Corren tiempos de debilitamiento democrático, en distintos puntos del planeta. Un botón basta de muestra: hace unos días, la Cámara de Representantes en Estados Unidos vivió una inusitada crisis cuando los republicanos, fruto de sus disputas internas, no lograban ungir a Kevin McCarthy, jefe de la bancada, como presidente del cuerpo. El primer caso en un siglo. Suficiente como para refrescar la óptica de analistas e intelectuales de distinto origen, sobre la crisis que vive la democracia de ese país desde la fallida toma del Capitolio en el 2021.
Una crisis del sistema político que, paradójicamente, coincide con la pérdida de influencia global de los Estados Unidos. Una posición que se la discute con insistencia China, a tal punto que varias alertas se encendieron al tiempo que se desató el conflicto en Ucrania.
Te podría interesar
Un libro que abarca el problema actual de la democracia en la, todavía, primera potencia mundial es Two Cheers for Politics: Why Democracy Is Flawed Frightening and Our Best Hope” “Dos hurras por la política: por qué la democracia es defectuosa, aterradora y nuestra mejor esperanza”, cuyo autor es Jedediah Purdy, profesor de Derecho Constitucional en Columbia y columnista de The New York Times.
Purdy trabaja sobre varias hipótesis, de las cuales una es la que brinda más tela para cortar. La política, como herramienta de construcción democrática, fue cediendo terreno ante el avance del mercado, desde que el neoliberalismo lo fue impregnando todo. Incluso la vida cotidiana de las personas. Ahora que el modelo incubado en la posguerra —y perfeccionado en la segunda mitad de los años 50 en la Escuela de Chicago, de la mano de Milton Friedman— entró en crisis, Purdy parece sintetizar en su trabajo que la democracia solo se salva con más democracia.
Pero el “Dios Mercado”, en tanto religión, también tiene sus profetas. Uno de ellos es el magnate Bill Gates, quien, en días pasados, le regaló al mundo su profecía para el 2023: crisis económica de cierta gravedad para los próximos cinco años y riesgo de “guerra civil” en Estados Unidos, fruto de la polarización política, que a su humilde entender “podría ser el final de todo”.
Si tenemos en cuenta que allá por el 2015 habló de una pandemia para la que no estábamos preparados, el amo de Microsoft, en algunos sectores, comienza a ser escuchado como una suerte de Nostradamus posmoderno.
Pero la crisis de la democracia no es solo estadounidense. Los cimientos del sistema crujen en distintos países al límite de necesitar sucesivos actos de contrición aquí, allí y más allá también, hasta preguntarnos: “¿Y por casa cómo andamos?”.
En España, el gobierno de Pedro Sánchez se trabó en una discusión con el Tribunal Constitucional, al punto de transformarla en una inédita crisis institucional, la primera de ese porte desde 1977. Y es que ese alto tribunal frenó el trámite parlamentario en el Senado de un proyecto de ley enviado por el Ejecutivo que buscaba cambiar los criterios de elección de los miembros de ese órgano y del Poder Judicial.
El debate no parece encontrar un final en lo inmediato y, según los sondeos de opinión, comienza a tallar en la mente de los votantes, a pocos meses de las elecciones generales.
Nada nuevo lo que ocurre en España. A falta de oposiciones firmes que aglutinen las demandas y el desencanto con la política de las mayorías, siempre es bueno “un enemigo” político que no vaya a competir en las urnas. Por estas horas en Chile y en Argentina se viven dos casos similares.
En Santiago, el presidente, Gabriel Boric, mantiene un enfrentamiento duro con la Corte Suprema, en virtud del indulto a un exmiembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), la guerrilla de izquierda que enfrentó a la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Se trata de Jorge Mateluma, condenado y detenido por haber participado en un asalto al banco Santander en 2013.
Expertos en estas lides, en Argentina, los Fernández, Alberto (el presidente) y Cristina (la vicepresidenta), también mantienen un pulso, con pedidos de juicio político y todo, con los miembros del máximo tribunal, por el fallo que ese cuerpo dictó en contra del gobierno, por el que tendrá que devolver los fondos retenidos a la ciudad de Buenos Aires, gobernada por la oposición.
Así como durante el primer gobierno de Cristina Kirchner el enemigo eran los medios de comunicación, encabezados por el Grupo Clarín, ahora lo es “el Partido Judicial”, como suelen denominar desde el gobierno a los miembros de la Corte y a la mayoría de los jueces.
Es ahí donde todos los esfuerzos del kirchnerismo por aprovechar el regreso a las marquesinas de Lula da Silva como aliado quedan ensombrecidas. En Brasil, los ataques a la Justicia eran propiedad de Jair Bolsonaro y de su gobierno, como del expresidente brasileño y de Donald Trump fue la decisión de no entregar los atributos del poder a sus respectivos sucesores.
Una costumbre rayana con el autoritarismo, que en Argentina inauguró la viuda de Kirchner cuando no participó del traspaso del poder a Mauricio Macri (2015-2019).
Aquí aparece otro rasgo distintivo que, si no ayuda al deterioro democrático, por lo menos degenera la política en su conjunto y, por ende, la relación de rechazo, que cada vez más sectores de la población vienen manifestando hacia todo lo que venga de su quehacer. Y es la autopercepción ideológica de algunos actores centrales de la vida institucional de varios países.
Justo en un momento de la historia donde finalmente el derecho de la igualdad de género va ocupando el lugar que debió haber ocupado hace siglos en el marco del Derecho Internacional, abundan los casos de políticos con frondosos currículums defendiendo políticas neoliberales o neoconservadoras, privatizaciones de empresas del Estado y de recursos naturales, respaldando dictaduras militares y de repente, y que en algún momento, como por un golpe de magia, comenzaron a sintonizar otra frecuencia y a articular discursos dignos de demócratas de la primera hora, o arengas progresistas, que no pasan más allá de la autopercepción.
Y en ese terreno también, tanto la viuda de Kirchner como Macri, no se sacan ventaja. Si los tipos de identidades fuesen viables de aplicarse a la cuestión política, la vicepresidenta se inscribiría en el pangénero y, en cambio, el empresario y expresidente del Boca Juniors, en el transgénero.
Ella un día blasfema contra el peronismo y otro día se autopercibe “peruca”, alguna vez acompañó al presidente Carlos Menem en su cruzada neoliberal y después lo denostó sin piedad. Aparece como amiga de Cuba y como adalid de los derechos humanos, pero tiene como asesor (y antes como jefe del Ejército) al general César Milani, acusado de la desaparición del soldado Alberto Ledo en 1976. Un posible caso de disonancia cognitiva, como la psicología social califica a aquellas personas en las que sus creencias y sus comportamientos no concuerdan.
El caso de Macri es más básico. Pasó de ser el heredero de una familia que construyó su fortuna a la sombra de la dictadura militar a presidente y jefe de la oposición, cuyas únicas credenciales políticas fue el haber gerenciado un club de fútbol. Algo así como un Silvio Berlusconi de entrecasa.
Para entender dónde están parados ideologicamente, cada uno, ahí están las cifras socieconómicas de la Argentina, con más del 40 por ciento de la Población Económicamente Activa (PEA) por debajo de la línea de pobreza y una inflación anual cercana al 100 por ciento.
Se puede seguir buceando en otras geografías, con tranquilidad de repetir la ecuación. Por ejemplo, en Ecuador, Rafael Correa (2007-2017), este economista graduado en la Universidad Católica de Guayaquil y autoconvencido de haber liderado una revolución bajo el copyright del chavismo, fue el mejor discípulo del que fue alguna vez su jefe, el expresidente conservador León Febres Cordero (1984-1988), a la hora de construir y manejar el poder, porque de cambio social… Basta revisar los índices sociales de Ecuador, en los últimos años para terminar de ubicar a Correa como a sus sucesores.
¿Cómo superar esa confusión digna de la época? Así como se podría llegar a coincidir con Purdy, de que a la democracia se la cura con más democracia, el mundo de las ideas debería intensificar la vieja dinámica intelectual de discutir en qué consiste ser un progresista, o ser de izquierda o bien ser un liberal, devoto de la democracia, en la era de la cibernética o, al decir del filósofo francés Paul Virilio, del “cibermundo”.
Precisamente, es Virilio el que sostiene que llevados por la velocidad de la información y de los hechos, “no se va a ninguna parte, solo nos contentamos con partir y abandonar lo vivo en provecho del vacío de la rapidez…”. Y es en ese vacío, donde aflora el individualismo extremo y la autopercepción como mantra, donde todo se transforma en tierra fértil para los que se tientan con el autoritarismo y para ciertos falsos profetas.