Por Imelda García* con la colaboración de Itzel Ramírez.
*Ganadora de la Tercera Edición del Concurso de Periodismo y Discapacidad convocado por Yo También AC
Cuando empezó a retomar la conciencia, Sindy Cobo sólo podía sentir dolor. Lo último que supo fue que la camioneta en la que cruzaría junto con otras 10 personas a Estados Unidos iba a toda velocidad por el desierto de Chihuahua. Después, una zanja. Luego, el silencio y la oscuridad. Despertó cuando una persona la jalaba de un brazo para liberarla de los fierros retorcidos. Se había roto la columna y un brazo. No podía moverse, no podía respirar, no podía pensar. “Éramos 11 migrantes que íbamos en ese carro. Yo quedé inconsciente y no supe qué pasó con ellos”, narró. “No me podía mover, estaba bien grave, sangrada y tuve derrame en los ojos. Me sentía morir”. Sindy tiene 26 años y es indígena originaria de Quiché, en Guatemala. Salió de su país el pasado 20 de enero, 27 días antes del accidente, huyendo de la pobreza y la falta de oportunidades. Su meta era llegar al estado de Virginia, donde vive su hermana, pero su sueño se estrelló a toda velocidad a 2 mil 700 kilómetros de su casa.
Cada año, al menos 6 millones de mujeres migran de Centroamérica y Sudamérica hacia otros países, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), de la ONU.
De 2017 a 2020, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) pudo identificar en su Sistema de Gestión de Casos que en México mil 29 personas refugiadas y solicitantes de condición de refugiado tenían alguna discapacidad; de ellas, 28 por ciento eran mujeres.
La Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) estableció en un informe que la mayor parte de las personas extranjeras que han pedido refugio en México vienen de Haití, Cuba y Venezuela, pues el 72.7 por ciento de las 37 mil 606 solicitudes son de ciudadanos de esos países. Esta cifra, sin embargo, sólo contempla a quienes oficializan su proceso migratorio, pero no hace referencia a las mujeres, con discapacidad o sin ella, que deciden dejar su lugar de origen.
Aunque es una obligación que el Estado mexicano implemente medidas para la atención de las mujeres migrantes con discapacidad, esto parece lejano cuando ni siquiera hay cifras oficiales sobre cuántas personas con discapacidad entran al país.
En México, las leyes migratorias categorizan a las mujeres migrantes como “población vulnerable”; además, establecen que deben ser sujetas a todos los derechos estipulados en las leyes federales y en convenciones internacionales que han sido ratificadas por el país, como la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) y la Convención sobre los derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD).
El Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, la instancia de la ONU que revisa la aplicación de la Convención, solicitó en 2019 al Estado mexicano que diera información sobre “las medidas adoptadas para identificar a las personas migrantes con discapacidad en tránsito y proteger sus derechos en virtud de la Convención, así como sobre el número de personas con discapacidad en los centros de detención para migrantes, el número de solicitudes de reconocimiento de la condición de refugiado presentadas por personas con discapacidad en el Estado parte; el número de migrantes con discapacidad que retornan, desglosado por edad, discapacidad, sexo y país de empleo; el número de personas con discapacidad desplazadas en el interior de país debido a actividades delictivas, las condiciones de vida de esas personas y las medidas adoptadas para proporcionales alojamiento y acceso a servicios y apoyo en la comunidad…”.
Sin embargo, ni el Instituto Nacional de Migración (INM) que depende de la Secretaría de Gobernación, ni la COMAR, cuentan con algún registro que revele el número de personas migrantes con discapacidad que entran o permanecen en México cada año, una condición básica para su atención. Tampoco han impulsado mecanismos para que esa información sea recabada, por lo que no hay certeza sobre el número de personas migrantes con discapacidad que entran o permanecen en el país.
Si en sus países de origen -mayormente en Centro y Sudamérica-, estas mujeres y sus familias viven la carencia de atención y de accesibilidad para atender una discapacidad, en México la situación no es mejor, como observan especialistas y organismos como la ACNUR y Human Rights Watch (HRW), consultados para este reportaje.
El cumplimiento de la Convención, en el caso de las personas migrantes, se complica no sólo por la falta de recursos públicos para la atención de la población en tránsito, sino por el aumento exponencial de los flujos migratorios y por la carencia de una política efectiva para la atención de personas con discapacidad.
Al formar parte de esta Convención, México está obligado a cumplir en dos frentes, a las mujeres migrantes y a las mujeres con discapacidad, pues en ella se establece que los Estados parte tienen prohibido privar a las personas con discapacidad de su libertad de desplazamiento, para lo cual deben tener acceso a los procedimientos para obtener la documentación requerida en procesos de inmigración, así como el derecho a salir de cualquier país, incluido el propio. Además, en todo el proceso migratorio, los Estados parte deberán asegurar el pleno ejercicio de todos los derechos humanos de las personas con discapacidad y evitar que esta sea una causa de discriminación.
“Para ese tipo de población con discapacidad, o que incluso vienen con hijos con discapacidad, no hay ningún plan, ningún apoyo ni federal, ni estatal, ni local, así que los albergues nos las tenemos que ingeniar con todo, desde atención médica hasta servicios o traslados, todo”, dice Javier Calvillo, sacerdote y director del albergue Casa del Migrante de Ciudad Juárez, uno de los que operan pese a la precarización que enfrentan. Personal de ese albergue señaló que, cada año, atienden a alrededor de 7 mil personas y aunque se complica por logística tener un registro exacto del número de gente que llega con alguna discapacidad, calculan que se atienden alrededor de 5 a 15 casos anualmente (0.2% del total).
Las condiciones de quienes migran hacia Estados Unidos se complican debido a las políticas de migración de ese país. Las personas en tránsito pueden quedar varadas en México por tiempo indefinido, algunas suman hasta 26 meses esperando una oportunidad para pedir asilo en Norteamérica, según la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés).
En 2018, la primera caravana migrante que sorprendió a las autoridades mexicanas, un modelo de ingreso masivo al país, supuso para varias ciudades un reto por lo que significa brindar alimentación, techo, servicios médicos, trámites y más para las miles de personas que atravesaron el país. Más de cuatro años después, el Estado mexicano sigue sin brindar los canales adecuados para la atención de la población migrante; menos aún con perspectiva de género y de discapacidad, lo que deja prácticamente a la deriva a un número indefinido de mujeres.
La situación se ha complicado este año. Al amparo del Título 42, que obliga a Estados Unidos a no permitir el paso a solicitantes de asilo, ese país expulsó a 1.1 millones de personas en 2022. Inicialmente, esta norma, que ordenaba expulsar a personas originarias de México, Guatemala, Honduras y El Salvador, se extendió en octubre de 2022 a ciudadanos de Venezuela y más adelante, en enero de 2023, a personas de Haití, Cuba y Nicaragua.
Según el documento perfil Migratorio de México, elaborado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el 2022 fue un año récord en migración internacional en el país, con una particularidad extra: se presenta un número mayor de mujeres (incluidas mujeres embarazadas y lactantes), niñas, niños, y adolescentes (NNA), incluidos NNAs separados/as y no acompañados/as, personas indígenas, personas con algún tipo de discapacidad y enfermedades crónicas, personas lesbianas, gay, bisexuales, transexuales, queer, y más (LGBTQ+), y otras poblaciones que a menudo enfrentan situaciones de vulnerabilidad.
La OIM publicó en su último reporte que el año pasado hubo 444 mil 439 eventos de personas en situación migratoria irregular en el país, de los que 102 mil 220 (23 por ciento) fueron mujeres. Esto es un aumento de 44 por ciento versus 2021.
El fenómeno migratorio se complica aún más porque no se limita a personas extranjeras. En México, el desplazamiento interno que en gran parte obedece a la violencia o la pobreza, tampoco es susceptible de apoyos en el caso de que quienes están migrando vivan con alguna discapacidad. Y dentro de esta minoría, las mujeres con discapacidad son particularmente olvidadas.
Sueños rotos
Sentada en una silla y apoyada en una andadera, Sindy Cobo no deja de llevarse la mano derecha a la espalda, buscando un alivio al dolor que siente después del accidente que le fracturó la columna. Ella es indígena y su lengua materna es el Ixil y aunque su español es fluído, ella se siente insegura por alguna que otra palabra que no pronuncia bien. “Me vine porque en Guatemala no hay oportunidades. Yo trabajaba en trabajo doméstico, entraba a las 6 de la mañana y salía a las 5 de la tarde, pero es mucha humillación porque a veces me daban de comer y a veces no, y por mes me pagaban como 800 quetzalitos (mil 866 pesos mexicanos)”, afirmó. Su padre es diabético y su madre sufre las consecuencias de un accidente que tuvo hace algún tiempo, por lo que no pueden trabajar. En plena temporada invernal ella cruzó México desde Tenosique, en Tabasco a bordo de “La Bestia” hasta Chihuahua. Conocido como “el tren de la muerte”, este ferrocarril de carga de la firma Ferromex atraviesa nuestro país de sur a norte y es uno de los medios de transporte usados por los migrantes que ingresan por la frontera sur buscando llegar a la frontera con Estados Unidos. Se estima que medio millón de personas, en su mayoría hombres centroamericanos lo usan clandestinamente. Una investigación de 2015 indicó que entre 2002 y 2014, cuando el flujo migratorio era considerablemente menor, en promedio 37 personas eran mutiladas cada año por el tren. En 2014 el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad ya indicaba su preocupación por la “precaria atención de personas accidentadas por caídas del tren conocido como ‘la Bestia’”, además de los abusos de migrantes con discapacidad intelectual y psicosocial en las estaciones migratorias.
Durante 26 días, Sindy viajó en tren, en auto, a pie o se escondió por horas, siempre bajo la guía de un traficante (pollero) mexicano, al que le pagó poco más de 100 mil quetzales (230 mil pesos) por llevarla desde Guatemala hasta el estado de Virginia, con su familia.
“Dos veces nos subieron al furgón (tren) como por 48 horas. Por tramos nos metían en un carro”, contó Sindy. “En Durango caminamos como dos noches; sólo en las noches nos sacaban de las bodegas donde nos escondían”. Al llegar a Chihuahua, estuvieron ocultos en una bodega por algunos días.
El 15 de febrero la recogieron a ella y a otros 10 migrantes para hacer el tramo final del viaje. “Íbamos a cruzar el desierto, (donde no hay) el muro, pero el carro iba muy recio y se volcó, dio como tres vueltas”, narró. “Yo creo que los polleros iban drogados. El carro iba en zigzag y había mucho polvo y no se veía nada. Sólo sentí que el carro se movía mucho y se volcó”. El accidente ocurrió antes de cruzar a Estados Unidos, en la zona desértica de Chihuahua, cerca de Ciudad Juárez, donde no hay caminos, ni carreteras. Ella recuerda que los traficantes que los llevaban la sacaron de la camioneta y ella llamó a su madre, quien se comunicó con la persona que los enganchó en Guatemala para el viaje. Otros traficantes le llamaron a Syndi por teléfono para asegurarse que no había policía o agentes de migración en el área. “Yo llamé al 911 pero ahí me hacían muchas preguntas y yo me moría de dolor y les pedía ayuda, pero sólo me decían que no les colgara”, dijo. “En eso escuché que llegaba un carro y eran los otros polleros”. Esos hombres la dejaron a ella y a otra mujer en un hospital privado en Ciudad Juárez, donde dejaron el pago por la atención de dos días. Al terminar ese tiempo, a los dos días, los médicos de ese hospital le dijeron a Sindy que tenía la columna fracturada y era necesaria una operación, pero al no haber quien pagara los gastos, la trasladaron al Hospital General de Ciudad Juárez, donde permaneció más de un mes esperando que su familia juntara el dinero necesario para hacer la cirugía. “Mis familiares tuvieron que (pedir prestado) un dineral, gastamos mucho por mi cirugía, como 130 mil quetzales (303 mil pesos mexicanos) y estoy pensando mucho porque ya voy recuperándome y si me regreso a Guatemala a ver cómo voy a pagar mi deuda porque allá en Guatemala no hay trabajo”, lamentó. En la cirugía le colocaron una placa con 10 tornillos en su columna. La fractura del brazo izquierdo también ha ido sanando. “A veces no me siento cabal, ya no siento algo de mi cuerpo, siento que perdí algo valioso de mi cuerpo que no puedo comprar ni con todo el dinero”, dijo Sindy, entre lágrimas. “Es por una gran necesidad que yo estoy aquí. Me da mucha tristeza, no sé qué es lo que va a pasar, qué es lo que voy a hacer”. Ella aún se encuentra en recuperación en un albergue migrante de Ciudad Juárez, donde le son proporcionados alimentos y servicios básicos, aunque sigue sin saber las consecuencias del accidente, si la discapacidad será permanente o temporal, porque los médicos no le precisan y ella no ha preguntado, porque le da pena hablar con el doctor.
Derechos negados
En teoría, el gobierno mexicano ofrece servicios de salud para la población migrante extranjera, independientemente de su situación legal en el país, que puede ser de residencia temporal o permanente, solicitante de refugio, refugiado, de protección complementaria o de asilo político. El Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI), un primer intento de la administración de Andrés Manuel López Obrador por lograr la cobertura médica universal, contemplaba desde 2020 la atención a migrantes como parte de sus acciones puntuales, además de la responsabilidad “indelegable” para atender la salud de grupos en condiciones de vulnerabilidad, entre ellos, las personas con discapacidad.
Tras el fracaso del INSABI llegó el IMSS-Bienestar, otro programa que también incluyó dentro de sus reglas de operación la atención médica para personas migrantes, que tienen derecho al catálogo completo de servicios que van desde atención ambulatoria preventiva y asistencial hasta atención hospitalaria, con cirugías y rehabilitación incluida. Sin embargo, ninguna de las dos estrategias se ha traducido en el acceso integral a la salud para las personas en tránsito.
En 2019 un informe de HRW mostró que la mayoría de los migrantes entrevistados en Tijuana y Ciudad Juárez desconocían su derecho a servicios médicos y las autoridades no siempre informaban sobre este derecho. Para Enrique Lucero, director municipal de Atención al Migrante en Tijuana, de no ser por organizaciones de defensa de derechos humanos, la infraestructura de salud de la ciudad no tendría la capacidad de atención ante el alto número de migrantes y las condiciones físicas en las que llegan. “En mujeres haitianas es común que lleguen con muchas lesiones por las rutas que toman para llegar a Tijuana. Lo que hacemos, aparte de canalizarlas a un albergue, es que les damos las direcciones o las llevamos dependiendo del caso a centros de salud o al Hospital General”, dijo Lucero.
También hay caravanas de la Jurisdicción Sanitaria de Tijuana y otros programas impulsados por instituciones privadas como el del Hospital de las Californias que dona aparatos auditivos y otras ayudas que, sin embargo, son insuficientes cuando se trata de complicaciones más severas de salud.
“Cuando hay enfermedad crónica o que les piden algún estudio más profundo como resonancias o rayos X, nos trabamos. Cuando se tiene un tumor, un cáncer, si para uno mismo tener la atención es complicado, imagínate para un migrante”, comentó el funcionario municipal. “Independientemente de si se tiene una discapacidad, la atención médica es la segunda necesidad más grande después del alojamiento cuando hablamos de migrantes”.
Al tratarse de mujeres migrantes con discapacidad, o bien al cuidado de familiares con discapacidad, cada necesidad se hace más acuciante. Mientras el Estado ha sido omiso en el cumplimiento de las obligaciones contraídas en la Convención, son las organizaciones de la sociedad civil que, desde sus posibilidades, atienden a las personas en tránsito.
Uno de los albergues especializados en la atención de mujeres en la Ciudad de México es el Centro de Acogida, Formación y Empoderamiento para Mujeres y Familias Migrantes (CAFEMIN), donde ingresan cerca de 57 personas por día. Se trata de un inmueble con capacidad para 80 personas y en el que ahora viven 220.
“Las casas de migrantes en el país nacen, se sostienen y resisten porque no hay acciones específicas del gobierno que se encarguen de garantizar los derechos humanos de las personas, (son espacios que) se han tenido que ir adaptando a manejarse sin recursos del gobierno”, explicó Samantha Hernández, responsable de comunicación del albergue, que es administrado por la Congregación de Hermanas Josefinas. “Los albergues también han tenido que adaptarse a los contextos de cada migrante, desde las razones que les motivan a irse de sus lugares de origen, hasta sus condiciones económicas, educativas, de salud, entre otros”, agregó. “Desde luego que no es lo mismo recibir a mujeres o familias de Afganistán que recibir a familias o mujeres de Venezuela o a personas que tienen o no una discapacidad, cada grupo es diferente”, dijo respecto a las distintas condiciones de migración de cada persona. Hernández apuntó que CAFEMIN, como la mayoría de los albergues, no fue creado como un espacio para la atención de migrantes sino que es la adaptación de un espacio que fue escuela. “Resulta difícil la idea de adaptar este espacio como para incorporar rampas, o elevadores o tener personal pagado que hable lengua de señas o que tengamos algún terapeuta”, afirmó.
En Tijuana está el Santuario Migrante, que era un Centro de Rehabilitación Infantil Teletón (CRIT) y es el único que al haber sido un espacio creado para atender la discapacidad per se, sí está adaptado, pero la mayoría de los albergues migrantes que hoy están saturados fueron casas, hoteles o escuelas, en los que nunca se hicieron ajustes ni adecuaciones para recibir a personas con discapacidad o madres de niños con alguna condición y que no cuentan con apoyos económicos para hacer estas adaptaciones.
Migrar por una discapacidad
Bryan Anavisca y Helen Rodríguez, ambos de 26 años, dejaron su natal Champerico, en Guatemala, para buscar atención para su hija. Emma Yorleni, de apenas 1 año 3 meses de edad, quien tiene labio y paladar hendido. Con ellos viajó Fátima Atz, de 8 años, su otra hija. “Lastimosamente en nuestro país no quisieron operarla porque es muy riesgoso y por eso decidimos venirnos para que la pudieran operar”, narró Rodríguez. “Gastábamos demasiado dinero porque teníamos que viajar 5 horas hasta donde estaba la fundación que me la atendía y no había ningún avance”. La condición de Emma Yorleni es una discapacidad que le impide aprender a hablar y le origina otros problemas como dificultad para respirar o para comer. Sus padres eran comerciantes en su lugar de origen. Su familia tiene varios locales de comida en la playa de Champerico, donde se atiende a los turistas que acuden a recrearse al mar. Ahí fueron tocados también por la delincuencia. “Nos fueron a cobrar extorsión, derecho de piso”, dijo Anavisca. “Y si ya de por sí uno gana muy poquito, eso fue el acabose, pero ahí estábamos aguantando”. A principios de enero de este año, la familia comenzó el viaje hacia Estados Unidos y pasaron por varias dificultades, como caminar durante días para rodear los retenes de migración en México o subirse y viajar diversos tramos con las niñas en “La Bestia” y luego bajar y seguir. “Agarramos tres trenes. El primero en la Ciudad de México, en Huehuetoca. El segundo, en Irapuato. El tercero en Torreón, hasta Ciudad Juárez”, narró Anavisca. “Pero hacía demasiado frío, caía hielo en el tren”. A esa dificultad de viajar a la intemperie durante horas, se sumaban los ataques de la delincuencia que sufren los migrantes en el camino y el peligro de subir y bajar del tren en movimiento para evitar ser apresado. “Cada quien viene con su suerte porque sí se suben a asaltar, a violar, a matar o a secuestrar, de todo se ve en el tren”, dijo Anavisca. “La verdad, nosotros nos topábamos con gente mala y al ver a la nena (Emma) se compadecían de nosotros y nos dejaban pasar, pero a las demás personas sí les quitaban su dinero”.
Una vez en Ciudad Juárez, a finales de enero, la familia se encontró con que todos los albergues para migrantes estaban al máximo de su capacidad y tuvieron que encontrar un pequeño hotel para resguardarse y ahora pagan 150 pesos por noche para una habitación donde duermen los cuatro. Para obtener algo de dinero, la familia suele ir los fines de semana al puente Paso del Norte, a pedir dinero a la gente que va a cruzar a Estados Unidos.
“La falta de servicios y de apoyos que no hay en el país de origen, como en el caso de Emma Yorleni, son cada vez más la causa de migración y búsqueda de asilo para muchas familias”, dijo Rosa García, oficial de Protección de la ACNUR.
En dos ocasiones, la familia logró cruzar al lado estadounidense y entregarse a las autoridades. Pero las dos veces fueron devueltos a México y se les instruyó que sólo podían pedir asilo a través de la aplicación móvil CBP One, habilitada en enero de este año y que es hoy por hoy la única forma en que los migrantes pueden ver a autoridades estadounidenses para solicitarles asilo.
Discriminación sistemática
Estigmas, violencias y persecución son parte de la realidad que viven muchas personas por el simple hecho de vivir una discapacidad, como lo han documentado organismos internacionales. En su trabajo sobre albergues de la frontera norte de México, Carlos Ríos Espinosa, investigador senior de HRW, detectó que hubo mujeres de Centroamérica que huyeron de sus países por discriminación sistemática en contra de personas con discapacidad. Un hallazgo que fue señalado por el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad en su última revisión sobre Honduras, recordó Ríos. “El Comité (...) descubre que hay violencia sistemática contra las mujeres con discapacidad. Violencia en el trabajo, violencia de género, con calidad de vida muy mala en su país de origen, situaciones que las obligaron a migrar”, agregó Ríos.
Otro problema sistemático que enfrentan las mujeres migrantes con discapacidad es la violencia doméstica, pues las mujeres con discapacidad que son indocumentadas enfrentan el problema desde el miedo a ser deportadas, la desconfianza en la policía y la falta de acceso a servicios sociales, como reveló en 2012 el Informe de la Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer, de la ONU.
Salud mental, la discapacidad invisible
El sonido incesante del timbre puso en alerta a todos en el albergue, uno de los pocos que hay en la región centro del país. Afuera, en la calle, Victoria -su nombre real fue resguardado por cuestiones de seguridad personal-, trataba de entrar a un lugar seguro y le habían dicho que ahí encontraría refugio. Venía huyendo. Apenas podía caminar y mantenerse en pie. Había sufrido una violación sexual y las heridas que le dejaron su agresor o agresores en las piernas y en otras partes de su cuerpo eran tales que, una vez que puso pie en el albergue, ya no pudo levantarse más.
La herida más grande, sin embargo, no era visible. A ella la invadía no solo un dolor físico inmenso, sino que estaba en shock. Victoria tenía un trauma psicológico que le impedía hablar y establecer casi cualquier tipo de comunicación. Solo alcanzó a explicar que era migrante y necesitaba ayuda. Su silencio complicaba que recibiera algún tipo de asistencia después de la atención urgente. Quienes la ayudaron tuvieron que ir recabando información a cuentagotas sobre lo que había ocurrido y algo sobre su historia. Durante semanas no pudo hablar. En un silencio total trató de curar su propio dolor en el albergue, acompañada por otras personas, pero en completa soledad con sus pensamientos. Después de meses de terapia psicológica y tratamientos médicos, Victoria sigue en recuperación en un albergue en el que participa en las labores cotidianas, todavía sin definir si buscará llegar a Estados Unidos o ya no.
Sofía Cardona, asociada senior de Protección de ACNUR, indicó que también la violencia que experimentan las mujeres por su género tiene efectos en la salud mental, en condiciones que muchas veces resultan discapacitantes. “No podemos dejar de lado que hay mujeres que están huyendo por motivos de género, hay mujeres con discapacidad que la discapacidad les pone en un riesgo adicional de experimentar violencia de género y generan motivos de huida”, explicó.
Sin embargo, las características de la población migrante que está en constante movimiento, con necesidades económicas continuas y sin esquemas de protección gubernamental, complican los esquemas de atención psicológica. “Es muy difícil hacer acompañamiento terapéutico a personas que se mueven tan rápido. Se necesitan intervenciones creativas, que tengan un impacto en resolver cuestiones inmediatas”, resaltó. El informe “Discapacidad y movilidad humana. Estudio regional sobre la situación de las personas con discapacidad refugiadas, desplazadas y migrantes en América Latina”, elaborado por ACNUR y la Red latinoamericana de Personas con Discapacidad y sus Familias (RIADIS) en abril de 2021, ya alertaba sobre el impacto psicosocial de la migración en personas con discapacidad.
“Se encontró que la información disponible sobre personas con discapacidad en el contexto de la movilidad humana se centraba particularmente en los casos de personas en tránsito que adquirían discapacidades físicas debido a accidentes y mutilaciones (...) otras organizaciones internacionales les alertaron sobre la prevalencia de algunos trastornos complejos del comportamiento (...) lo cual permite deducir que existen riesgos particulares en esta población de adquirir algún tipo de discapacidad psicosocial”, se lee en el documento.
El mismo informe de ACNUR y RIADIS reveló que la COMAR no cuenta con datos desglosados sobre el número de solicitantes de refugio y personas refugiadas con discapacidad, por lo que al no contar con un perfil de esta población en sus registros, enfrentan limitaciones para definir estrategias específicas para su atención.
Mexicanas y mexicanos que también emigran
Cuando a Sara Gómez, de 36 años, le fueron a decir a su negocio que el cártel les iba a empezar a cobrar cuota, no lo pensó dos veces y con sus tres hijos decidió viajar a Ciudad Juárez para intentar llegar al estado de Kentucky, en Estados Unidos, donde vive una amiga. Ella tenía una pollería en Uruapan, Michoacán, que atendía con sus hijos Julián, de 20 años, e Isaac, de 13 años. Tiene un hijo menor, Isaú, de 9 años, que tiene parálisis cerebral. Su hermano gemelo con la misma discapacidad falleció hace algunos meses.
Su viaje a Juárez fue más sencillo del que viven las personas de otros países, pues la familia pudo hacer el viaje en autobús y, por recomendación de una amiga, llegaron a un albergue en donde han estado desde hace más de tres meses. “Veníamos con un objetivo que era llegar y cruzar para resguardar nuestra vida y que Isaú tuviera mejores cuidados”, dijo Gómez. “Y llegando aquí, desgraciadamente nos encontramos con que ya no podíamos cruzar así de fácil y que teníamos que esperar lo de la app (CBP One) y todo se llevaría un poco más”. De manera inesperada y sin que aún lo entiendan, durante el viaje a Isaú se le quebró un brazo y pudo atenderse hasta que llegaron a Ciudad Juárez a finales de enero de 2023, y semanas después el niño ya estaba bien. Para ella, ser madre de un hijo con discapacidad es un regalo que, aunque es difícil, le ha dado la oportunidad de conocer el amor incondicional “Para una madre con un niño con discapacidad, en mi caso eran dos, a veces sí se cierra el mundo y se cansa uno. Pero mi lema siempre ha sido que si yo me caigo, mis hijos se caen”, dijo. “Y es difícil porque México no está apto para tener hijos con discapacidad. Cualquier estado de México no está apto ni en hospitales, ni en servicios públicos, ni en banquetas ni en nada”.
Las madres migrantes cuidadoras de familiares con discapacidad tienen que enfrentar, además, las dificultades de no acceder a un trabajo, debido a que no hay instituciones que puedan hacerse cargo de sus hijos o hijas, además de que están en riesgo de ser engañadas con supuestos empleadores, señaló Samantha Hernández, de CAFEMIN. “Ellas como mujeres, como madres, como cuidadoras, tienen mucho más difícil el acceso al empleo formal precisamente porque no hay espacios que puedan garantizar el cuidado de sus hijas y de sus hijos, por otra parte y que también (...) la falta de documentos hace que forzosamente se vean obligadas a buscar empleos informales muchas veces no solo mal pagados sino que a veces ni siquiera les pagan. También vemos que hay una jornada de trabajo en temas de cuidado que muchas veces se triplica porque no solamente tienen que garantizar ellas su propia alimentación, su propia vestimenta, dentro de una dinámica de un albergue que está en condiciones de hacinamiento al menos en los últimos ocho meses, sino también pensar en brindársela a sus hijos o a sus hijas”, comentó.
Modelos de atención que sí funcionan
“Hemos visto cómo las mujeres cuidadoras migrantes comienzan a generar patrones de algún tipo de trastorno, ansiedad, estrés e independientemente de si hay o no capacidad para tratarlas desde el estado, se trata de un tema de acceso y ejercicio de derechos, sabemos que hay retos pero no por eso no se va a hacer nada”, explicó Rosa García de ACNUR. En la práctica, cuando no hay instituciones públicas que atiendan a la población migrante con discapacidad, son las agencias internacionales u organismos privados los que brindan los servicios requeridos.
En Tijuana, el gobierno municipal ha contado con la intervención de un hospital privado para la donación de aparatos auditivos para personas con esta discapacidad. Muletas y sillas de ruedas también han sido gestionados con particulares.
Desde Guanajuato, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) junto al Instituto Guanajuatense para las Personas con Discapacidad (INGUDIS) han establecido una alianza que permite visualizar una buena práctica de atención para la población migrante con discapacidad. Se trata de la atención que brinda el INGUDIS para las personas que han tenido una amputación como consecuencia de un accidente en “La Bestia”.
La intervención incluye la instalación de prótesis, rehabilitación, habilitación y, en caso de que lo desee la persona migrante, la búsqueda de empleo. El programa existe desde 2019 y “le entregamos a los migrantes una prótesis de movilidad uno -la más básica-, con la intención de que cuando hagan su retorno a su país de origen difícilmente encontrarán a los especialistas para dar mantenimiento a la prótesis de nivel 2, 3 o 4, es una prótesis básica pero funcional”, afirmó José Grimaldo Colmenero, titular del INGUDIS. Además del tratamiento físico, se aborda la atención psicológica y se brinda la posibilidad de iniciar los trámites para solicitar la condición de refugiado, gracias a un convenio firmado el año pasado con ACNUR.
Los costos completos son asumidos por el CICR, que trabaja también con el Albergue Abba, especializado en atender a personas migrantes que han adquirido una condición de discapacidad por “La Bestia”. Aunque se trata de un programa reconocido a nivel internacional, su impacto es bajo: desde 2019 y hasta 2022, apenas 22 personas han recibido una prótesis. Del total, solamente tres son mujeres.
En los primeros cuatro meses de 2023 sólo dos hombres migrantes han sido atendidos dentro de este programa.
“Es a partir de las redes de solidaridad entre los albergues y también con agencias internacionales o con la comunidad que se van hilando estos esfuerzos, pero realmente son pasos bien chiquititos, eso no significa que no sean importantes y significativos, pero son bien chiquititos ante el horizonte de necesidades cada vez más amplio que existe”, opinó Samantha Hernández sobre las necesidades que exige la atención a las mujeres migrantes con discapacidad.
Los especialistas consultados coincidieron en que las soluciones efectivas comienzan desde la voluntad federal de atender a la población migrante y aterrizan en esfuerzos de gobiernos locales para brindar mejor atención y accesibilidad a esta población que no solo está en tránsito, sino que enfrenta retos médicos y de movilidad mayores.
Sindy Cobo, la mujer migrante guatemalteca, no entiende de políticas públicas y carencias en la atención de personas con discapacidad. Ella lo único que sabe es que su sueño de ayudar a su comunidad se ve más lejano por la discapacidad que tiene luego de su accidente. “Yo queria hacer muchas cosas. Tener una farmacia, tener una casita donde vivir, donde tener paz, y ayudar a las personas, porque hay muchas personas necesitadas”, dijo Sindy. “Me da mucha tristeza porque en mi pueblo hay personas tiradas en la calle y necesitan ayuda. Ese era mi sueño y ya no se cumplió en realidad”.