la crisis climática, porque no están diseñadas para ello, sino para gestionarnos a nosotros durante la crisis climática. Este libro habla de las estrategias de acción ciudadana para hacer frente a la aceleración del feudalismo climático y el capitalismo desastre.
Fragmento del libro de Marta Peirano “Contra el futuro. Resistencia ciudadana frente al feudalismo climático”. Editado por Debate. Cortesía de publicación Penguin Random House.
Marta Peirano es periodista. Fundó las secciones de Cultura de ADN y eldiario.es, donde ha sido jefa de Cultura y Tecnología y adjunta al director. Ha sido codirectora de Copyfight y cofundadora de Hack Hackers Berlin y de Cryptoparty Berlin. Ha escrito libros sobre autómatas, sistemas de notación y un ensayo sobre vigilancia y criptografía.
Contra el futuro | Marta Peirano
1
Mitos
EL ARCA
Es la historia más vieja del libro; la de un desastre medioambiental y una tecnología que nos salva. Empieza en el sexto capítulo del Génesis, cuando el último patriarca de los antediluvianos recibe un encargo divino:
Hazte un arca de madera de gofer; harás aposentos en el arca, y la calafatearás con brea por dentro y por fuera. Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud del arca, de cincuenta codos su anchura y de treinta codos su altura. Una ventana harás al arca, y la acabarás a un codo de elevación por la parte de arriba y pondrás la puerta del arca a su lado; y le harás piso bajo, segundo y tercero. Y yo, he aquí, yo voy a enviar un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la tierra morirá.
«Todo lo que hay en la tierra morirá». En su entretenido libro de exorcismos, Joseph Laycock explica que en la Biblia hebrea no hay brujas, exorcismos ni demonios porque Dios es tan mezquino que no necesita asistencia. Más tarde, con la influencia del zoroastrismo, Dios se empezará a desdoblar, separado al dios benévolo de su oscuro reverso para poder digerirlo. Este proceso, que en psicología se llama splitting, es un recurso infantil para conciliar realidades aparentemente contradictorias, y muy característico de los cuentos: la mamá buena y la madrastra mala, el hada madrina del palacio y la bruja del bosque. El orden y el caos. El bien y el mal. También es típico de los narcisistas y de las personas que han sufrido el trauma del maltrato repetido durante la infancia. Este es un relato de trauma, narcisismo y mecanismos de defensa que han dejado de cumplir su propósito y se han transformado en patologías que no nos dejan vivir. Pero no me quiero adelantar. En el principio Dios era uno solo y la jerarquía, sencilla. Después de crear cielos y tierra, la cosa empieza a complicarse.
Primero, Dios hace al hombre «a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza», y establece la estructura jerárquica de su creación con una serie de instrucciones. Le dice que se reproduzca («sed fecundos y multiplicaos»), que ocupe el terreno («llenad la tierra, sojuzgadla») y que ponga orden sobre «los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se desplazan sobre la tierra». Aunque el plural incluye a Eva, la mujer no está hecha a semejanza de Dios sino como extensión del cuerpo de Adán («hueso de mis huesos y carne de mi carne»), al que queda subordinada, como demuestra su derecho a nombrarla como al resto de los bichos («se llamará Mujer, porque ha sido sacada del hombre»). Después está el resto de la creación.
Dios no comenta nada sobre los cuerpos celestes ni de la gravedad que los mantiene suspendidos en el techo de su creación. Son lagunas nada despreciables que no empezamos a desmadejar hasta Newton, pero sí dedica buena parte del discurso a la dieta, porque es una clave fundamental para la supervivencia, no solo del hombre, sino de la nueva estructura piramidal:
Os he dado toda planta que da semilla que está sobre la superficie de toda la tierra, y todo árbol cuyo fruto lleva semilla; ellos os servirán de alimento. Y a todo animal de la tierra, a toda ave del cielo, y a todo animal que se desplaza sobre la tierra, en que hay vida, toda planta les servirá de alimento.
Los animales comen lo que brota del suelo y los humanos comen su semilla y el fruto de todos los árboles menos uno. Ya sabemos que las prohibiciones en los cuentos solo sirven para una cosa. Como Chéjov, Dios no deja una manzana en la mesa si no piensa envenenarla.
Caín y Abel son los primeros humanos de la creación. Los primeros que son fruto de un vientre mortal. Nacen en el destierro, a las puertas del Paraíso perdido y herederos del pecado original, pero la estirpe no aprende ni mejora. Si el primer pecado del Génesis fue la desobediencia, el segundo es un asesina-to pasional después de una ofrenda mal recibida. Caín es labrador y ofrece el fruto de la tierra. Abel es pastor trashumante y ofrece los hijos de sus ovejas y su rica mantequilla. Cada uno pone lo que tiene, pero al Dios hebreo le gusta más el olor de la carne asada y desprecia los granos y las frutas de Caín, que se pone negro y se va a casa visiblemente ofuscado.
No satisfecho con humillarlo públicamente, Dios lo persigue y lo sermonea, diciéndole que se guarde la cara larga, y le advierte de que un pecado lo acecha, agazapado como un animal. Caín se calienta del todo y, en cuanto puede, se lleva a su hermano al monte y lo mata de una pedrada. Su castigo, como el de sus padres, será la expulsión, pero no del Paraíso sino de la comunidad, donde Dios no puede verlo. Caín marcha solo a tierra de nadie, al este del Edén, donde conoce a una chica y funda una nueva familia. Acabamos de empezar y ya hay dos clases de hombres, los que están dentro del círculo y los que están en el mal.
En honor a la verdad, Caín y Abel ya eran diferentes antes del crimen. Caín es el primogénito y ha heredado tierras, que labra cómodamente dentro del entorno domesticado del círculo comunitario. Abel es el segundo y no ha heredado nada; por eso vaga con sus ovejas explorando nuevos pastos sin más protección que un palo y un tirachinas. Es un trabajo mucho más arriesgado, pero también mucho más útil para la especie más desprotegida de la sabana. El pastor que va haciendo círculos alrededor del poblado constituye la primera línea de defensa, y también la expedición exploradora que permite su expansión. Por eso Dios está siempre con los pastores, de Abel a Moisés, pasando por David. El nombre de Abel, el primer pastor, significa «El que estaba con Dios». Y quizá por eso no estaba con Caín, aunque es un hijo obediente que trabaja. Este favoritismo divino no recibirá una explicación satisfactoria hasta el cuarto de los evangelios del Nuevo Testamento, donde san Juan enseña a los ju-díos a practicar la virtud. Les dice: «No seas como Caín, que era del demonio y asesinó a su hermano». Matar al hermano ya no es el verdadero crimen, sino la manifestación de un crimen interior que Caín ya llevaba dentro, el veneno de la manzana que Eva mordió. Por eso Dios no acepta su sacrificio («porque sus obras son malas y las de su hermano son justas»). Se establece la nueva estirpe como inferior dentro de la jerarquía primigenia: unos hombres son de Dios y otros son del demonio. Si están fuera del círculo, por algo será.
Arquetipos
Tanto la creación como el naufragio son relatos arquetípicos, formas arcaicas del conocimiento humano que contienen una idea fundacional. El psiquiatra suizo Carl Jung los describe como las estructuras psíquicas universales anteriores al verbo, tan deter-minantes para nuestra manera de ver el mundo como nuestros genes determinan el sexo, la altura, el hambre o la digestión. Para Claude Lévi-Strauss son más que psíquicas; son las piezas del mecanismo por el que procesamos nuestra experiencia de la realidad y le damos sentido, no el software sino el hardware de nuestra corteza cerebral. En otras palabras, son los ojos con los que miramos el mundo incluso antes de verlo. Incluso antes de pensar.
Nada se salva, ni siquiera la ciencia. «Todas las ideas poderosas en la historia se remontan a un arquetipo —explica Jung en The Structure and Dynamics of the Psyche—. Esto es particularmente cierto en las ideas religiosas, pero los conceptos centrales de la ciencia, la ética y la filosofía no son ninguna excepción». También son la herramienta de exclusión que nos permite imponernos sobre el resto de las especies, no solo a nuestros antepasados, sino también a las demás especies del género humano con las que llegamos a cohabitar. Hallazgos arqueológicos recientes indican que hace unos doscientos mil años había hasta ocho grupos humanos diferentes. Las últimas teorías antropológicas, ampliamente divulgadas por el historiador israelí Yuval Noah Harari, indican que los Homo sapiens triunfamos sobre el resto de las especies gracias a nuestra capacidad de contar historias. «Otros animales y humanos sabían decir “Cuidado, un león” —explica en Sapiens. De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad—. El Homo sapiens adquirió la habilidad de decir “El león es el espíritu guardián de nuestra tribu”». Los relatos arquetípicos fueron el único vehículo capaz de transmitir las lecciones aprendidas por la vía de la extinción.
La creación y el naufragio pertenecen a las primeras culturas mesopotámicas, surgidas alrededor del 3000 a.?C. En La epopeya de Gilgamesh, el relato más antiguo que hemos encontrado hasta ahora, los humanos están hechos de saliva y barro y han sido creados para cultivar los campos de los dioses, con los que conviven en la ciudad de Shurupak. La convivencia no es satisfactoria. Los humanos son ruidosos y molestan a los dioses, que deciden deshacerse de ellos con un buen chaparrón. Utnapištim —el Noé original— recibe el soplo de un dios compasivo, junto con las instrucciones para construir el ingenio: una barca circular reforzada con brea donde deberá refugiarse con su familia y una selección de todas las especies conocidas de animales y semillas. La tormenta dura seis días y seis noches. Cuando acaba, la barca ha quedado clavada en lo alto de una montaña, entre el cielo y el suelo. No se ve nada. No queda nada que ver.
En esta historia primigenia, el naufragio es un flashback dentro de las aventuras de Gilgamesh, que, desolado tras la muerte trágica de su mejor amigo, viaja a los confines del mundo en busca de la inmortalidad. Allí se encuentra con Utnapištim, que le cuenta lo del diluvio y le dice que él y su mujer son los últimos inmortales y que ya no habrá más. Este es el final de su historia y el principio de la civilización. Cuando deja de llover, Utnapištim suelta una paloma y después una golondrina, que regresan sin haber encontrado una ramita sobre la que posarse ni una semilla que comer. Cuando suelta un cuervo y este no regresa, la familia desciende para repoblar la tierra recién lavada de animales limpios y hombres silenciosos. Hasta que vuelve a ocurrir.
Los primeros once capítulos del Génesis son la historia primitiva. San Pablo lo llama «el drama de la condición humana en el mundo». Drama porque, una y otra vez, Dios crea orden del caos y la humanidad lo estropea acercándose al caos que es la serpiente, comiendo de su fruto prohibido o dejándose llevar por las pasiones que acechan agazapadas como un animal. Cada vez que se deja invadir por el caos, la humanidad es castigada y el menos caótico de los hombres tiene que inventarse algo para sobrevivir y empezar de nuevo. El mundo empieza en el Jardín y acaba con la serpiente, empieza con Caín y Abel y acaba con la tempestad, empieza con Noé y acaba con Abraham. Eso solo en el Génesis, que es el principio de los tiempos. Por delante aún nos queda el final de los tiempos, que, en el último libro del Nuevo Testamento, es el Apocalipsis de san Juan.
Ese quemarlo todo y empezar de cero es también arquetipo, el eterno retorno o la compulsión de recursividad. Se diría que Dios es un poco Don Draper, un narcisista al que solo le gustan los comienzos de las cosas y proyecta los errores que comete sobre sus hijos como excusa antes de hacerlos desaparecer. «Todo lo que hay en la tierra morirá». Los humanos mesopotámicos son desterrados por ruidosos; los hebreos, por desobedientes. Los frutos prohibidos enseñan matando, las lluvias torrenciales castigan arrasando, siempre como consecuencia de sus excesos, por su excesiva gula o jovialidad. Con la excepción de Utnapištim el silencioso, de Noé el recto, hombres a medio camino entre el cielo y el suelo, entre lo divino y lo humano, entre lo inmortal y lo mortal. Más que hombres son visionarios, que se salvan del fin del mundo para empezar de nuevo y hacerlo bien. Son los mismos elementos que se repiten del Manvantara indio y el Bergelmir nórdico a la Gran Inundación de Gun-Yu; de los pueblos mayas a las tribus nativas norteamericanas, de los muiscas de Colombia a los cañaris en Ecuador.
Encontramos la misma estructura en nuestro relato de la vida, donde todas las secuencias de periodos geológicos empiezan y acaban con un desastre y una gran extinción. En cada ocasión una familia sobrevive y repuebla la Tierra gracias a una estrategia sin precedentes, un gran salto evolutivo o una mutación. Esto se debe a que los caballeros victorianos que definieron los periodos geológicos entre 1820 y 1850 lo hicieron en función de los fósiles que encontraban, y encontraron que los fósiles de un periodo tienden a ser radicalmente diferentes a los fósiles del periodo inmediatamente anterior. La Gran Oxidación, hace unos dos mil quinientos millones de años, aniquila a la mayor parte de los organismos anaerobios que entonces habitaban la Tierra, pero también es la fuerza que convierte las primeras bacterias en células. Mil millones de años más tarde, esas células han conseguido crear comunidades que se transforman en las primeras algas, los primeros hongos, las primeras criaturas pegajosas que se cimbrean en la húmeda oscuridad primordial. Los animales llegan solo después de una nueva crisis, a la que llamamos «superglaciación». El estribillo se repite con asteroides que impactan contra la Tierra cambiando su atmósfera, periodos de vulcanismo extremo o una fragmentación continental, siempre seguidos de explosiones evolutivas que propulsan la vida hacia delante. Como decía H. P. Love-craft, contemporáneo de esos primeros geólogos, «Life wants to live». Pero a qué precio.
La vida siempre sobrevive, pero su triunfo es inseparable de la extinción. Otro elemento arquetípico es que avanza hacia el futuro como una flecha en una sola dirección, y esa dirección se registra como progreso, que en este relato llamamos «evolución». Pero lo hace a costa de grandes sacrificios y de un enorme sufrimiento, que queda registrado en las capas de cada extraordinaria y heroica transformación. El camino del héroe es «un círculo completo, de la tumba al vientre y del vientre a la tumba», que se repite de manera infinita desde el principio de los tiempos. Esa historia es la cicatriz de una infancia traumática, cargada con las estrategias de supervivencia que arrastramos hasta hoy.
Es imposible saber si nuestras células recuerdan el trauma de esas primeras transformaciones que empezaron hace cuatro mil millones de años, pero la idea no es disparatada. En su fascinante Una (muy) breve historia de la vida en la Tierra, el paleontólogo y biólogo británico Henry Gee describe cómo, justo antes de la extinción masiva del Devónico, los peces que desarrollan huesos internos consiguen arrastrarse fuera del agua para escapar de los escorpiones gigantes. ¿Podría ser que, en la penosa transformación de esos peces en mamíferos, quedara registrado el recuerdo de este monstruo marino primigenio como un trauma que se reproduce genéticamente en una cadena que llega hasta nosotros? «Me gusta pensar en los escorpiones gigantes como esos animales de pesadilla que tenemos siempre en el borde de nuestra consciencia —dijo Gee en una entrevista durante la gira de presentación del libro—, las criaturas que acechan bajo la cama, los dragones, las criaturas que habitan en la neblina de los bos-ques, el adversario mítico. Solo que no son mitos, porque realmente existieron y realmente eran aterradores, sobre todo si eras un pequeño pez».
Es fácil pensarlo y difícil de comprobar, al menos de momento. En cambio, es imposible no reconocer en nuestros relatos primigenios el recuerdo menos lejano de los primeros asentamientos, castigados por terribles inundaciones en los valles del Tigris y del Éufrates, del valle del Indo en la actual India, del río Huang He en la actual China. El trauma de los frutos desconocidos y venenosos capaces de matar a los padres, el trauma de los animales y de los hombres salvajes que acechan agazapados en la oscuridad. El trauma de la travesía que emprendimos hace dos millones de años, una travesía multigeneracional hacia lo desconocido, marcada por la esperanza, la belleza y el terror. «En su forma actual hay variantes de ideas arquetípicas creadas deliberadamente aplicando y adaptando estas ideas a la realidad —dice Jung—. Porque la función de la consciencia no es solo reconocer y asimilar el mundo exterior a través del portal de los sentidos, sino también traducir a la realidad visible el mundo que llevamos dentro».
Este eterno retorno que cada tribu sigue repitiendo como en trance desde el principio de los tiempos ha viajado de las tablas de Gilgamesh a Netflix, del Éufrates a las Planicies de Oro del planeta rojo, de Moisés a Elon Musk. Son las historias que nos contamos a nosotros mismos desde el principio de los tiempos para poder sobrevivir, sobre todo cuando nos enfrentamos a una crisis existencial. Pero, como todos los mecanismos de supervivencia nacidos del trauma, son maladaptativos, estrategias que no nos benefician desde el punto de vista evolutivo. Esto no es un problema técnico; es un problema espiritual.
SALIRSE DEL TARRO
«Creo que hay dos caminos fundamentales, la historia se va a bifurcar en dos direcciones —explicaba Elon Musk en el 67.º Congreso Internacional de Astronáutica de Guadalajara, año 2016, en la segunda ciudad más grande de México, famosa por su inversión tecnológica—. El camino uno es quedarse en la Tierra para siempre y que antes o después haya un evento de extinción. No tengo la profecía exacta, pero la historia sugiere que habrá un evento de extinción. La alternativa es convertirnos en una especie multiplanetaria, y espero que estén de acuerdo en que ese es el camino que debemos tomar». «¿Qué ocurre cuando una demanda ilimitada tropieza con un límite de recursos? —preguntó Jeff Bezos en una presentación de su compañía espacial Blue Origin en mayo de 2019—. La respuesta es increíblemente sencilla: racionamiento». En esa presentación, que se puede encontrar en YouTube con el título «Going to Space to Benefit Earth», cita su propio discurso de graduación, del año 1982, donde explicaba que «la Tierra es finita y, si la economía mundial y la población siguen expandiéndose, el espacio es el único sitio adonde ir».
A los dos hombres más ricos del mundo se les queda pequeño el planeta. No tienen sitio para estirar las piernas, les preocupa la humanidad. Encuentran que el espacio ofrece infinitos recursos para una expansión que asegure la supervivencia de la especie. Están dispuestos a liderar la clase de misión que hasta ahora era patrimonio exclusivo de las grandes naciones, como Rusia y Estados Unidos.
«Este es un momento de la historia estadounidense en el que dos tíos, Elon Musk y Jeff Bezos, poseen más riquezas que el 40 por ciento de la gente de este país —tuiteaba Bernie Sanders en mayo de 2021—. Este nivel de avaricia y desigualdad no es solo inmoral. Es insostenible». «Estoy acumulando recursos para ayudar a hacer posible la vida multiplanetaria y extender la luz de la conciencia hacia las estrellas», le respondió Musk, tam-bién por Twitter, dando a entender que Sanders es demasiado viejo para seguir la flecha evolutiva con la vista. Que el futuro está fuera de su comprensión. Pero la conversación no es nueva, más bien todo lo contrario. Cuando miles de ciudadanos se reunieron alrededor del Centro Espacial Kennedy para ver despegar al Apolo 11 de su lanzadera en julio de 1969, cientos estaban allí para manifestarse contra la inversión de dinero público en un proyecto colonialista cuando un quinto de los habitantes de Estados Unidos carecía de atención médica primaria, comida, ropa y hogar. Entre ellos estaba el reverendo Abernathy, una de las manos derechas del recién asesinado Martin Luther King. «El dinero del programa espacial debería ser usado para alimentar al hambriento, vestir al desnudo, atender al enfermo y alojar al sintecho», dijo. En democracia, la ciudadanía tiene recursos para opinar sobre la dirección de los fondos públicos y del gobierno en general. Pero nadie ha votado por Jeff Bezos o Elon Musk.
Nadie ha acudido a las urnas para que cambien el destino de la raza humana y, por el mismo motivo, nadie puede someter su liderazgo a debate público cada cuatro años, ni exonerarlos de la misión si no la ejecutan de acuerdo con los objetivos acordados y vinculados al bien común. Quieren salvar a la humanidad pero sin incluir a sus constituyentes. No responden ante ningún congreso, ni tienen que dar explicaciones sobre lo que hagan una vez allí. Su proyecto no es nacionalista, es capitalista. Su misión no es humanitaria, es personal. Pero su discurso es heroico y su personalidad, legendaria, y sus publirreportajes parecen documentos históricos de una nueva era geológica, un salto cuántico interestelar. Explotan deliberadamente el arquetipo del visionario que existe a medio camino entre el cielo y la tierra, y que empuja a la humanidad más allá de sus límites con la fuerza arrolladora de su visión para promocionar una nueva etapa del capitalismo. Como todo lo que inflama nuestra imaginación colectiva, son nuevos y antiguos al mismo tiempo; en todas sus canciones suenan claramente los acordes de un disco anterior.
«Me he interesado por los problemas mecánicos del vuelo humano desde que era niño y construía murciélagos de diferentes tamaños imitando las máquinas de Cayley y Penaud —le escribió Wilbur Wright al secretario del Smithsonian en mayo de 1899—. Mis observaciones desde entonces solo me han convencido más firmemente de que el vuelo humano es posible y practicable. Es únicamente una cuestión de conocimiento y práctica, como en todos los retos acrobáticos». Wilbur y su hermano Orville tenían treinta y tres y veintinueve años y habían dejado el instituto para montar un taller de bicicletas. En la carta, Wilbur está ansioso por distinguirse en su habilidad mecánica de la competencia y de algunos vendemotos de la época. «Soy un entusiasta, no un excéntrico en el sentido de que tengo teorías marcianas sobre cómo construir una máquina voladora». Tres años más tarde, los hermanos Wright levantaban el primer vuelo a bordo del Flyer I, en las praderas de un pueblo de Carolina del Norte llamado Kitty Hawk. Es fácil ver la línea que conecta al sudafricano de SpaceX y de Tesla, un nerd precoz con síndrome de Asperger, con los jóvenes e ingeniosos hermanos Wright. Para los boomers ilustrados que aún leen periódicos en papel, Musk encarna al inventor de la Era de las Maravillas, precursor de una nueva revolución industrial. Para las masas que los vitorean desde las redes sociales, los arquetipos llegan reempa-quetados como superhéroes de Marvel, y Elon Musk se vende como la encarnación literal de un personaje que Stan Lee lanzó en los años sesenta, Iron Man.
A diferencia de Bruce Wayne, Tony Stark no es un bello playboy torturado por el asesinato de sus padres que de noche se viste de murciélago y sale a patrullar la ciudad. Inspirado en el inventor Nikola Tesla y el productor y aviador Howard Hughes, Stark es un ingeniero brillante y narcisista que vende tecnología militar experimental. Y no es exactamente humano, porque un accidente llenó su corazón de metralla, y desde entonces depende de una armadura para poder vivir. Como ocurre con Spock, el primer oficial de Star Trek, su naturaleza híbrida se manifiesta en un estilo de comunicación excesivamente lógico y flemático que no despierta simpatía entre los vulgares mortales, pero que esconde universos de poesía interestelar.
Musk encarna felizmente el papel, y lo explota haciendo cameos en las películas de Marvel y cediendo gratis los laboratorios de SpaceX para los rodajes. El nerd ha encontrado una máscara que le permite seguir siendo raro sin parecerlo y la explota con evidente satisfacción, pero sin la capa de ironía que hace interesante al personaje de ficción. La magia de Iron Man está en la ambigüedad de no saber si es superhéroe o supervillano pero, cuando Stephen Colbert le pregunta si está realmente tratando de salvar al mundo porque no sabe cuál de las dos cosas es, Musk se queda paralizado y le responde balbuciente como un niño: «Intento hacer cosas buenas —le dice—. ¿Intento hacer cosas útiles?». Es exactamente lo que le diría Stark a una de sus novias, en uno de esos momentos de narcisismo vulnerable en los que no sabemos si finge o se lo cree de verdad. Si olvidamos lo que dicen y nos centramos en lo que hacen, su ideología está más próxima a periodos más oscuros de nuestra historia reciente. Más que los jóvenes e ingenuos hermanos Wright, tanto Musk como el Hombre de Hierro tienen como modelo directo al brillante ingeniero nazi Wernher von Braun.
El paradigma Von Braun
Wernher Magnus Maximilian Freiherr von Braun no era nazi. «Para nosotros —cuenta en sus memorias— Hitler no era más que un idiota pomposo con el bigote de Charlie Chaplin. [...] Un Napoleón sin escrúpulos que se creía Dios». Pero era el hijo de dos aristócratas prusianos, y estaba obsesionado con el espacio y muy acostumbrado a vivir bien. Mientras estudiaba en la Technische Hochschule de Berlín se unió a la Verein für Raumschiffahrt, la sociedad de cohetes y viajes espaciales fundada por Willy Ley, donde ayudó en el desarrollo de un cohete autopropulsado por combustible líquido y descubrió al físico austrohún-garo Hermann Oberth. El padre de la astronáutica europea fue una influencia definitiva en su vocación. Cuenta el historiador Norman Davies que todo esto era posible gracias a un descuido en el Tratado de Versalles: los cohetes no estaban en la lista de armas prohibidas en Alemania. Cuando rellenó la documen-tación para ser miembro del Partido Nazi, el 12 de noviembre de 1937, Von Braun era ya el jefe técnico del Centro de Inves-tigación de Cohetes del ejército, que se había trasladado a Pee-nemünde, en la costa del mar Báltico, para hacer pruebas expe-rimentales con cohetes cada vez más potentes. Le daba igual con quién tenía que asociarse para seguir allí.
No fue el primero; le dieron el carnet número 5.738.692. Los documentos «oficiales» señalan que tres años más tarde se hizo oficial de las Waffen-SS, aunque otros indican que ya lo era desde 1933 y que el Gobierno estadounidense los alteró para facilitar su reinserción. «Mi negativa a unirme al partido habría significado abandonar el trabajo de mi vida, así que me uní —afirma la declaración jurada frente al Departamento de Defensa de Estados Unidos—. Mi asociación al partido no requirió ninguna actividad política». De hecho, su actividad fue diseñar el V-2, y fabricarlo en masa con mano de obra esclava del cam-po de Mittelbau-Dora para que Hitler bombardeara Gran Bretaña en 1944. Pero solo pensaba en la carrera espacial. El Vergeltungswaffen 2, o Arma de Represalia 2, que diseñó para los nazis fue el primer misil balístico de combate de largo alcance del mundo, pero también el primer artefacto conocido en hacer un vuelo suborbital. Como diría años más tarde el monologuista Mort Sahl: «Yo apunto a las estrellas pero a veces le doy a Londres». El chiste da título al documental de J. Lee Thompson, estrenado en 1960, I Aim at the Stars (Destino, las estrellas).
Cuando la derrota de la Alemania nazi ya era innegable, con el ejército soviético a 160 kilómetros de Peenemünde, Von Braun huyó hacia Austria con su hermano Magnus y otros miembros de su equipo. Allí se entregaron a las tropas estadounidenses el 2 de mayo de 1945. Dice la leyenda que Magnus tropezó con un soldado de la 44.ª División de Infantería y le dijo: «Me llamo Magnus von Braun. Mi hermano inventó el V-2. Queremos rendirnos». Tuvieron suerte. El Estado Mayor conjunto de las fuerzas armadas estadounidenses había dado la orden de reclutar a todos los científicos alemanes especializados en las Wunderwaffen, las «armas maravillosas» del Tercer Reich. Lo siguiente fue una rueda de prensa en la que declaró su intención de trabajar para Estados Unidos.