En materia política, el siglo XXI había arrancado en Perú con una gran marcha, la de los Cuatro Suyos (puntos cardinales), allá por julio de 2000. Era la invención del entonces candidato Alejandro Toledo, para defender el fraude en las urnas que había perpetrado la dupla Alberto Fujimori-Vladimiro Montesinos. Aquella gesta le había salvado la vida a la sufriente democracia peruana. Ayer, otra marcha, llegada desde el interior profundo del país a Lima, volvió a marcar un antes y un después en la vapuleada historia política del país andino. Pero esta vez para ahondar su crisis de representación y agravar hasta límites impensados, su “demodesgracia”.
La lista de víctimas fatales de las últimas semanas se sigue agrandando. Al igual que la de heridos y detenidos. Por lo visto ayer en las calles limeñas y en otros puntos del país, la Policía arrobó a su estirpe represiva la de “asesina” que partía como si se tratara de un arma a repetición de boca de los manifestantes, mientras la presidenta, Dina Boluarte —asesorada a saber por quién— no encontró mejor ocasión que presentarse en tono desafiante en un mensaje a la Nación, mientras promediaba la incesante marea humana, con todo tipos de reclamos: unos urgentes, como su renuncia y la de todos los congresistas, otras demandas, casi ancestrales, por lo básicas e incumplidas desde el poder central de todas las épocas.
Es más que evidente que una crisis de tamaña magnitud no se genera de un día para el otro. El desencadenante fue, sin duda, el fallido golpe de Estado del hoy detenido Pedro Castillo. Corolario de una gestión errática, carente de sentido común y de la más mínima experiencia política. Lo que se deja ver en la reacción popular de los últimos 40 días es que, si bien el expresidente carece de peso político, su origen social y étnico y su llegada al poder representaron la oportunidad histórica del sur profundo, olvidado, pisoteado en sus longevos reclamos, a donde la inversión pública no llega (a pesar de las riquezas que aporta al PIB), blanco fácil de un racismo enquistado en todos los estamentos del poder desde los tiempos de Francisco Pizarro, y a los que el Congreso y (su brazo ejecutante) Boluarte acusan de terroristas, o bien, a modo de halago, los califican de “bolivianos”.
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La fragmentación política que fue llevando al Perú por el desfiladero de la crisis tampoco es nueva. Es más vieja que la recordada marcha de los Cuatro Suyos; tal vez date deel autogolpe del 92, perpetrado por aquel inefable dúo de Fujimori-Montesinos. Desde entonces, el Perú vive tratando de superar su crisis de representatividad y encontrar una viabilidad política, para su desgracia, con escasísima materia prima en lo que a ADN político, respecta.
De hecho, todo sus presidentes elegidos por votación desde el 2001 hasta hoy, salvo el difunto Alán García (1985-1990 y 2006-2011), todos los demás, economistas (Toledo y Pedro Pablo Kuczynski), exmilitar (Ollanta Humala), maestro rural (Castillo), pertenecían al partido de los outsiders y terminaron procesados por delitos varios.
Esto en un país donde el Congreso hace lo que mejor sabe y más le gusta: obstruir en vez de construir consensos o leyes. Escenario perfecto para una fragmentación desesperante que hace que muchos de sus integrantes, como reza el corrillo popular en el Perú, “no tengan currículum sino prontuario…”, y donde la presidenta de turno, lejos de abrir canales de diálogo, los dinamita, como lo hizo ayer en su mensaje al país.
Boluarte llegó al poder como representante de ese sur profundo, postergado por siempre, donde la riqueza agrícola y minera no derrama en la región. Es llamativo observar cómo la afecta, al igual que a otros tantos colegas suyos en Sudamérica, el síndrome de la autopercepción. Hoy se autopercibe como una mandataria más volcada a una derecha que decía combatir y leal al Congreso, la única soga que podría ayudarle a permanecer a flote un poco más. Ratificó que no adelantará las elecciones y que judicializará la protesta. Pero de investigar a los asesinatos de manifestantes a manos de una policía con licencia para acribillar, ni jota.
Hasta aquí, los pedidos de renuncia de la presidenta y congresista que inundan toda la geografía peruana siguen cayendo en saco roto. Las acusaciones de una acción terrorista o de izquierda parecen desmentidas en los hechos. Al decir del historiador José Luis Rénique, autor del ensayo La nación radical y la batalla por Puno, la dinámica del conflicto tiene múltiples actores y nuevos liderazgos. Pero observa el problema: “El centralismo férreo del gobierno central contra una región que representa lo indio, lo extremo, los extramuros del país…”.
Si bien, en las sangrientas protestas no puede descartarse la presencia de agitadores (principalmente con el antecedente de Antauro Humala asesorando a Castillo en sus últimas horas como presidente), los actores de semejante descalabro son múltiples y el Estado, bajo control de los congresistas y Boluarte, no atina a dar con la identidad de los responsables; como si su estructura de inteligencia se hubiese plegado también a la protesta en su contra. La mandataria no puede encontrar respuesta a la pregunta que lanzó en su mensaje de ayer: “¿Quién los financia? (a los manifestantes). Rénique intenta hallar una explicación cuando asegura que “con el actual orden político, con el discurso del primer ministro (Alberto Otálora), vemos lo que será la gobernabilidad del Perú. Lo ha definido a partir de la preservación del Estado centralista. El interés es el que domina. Y para el resto, si no se alinean, bala”.
Para la analista Rosa María Palacios, “si Boluarte no renuncia —y no hay miras de que lo haga en lo inmediato—, la protesta va a continuar por mucho tiempo”. Lo necesario para que la descomposición sea completa. No en vano, la economía (que parecía blindada a los terremotos políticos desde hace 20 años), comienza a dar signos de contaminación. El dólar se disparó esta semana y todos los análisis de mercado muestran nubarrones bien oscuros en el corto plazo.
No faltan los que revisan la historia de esta “demodesgracia” versión peruana y se detienen en el interinato ejemplar de Valentín Paniagua (2000-2001), pero rápidamente caen en la cuenta de que eso se parece a una quimera. No se vislumbran hombres de estado en el actual escenario. Como si el cambio climático hubiese, también, arrasado con la política o, como asegura el que sociólogo Nelson Manrique, “no hay un dirigente que entusiasme a la mayoría…”.
Si se observan las encuestas, casi un 70 por ciento de los consultados se pronuncia a favor de la renuncia de Boluarte y de todo el Congreso. La presidenta piensa en elecciones para abril de 2024, pero la presión de la calle fuerza nuevos comicios en la segunda mitad de este año. Algo que el exdirector del Organismo Nacional de Procesos Electorales (ONPE) asegura que es posible, fuentes de ese organismo lo objetan “porque no alcanzaría el tiempo para realizar un trabajo serio, si, como parece, se inscribirán más de 15 partidos políticos”. Un reflejo fiel de las consecuencias de la fragmentación.
Por eso, la marcha de ayer marcó un nuevo hito de la crisis que seguirá, indefectiblemente, con su dinámica. Nadie ignora ya el diagnóstico y el tipo de patología que afecta al país, pero nadie busca atinar con el tratamiento y, mucho menos, se esperanza con una vacuna que funcione de muro ante un virus que amenaza a varios países sudamericanos y que ahora se ensaña con el Perú.