Corrían los primeros días de marzo último, cuando ya la invasión rusa a Ucrania se había transformado en guerra y el tablero geopolítico comenzaba a moverse con dinámica desesperación, cuando nos atrevimos a lanzar un pronóstico: “Solo basta que un misil caiga del lado de la OTAN, para que el conflicto se extienda al resto de Europa…”. Ese misil cayó en la tarde (en México) del martes, y la tensión se elevó sin atenuantes, justo cuando el G-20 se cerraba con una condena a Rusia y un consensuado llamado a la paz. Poco después de que Joe Biden y el presidente chino, Xi Jinping, allí en Bali, ordenaran, mínimamente, el rompecabezas geopolítico, que los tiene a ambos como operadores centrales. Pero aquel presagio se quedó a mitad de camino. Como si “el guion”, si es que lo hubiere, fuera modificado sobre la marcha. Al menos en este episodio.
Horas de máxima tensión entre los socios
Fueron poco más de 18 horas en las que la tensión acaparó a los líderes de Occidente, activados cuando el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, decidió convocar de urgencia a la Comisión de Seguridad, mientras el presidente, Andrzej Duda, y el canciller, Zbigniew Rau, iniciaron frenéticos contactos con los representantes de los países miembros de la OTAN. En el ínterin, Moscú deslindó cualquier responsabilidad en el ataque y el ucraniano, Volodimir Zelensky, exultante aún por el reciente repliegue ruso de la ciudad de Przewodow, corrió a acusar a las fuerzas rusas —que venían de una escalada de bombardeos que dejaron sin electricidad a varias ciudades ucranianas y moldavas— del ataque y llamó a la alianza atlántica “a actuar de inmediato”.
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Ante ese panorama, Varsovia estuvo a nada de activar el artículo 4 del Tratado del Atlántico Norte, el que establece que el llamado a consultas de todos los Estados miembros cuando uno de ellos se ve amenazado. Fue Biden, en persona, el que, puso paños fríos, cuando habló primero que el resto de los actores de la “improbabilidad” de que ese misil —que acabó con la vida de dos personas en esa ciudad fronteriza con Ucrania— haya sido disparado por las fuerzas rusas. Horas después, tanto las investigaciones preliminares de la OTAN como la del esquema de seguridad polaco detectaron que ese artefacto había sido lanzado desde territorio ucraniano.
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Ahora faltará saber si, como lo aseguró más tarde el secretario general de la OTAN, Jen Stoltenberg, el artefacto de la discordia buscaba interceptar a otro ruso, o si Zelensky y sus generales buscaron aprovechar el actual contexto del conflicto y el cierre del G-20, para comprometer militarmente a Occidente.
“No hay ninguna indicación de que este haya sido un ataque deliberado sobre los Aliados de la OTAN”, sostuvo el noruego ante los periodistas, en Bruselas, tras la reunión de embajadores de la alianza.
Así, este momento del conflicto, que no hizo más que opacar cualquier esfuerzo reciente para encaminarlo hacia la paz, bien puede quedar como uno de los de más tensión regional desde el pasado 24 de febrero (día de la ocupación rusa), y hasta podría convertirse, con el correr de las semanas y los meses, en un mero ensayo de reacción rápida ante posibles nuevos eventos que agudicen la ya de por sí grave situación en esta parte del globo.
Preparándose para lo peor y los roles invertidos
Para momentos como este, y otros por venir, es que el ejército francés anunció, para marzo próximo, el inicio del mayor ejercicio militar desde el final de la guerra fría. Una maniobra armada que afectará a 20.000 soldados y contará con la participación de fuerzas estadounidenses, italianas, belgas y británicas, con el fin de simular “un conflicto importante” por tierra, mar y aire, según lo informó el estado mayor militar galo.
“Nunca hemos hecho un ejercicio de tal magnitud en un período tan largo”, subrayó el general Yves Métayer, quien estará al frente de la llamada operación “Orion”, como fueron bautizados estos ejercicios.
En su anuncio, Métayer no esquivó el verdadero motivo de tal entrenamiento: el actual contexto geoestratégico (de tan difícil resolución que necesita de varias cumbres Biden-XI). De allí que “debemos prepararnos para lo peor, para evitar que suceda o para mitigar las consecuencias…”.
Y si bien lo peor pudo haberse desatado en las últimas horas todavía podría no haber llegado. Al menos si se tiene en cuenta que el círculo político de Biden presiona al presidente por no aminorar el aire con el que se aviva la llama bélica de Zelensky.
Así lo dejó saber en días pasados el asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan. Cuando las fuerzas rusas abandonaron la ocupación en Kherson, el funcionario lo calificó de “un gran momento” para Kiev, pero no para buscar canales de diálogo, algo que la administración Biden no buscaría en lo inmediato, según sus argumentos. “Si Ucrania dejara de luchar y se rinde, sería el fin de Ucrania”, puntualizó.
Cómo si en Washington los roles estuvieran invertidos, es el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Mark Milley quien tiene a sus fuerzas listas para la contingencia que sea, el que trata de convencer al presidente de que presione al gobierno de Kiev para que se abra a una negociación diplomática. Sabe mejor que cualquier civil o lobbysta, lo que es la guerra y en lo que se puede llegar a convertir este conflicto bélico en particular si otro misil vuelve a caer en el lado equivocado o si todo se enfila por la senda del armamento nuclear.
Pero si el equipo de Biden parece haber recobrado bríos tras el aceptable papel en las elecciones legislativas, hay sectores, tanto en el Partido Demócrata como en la oposición republicana que abogan por una salida diplomática. Observan que la salida de Kherson puede ser un buen momento para abrir canales de diálogo. La guerra ya mostró lo peor de sí. Perpetró la escasez de la energía y de los alimentos, disparando los precios internacionalmente y sumiendo en una espiral inflacionaria incluso a países que desconocían ya cómo lidiar con tamaño flagelo.
Mientras Putin pone todas las fichas en el invierno europeo y sus eventuales carencias de gas y otras fuentes de energía, no considera la posibilidad de tomar la vía diplomática. Algo de lo que Zelenski tampoco quiere hablar. Preferiría arrastrar primero a Estados Unidos y a la OTAN hasta el corazón del teatro de operaciones. Hay que escuchar una y otra vez a Stoltenberg ayer ante la prensa, para convencerse de que ese escenario es de muy difícil concreción. Al menos mientras los muertos, los destrozos y las penurias de la sociedad civil y la crisis humanitaria se queden dentro de las fronteras ucranianas.
Quienes mejor han estudiado la estructura de poder de Vladimir Putin, como es el caso del historiador ruso, Yuri Felshfinsky, quien acaba de publicar en español “Ucrania: la primera batalla de la Tercera Guerra Mundial”, se inscribe entre los que creen que es imperioso poner fin a la guerra, aunque está convencido de que “Ucrania no es el objetivo final” del líder ruso.
“Putin busca restablecer la URSS. Redibujando las fronteras de 1991 y no dudará en utilizar armas nucleares si las tiene que usar”, opinó el experto.
Es en este contexto en el que Rusia y los miembros de la OTAN tienen que moverse en ambos terrenos. En el de la diplomacia, acelerar las conversaciones y aprovechar las oportunidades para ganar tiempo y que la suerte de Putin y su poder se vayan consumiendo a fuego lento en un frente interno, que por ahora parece tener controlado, y en el campo de batalla, donde siempre corren el riesgo de que un misil se salga de sus límites hasta convertir a este en el peor de los mundos.
DJC