La invasión rusa a Ucrania no cumplió todavía un año, pero ya plasmó un punto de inflexión. Un antes y un después. Un conflicto que ingresa, ahora, en un estadio del que siempre será difícil retroceder, como si la historia de sangre, destrucción y barbarie de la primera mitad del siglo XX sólo sirviera para alimentar documentales o ficciones hollywoodenses y más nada.
Dignos ejemplares de su tiempo, esta generación de líderes que guía al mundo nada más repara y actúa en función del presente. Y si no se mira para atrás, para qué pensar en el mañana.
En esas están los responsables político europeos, frente a una guerra cada vez más compartida, un poco más de todos que cuando arrancó el pasado 24 de febrero.
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En su mayoría, actuando como miembros de una sinfónica del desatino, bajo la batuta, por momentos desmemoriada y olvidadiza, de Joe Biden.
Toda una generación de políticos, de responsables de Estado, heredera en segunda generación, en el mejor de los casos, de aquella que sufrió el descalabro de la Segunda Guerra Mundial y luego se aferró al salvavidas del Plan Marshall para acelerar la recuperación y que hoy aporta tanques, como hace meses viene aportando armas y municiones y en unos meses serán aviones u otros utensilios bélicos, creyendo (como se escuchó decir a algunos de ellos en petit comité), que de esa manera forzarán la paz, cuando por ese camino lograrán completar el diseño de ese monstruo llamado guerra.
Proyecto en el que Putin —y sus ansias de reconstruir algo parecido a la Rusia imperial— no escatima esfuerzos. Todo ello en un mundo muy diferente al del 1945. Esta vez no habrá un George Marshall disponible y con un plan de rescate en el cartapacio. Ni tan siquiera el Chapulín Colorado para ir en ayuda de una Europa encorsetada por la geografía y por su pertenencia a Occidente.
El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, hace rato que viene pasando la gorra entre sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), los que por acción u omisión (según como se lo analice)ayudaron a construir ese escenario dantesco que hoy muestra el Donbas o algunas zonas de Kiev.
El pedido de los tanques Leopard, que en principio Berlín parecía esquivar, termina ahora por ser una realidad, fruto de la presión sobre el canciller, Olaf Scholz, que tras el minué diplomático logró que la Casa Blanca también comprometiera el envío de los tanques de fabricación estadounidense, Abrams M1A1 y M1A2, de la misma forma que luego se sumó la administración de Emmanuel Macron, la que se anotó con los AMX-10 RC; Reino Unido hizo lo propio con 14 Challenger y siguen las firmas con España, Portugal y otros tantos miembros de la Alianza Atlántica.
No son pocos los expertos militares europeos que sostienen que esa es la única forma que tiene Ucrania para revertir la situación en el campo de batalla. No solo por el número de tanques a su disposición, sino por las características de esos blindados que llegarán, muchos más operativos y modernos, comparados con los 1.630 que están operativos, de los 3.300 con los que Rusia habría comenzado su invasión, según un informe de Military Balance del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos.
Pero en los despachos oficiales europeos nadie aparente reparar en que a partir de la entrada en acción de esos tanques, la guerra ya no será sólo un problema de Ucrania y sus vecinos, sino del Corpus occidental en su conjunto.
Alemania terminó por ceder a las presiones de Washington, de Polonia y de buena parte de sus aliados, a pesar de su intención de mantener siempre un canal abierto con Moscú. Alcanza con recordar que hasta “ayer”, nomás, mantenía vivo el proyecto del gasoducto Nord Stream, a pesar del hostigamiento que venía sufriendo Ucrania.
Basta con repasar las declaraciones de Macron o de varios de sus colegas de la primera mitad del 2022 cuando aseguraban que se limitaría el envío de armamento de gran porte. Todo ello es pasado y como se ha dicho, para ellos manda nada más que el presente. Fiel a su estilo, Vladimir Putin mandó ya a varios emisarios a desparramar advertencias.
Uno de ellos fue su ministro de Relaciones Exteriores, Sergei Lavrov, cuando el miércoles, al concluir su visita a Petroria para anunciar unas maniobras navales con China y Sudáfrica, reflexionó al respecto: “La guerra contra Occidente ya no es híbrida,
sino casi real…”.
Sin esfuerzos ni atisbos de mínimas gestiones en busca de una negociación que conduzca a la paz, la recolección de tanques a la que se abocaron los gobiernos europeos, bajo la tutela de Biden, solo ayuda a diseñar la expansión del conflicto.
Como si a unos y a otros se les hubiese borrado el disco duro donde se guardaba la experiencia bélica y sus consecuencias, sin olvidar que unos y otros llegaron hasta aquí con este escenario, gracias a la mala praxis político-diplomática de sus antecesores (nucleados en la OTAN) para con Rusia, tras la desaparición de la Unión Soviética en 1991.
Eso no lo dice ningún lugarteniente de Putin, sino el exsecretario de Estado Henry Kissinger, a punto cumplir un siglo de vida, quien suele cuestionar el hecho de que la Alianza no le cumpliera la palabra al último presidente soviético, Mijail Gorvachov, en aquello de no extenderse hacia el este.
Pero eso ya es pasado. Hechos que esta generación de políticos no parece estar dispuesta a sopesar. Son los tiempos de la era digital donde todo es presente. Y, precisamente, hoy solo priman los tanques, y esa inmediatez con la que todos colaboran y participan y que tiene un solo nombre: guerra.