Mientras algunos se apuran a ajustar sus realidades económicas a los nuevos tiempos, otros fuerzan su vena autoritaria hasta el extremo. Eso es lo que se va observando en distintas latitudes, movilizadas, todas, al compás de una guerra que no deja de generar el cúmulo de declaraciones temerarias, al que ya nos tiene acostumbrados; muertos por doquier, y una estrategia, la de occidente en su conjunto, que hasta aquí huele a fracaso. La ofensiva bélica goza de buena salud.
Así se deja ver nuestro hábitat tras un rápido y somero paneo en un recorrido por la actualidad. Más detenidamente, la cosa puede ser más complicada cuando se cae en la cuenta de que ni las movilizaciones más importantes en la historia reciente de Francia, y mucho menos el sentido común que aporta la historia, alcanzan para frenar una reforma jubilatoria que se erige en otro el intento de emparchar un Estado de Bienestar que se hunde, lenta y constantemente, desde hace décadas. Un evento que pone de manifiesto que ganar la calle y convencer a las multitudes, ya no es suficiente; que la carencia de argumentos políticos para defender el proyecto y llevarlo a buen puerto, no hacen mella en las decisiones del mercado (eufemismo para hablar del poder real), y del que, en este caso, el presidente Emmanuel Macron y su primera ministra, Élisabeth Borne, aparecen sólo como meros ejecutores. Todo esto, mientras Marine Le Pen y sus huestes de ultraderecha celebran en petit comité, hasta que llegue el momento de pasar por caja a cobrar los dividendos políticos en la única moneda que utilizan: el descontento social.
Lo que queda por delante del pleito por las jubilaciones, de aquí al 26 de marzo —fecha límite para que el debate y sanción en la Cámara de Diputados—, acaparará, sin duda, la atención del resto de Europa. Ya que por ahí allí se está trazando la ruta sobre la que deberán transitar socialmente millones de europeos. El ajuste fiscal, nuevos recortes económicos para tratar de paliar una crisis que se viene desarrollando y de la que no se vislumbra un final. En buena medida por culpa de la polvareda bélica que llega desde Ucrania.
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Rusia y su líder Vladimir Putin siguen en los suyo. Haciendo lo que mejor sabe y más le gusta. Jugar a recuperar sus fronteras históricas, viéndose cercado y apoyándose tanto en sus aliados chinos como en esas naciones que le dan vida a la neutralidad y que bien podrían ser los dueños de la llave para su solución.
En tanto, Washington tiene otros conflictos como para tomarse un recreo de esta guerra que azuza con cierto esmero. Por ejemplo el que acaba de abrir el primer ministro, Benjamín Netanyahu, con una reforma judicial que despertó la ira hasta de los oficiales más encumbrados de su ejército. Algo así, como “las delicias” para una histórica coalición de derecha reforzada con los sectores más ultras del espectro político israelí. Un gobierno que desde el arranque no solo intensifica los ataques contra sus vecinos palestinos, sino que también pone en riesgo la democracia. Algo que quedó demostrado en las masivas protestas de los últimos días.
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Según el proyecto presentado en el Knesett (Parlamento), lo que busca el gobierno es que los jueces del Tribunal Supremo sean elegidos a dedo por el gobierno. Una medida que podría encontrar el apoyo inmediato del gobierno argentino de (Cristina) Fernández & (Alberto) Fernández (y aquí sí el orden de los factores no altera el producto). Allí, en el extremo sur de las Américas, bien lejos de Israel, ellos buscan implementar algo similar. Pero eso sí: auto-percibiéndose de “progresistas”. Nadie debería extrañarse, entonces, si en los próximos días el presidente argentino, fiel a sus sorprendentes declaraciones no nos regala algo así como que “…Para los argentinos, Jerusalén siempre estuvo cerca…”
Para la angustia de la humanidad los Netanyahu no están solos. El nicaragüense, Daniel Ortega, arremetió ahora con el empresariado que se auto-percibía aliado del matrimonio del poder —sin caer en la cuenta que los totalitarios no admiten socios, sino súbditos—, y al expresidente brasileño, Jair Bolsonaro (2019-2023) lo embargó la “saudade” y anunció que vuelve al país. Busca el regocijo de sus huestes y, de paso, le suma un tema más a la agenda del presidente, Lula Da Silva, ocupado como está en enfriar la economía, timonear con pulso a la variopinta tropa política que lo devolvió en el Palacio del Planalto y en tallar en el escenario internacional a como dé lugar. Ya sea proponiendo un club de países para mediar entre Moscú y Kiev, llamar al diálogo en Nicaragua o llevar de la mano a la expresidenta, Dilma Rousseff (2011-2016), hasta el principal despacho del nuevo Banco de Desarrollo (NBD, por su siglas en inglés) de los BRICS.
Imágenes todas que, a medida que transcurren ante nuestros ojos, por momentos destiñen; en otros, oscurecen y, cada vez más a menudo, se ven penetradas de tonos cada vez más rojizos. No se sabe aún si ese efecto visual obedece al calentamiento global o es consecuencia pura y dura de la sangre derramada.
VGB