Este 10 de mayo, un juez instruyó a la FGR indague el desempeño de Hugo López Gatell, subsecretario de Salud, por la pandemia de covid-19. Se le acusa “por su falta de cuidado, negligencia y el debido ejercicio de su función pública que provocó la muerte de Felipe del Carmen Jiménez Pérez”.
Se trata de una de las dos denuncias que presentó Javier Coello Trejo, el llamado “Fiscal de Hierro”, quien reveló la resolución por la que la FGR deberá seguir con la investigación para que desahogue más datos de prueba e indague a fondo estos sucesos. En la denuncia presentada el 25 de noviembre de 2020, se menciona que Jiménez Pérez falleció víctima de covid por la negligencia de diversas autoridades.
A continuación el prólogo escrito por Roberto Rock L. del libro “La historia oscura detrás de la pandemia”:
Te podría interesar
La crisis del sector salud marcará sin duda la historia de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador y su promesa de impulsar una verdadera transformación del país.
No se trata de una crisis nueva, sino de un cáncer que se acumuló durante décadas por deficiencias sistémicas; es decir, las que crecieron a la sombra de los discursos, los programas gubernamentales y las ocurrencias de los políticos, hasta formar parte de nuestra esencia. Una costra que hoy se muestra purulenta.
La crisis que se aborda en el presente libro, desde el punto de vista del periodismo y el conocimiento de un grupo de expertos, tiene muchas de sus raíces en el enorme peso de la economía informal en México (de la que vive más de la mitad del país), así como en las condiciones laborales, fiscales, financieras y políticas que parecieran conjuradas para apretar un nudo gordiano que amenaza con asfixiar a la nación.
Lo que realmente se halla en quiebra es el proyecto de un sistema de seguridad social que a mediados del siglo pasado imaginó un modelo que sería capaz de afiliar a todos los trabajadores mexicanos, dotándolos de múltiples beneficios pues laborarían en empresas bien establecidas, productivas y competitivas, al corriente de sus obligaciones patronales, con estímulos fiscales que las alentaran a crear más empleos. Estos trabajadores dispondrían de estancias infantiles para sus hijos, entre otros beneficios, y al final de su vida productiva los estaría aguardando una jubilación digna.
Todo sería parte de un círculo virtuoso. Un sueño que nunca se cumplió y que devino en pesadilla, en un infierno cuyos círculos más profundos están hoy asignados a los vulnerables extremos, a las masas miserables. Los sobrevivientes, los invisibles.
En los casi 80 años que nos separan de la Ley del Seguro Social de 1943, el sueño parece cada vez más inalcanzable. En este 2020 apenas 40% de la fuerza laboral goza de alguna cobertura de salud estable, el sistema sanitario público está disperso y su grado de ineficacia se refleja cada vez que un paciente no puede recibir los medicamentos que indica la receta que le extiende su médico o debe esperar semanas para ser atendido por un especialista, o meses si necesita practicarse un estudio de relevancia como una tomografía o una resonancia magnética, ya no digamos una intervención quirúrgica.
Muchos enfermos ven su economía familiar entrar en quiebra por tener que pagar medicinas, médicos y tratamientos directamente, en lo que se llama “gasto de bolsillo”, que en México es proporcionalmente uno de los más altos del mundo. El largo fin del sueño se expresa en pacientes que entran vivos a los hospitales públicos y salen muertos, fallecen en casa o, aún peor, en plena calle en espera de un espacio en el sistema.
Existe un correlato de nuestro drama en la profunda tragedia económica que supone la economía informal, pues en ésta se encuentran los trabajadores que deberían aportar cotizaciones para sostener un sistema de salud eficaz.
En un reciente artículo, el economista Santiago Levy llamó la atención sobre el hecho de que en 2005 el porcentaje de la economía informal reportado por el Inegi fue de 59.1%. Catorce años después, en 2019, fue de 56.9%. En el mismo lapso, el porcentaje de trabajadores con seguridad social pasó de 36.4 a 37.6%, un avance anual de 0.085%, por lo que de acuerdo con el propio Levy, se requerirían ¡siete siglos! para que todos los trabajadores estuvieran cubiertos por la seguridad social.
En el arranque de su gobierno, el presidente López Obrador se comprometió a emprender un sistema único de salud sin una hoja de ruta ni los consensos básicos y, lo peor, sin disponer del dinero que permitiera niveles aceptables de atención y abasto de medicamentos para más de 60 millones de personas que hoy no tienen acceso a sistemas públicos como el IMSS o el ISSSTE.
Tras meses de escarceos con pacientes, fabricantes de medicinas, directivos de hospitales y gobiernos estatales, se decretó la desaparición del Seguro Popular (creado en 2003), y el primer día de 2020 surgió el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), con un modelo pésimamente comunicado y caóticamente aplicado.
De acuerdo con las reformas a la Ley General de Salud, en México sería atendido gratuitamente todo aquel que se presente en la red pública hospitalaria, pero sólo para atención de primer y segundo nivel. Los demás deberían esperar.
Con ello el gobierno federal buscó satisfacer un viejo mito: que el eje clave de la política pública debe concentrarse en la atención de las necesidades básicas de la población, la que encara el desafío de, por ejemplo, las enfermedades infecciosas o contagiosas, que en el pasado provocaban un alto índice de muertes infantiles.
Los defensores de la evolución que se observaba en el sistema de salud antes del gobierno de López Obrador se refieren a los avances que se habían conquistado ante ese tipo de padecimientos, el aumento en la expectativa de vida de la población o el número de hospitales públicos en el país.
Pero estos argumentos deben ser contrastados con el estancamiento que exhibe la dispersión y duplicación del gasto público en varios subsistemas (IMSS, ISSSTE, Secretaría de Salud, más estructuras estatales y aun municipales), a lo que se suma el referido “gasto de bolsillo”.
Tampoco se puede perder de vista que el perfil epidemiológico en México se ha transformado de manera acelerada. Entre 1986 y 2016 —retomo el artículo de Levy— las muertes por enfermedades infecciosas o parasitarias disminuyeron 85%, pero el impacto letal de los padecimientos crónicos se multiplicó en el caso de la diabetes (296%), los tumores malignos (76%) y las enfermedades cardiovasculares (34%).
Frente a tal contexto, la drástica política dictada por el gobierno de López Obrador golpeó precisamente a los pacientes encuadrados en ese ámbito, los que saturan los hospitales e institutos públicos de especialidades (el llamado tercer nivel). Se agudizó la escasez de medicamentos para niños con cáncer; sus padres tomaron las calles para protestar ante esta situación, al tiempo que se anunciaban severos recortes al presupuesto de los institutos y hospitales de alta especialidad, donde hubo despidos de personal.
El Seguro Popular cubría muchos de estos padecimientos con apego a un catálogo de enfermedades “catastróficas”, llamadas así porque destruyen la economía de una familia entera. Desde diciembre de 2018 López Obrador anunció la muerte de ese sistema, bajo el argumento de que “ni es seguro, ni es popular”. Pero el nuevo modelo no otorgó, en definitiva, mayores certezas, y dejó a millones de pacientes en el limbo jurídico y social… lo que no es en absoluto popular.
La nueva etapa de esta batalla fue la pretensión del gobierno federal, anunciada también desde diciembre de 2018, de centralizar en manos federales la red de hospitales públicos del país, incluidos los construidos y manejados por administraciones estatales. Ello atrajo una natural protesta de gobernadores, que especialmente en el centro y norte del país administran sistemas de salud iguales o más modernos y eficaces que el IMSS o el ISSSTE.
Ésta era la realidad que dominaba al país en las semanas posteriores a cumplirse el primer año en el gobierno de López Obrador. Entonces comenzaron a llegar noticias inquietantes de una extensa ciudad en el centro de China de la que, sin embargo, pocos habían escuchado hablar: Wuhan. Al cierre de diciembre de 2019 las autoridades mexicanas tuvieron las primeras noticias de que un nuevo virus había surgido en China con el potencial de provocar un cataclismo sanitario.
La irrupción de la pandemia de covid-19 se produjo cuando nuestro sistema de salud se hallaba comprometido por otras epidemias como la tuberculosis, el sarampión y el dengue, con crecimiento no conocido en años, lo que evidenciaba el debilitamiento de controles sanitarios, ineficacia o ausencia de campañas de vacunación, medicamentos y vacunas insuficientes o de baja calidad.
Al declararse la pandemia mundial, en México casi todos los días se generó un indicador, una noticia, un reporte internacional sobre los enormes desafíos del Sistema Nacional de Salud. Pero escasearon las evidencias de que la administración de López Obrador contara con la capacidad para definir una estrategia que coordinara esfuerzos y avanzara en propósitos específicos.
En marzo, tras reportarse la detección del “paciente 0” contagiado, un personaje público se consolidó frente a la atención ciudadana: Hugo López Gatell, subsecretario de Salud, designado vocero y estratega en el manejo de la pandemia.
Un eficaz montaje publicitario gubernamental hizo que la popularidad de este epidemiólogo, hasta entonces virtualmente desconocido, creciera como la espuma, al grado de aparecer en portadas de las llamadas revistas del corazón.
El punto de inflexión se dio a partir de mayo, luego de que López-Gatell fallara una y otra vez en pronósticos de primera importancia respecto de la evolución de la crisis sanitaria y en sus posturas contra la aplicación masiva de pruebas y el uso de cubrebocas, lo que le atrajo la descalificación de especialistas y medios de comunicación nacionales y extranjeros.
Al inicio del verano de 2020, México acumulaba cerca de 30 mil muertes a causa del coronavirus. Se colocaba en los primeros lugares mundiales por su número de contagiados y por el porcentaje de letalidad.
En los hospitales e incluso en las calles, la comunidad médica acumulaba agravios por estar trabajando en la primera línea contra el covid-19 sin los equipos necesarios para su propia protección, lo que provocó un alto número de decesos entre el personal sanitario.
Con más incertidumbre que certezas, la autoridad instaba a la población a relajar un confinamiento que superaba ya los 90 días. Se hallaba latente el temor de nuevos brotes graves y de que las cifras de muertes siguieran aumentando.
Seguíamos viviendo en el año en que una nueva epidemia mundial instaló el miedo entre todos nosotros, sin saber cuándo terminaría la pesadilla.
Julio de 2020