El lunes por la mañana fui camino a la escuela a dar clases. Pensaba que ese día me tocaban mis cuatro grupos de literatura, y que hace semanas yo no escribía nada. Voy cómodo, como no lo estaba en mucho tiempo, vestido con pantalón de vestir, camisa y abrigo.
Voy en la combi y recuerdo que desde hace mucho no me tocaba levantarme desde antes que amaneciera, de unas semanas para acá, desde el inicio del curso, se ha vuelto la norma.
Pienso que llevo casi un mes ya de dar clases y que no he podido escribir nada en ese tiempo, que me estoy esforzando por cubrir los requerimientos y documentación que me piden como docente porque por primera vez en la vida, me han ofrecido clases también de secundaria. Un mundo completamente nuevo.
Sigo avanzando en la combi, pienso que he pensado mucho y que el recorrido no es tan largo, y que aún falta la mitad del recorrido, aproximadamente cinco minutos más. Pienso que debería plantearme por qué no he escrito nada, más aún, pienso que hace tiempo no entro en un ejercicio contemplativo que escribí alguna vez para un diario, en el que menciono que el escritor debe tener la mirada constante del viajero, aunque se encuentre en su lugar de origen, aunque esté absorto por la rutina. Pienso que aún queda un poco de tiempo, que valdría la pena intentar observar de forma creativa, a ver qué ocurre. Lo peor que puede pasar es que no me lleguen ideas, pero como sea, la apreciación del contexto nunca es algo que desagrade:
Me asomo por la ventana, comienzo a ver luces amarillas aparecer, quedarse atrás y desaparecer sobre los bordes amarillos de las aceras, iluminando poco más de un metro. Intentan seguir el paso de la combi pero es imposible, pocos segundos después desaparecen. De otro lado, de manera permanente, una luz morada neón nos acompaña, es la constante en este recorrido. Al principio no sé de donde viene ni por qué sigue ahí. Me cuestiono si sigo despierto o no. Efectivamente, voy despierto. ¿de dónde viene?
¡De debajo!, la combi lleva una luz neón que venía viviendo todo este tiempo sin darme cuenta de ello.
En resumen, pienso que vengo en una carretera oscura, aún de noche, la oscuridad es la constante de mi movimiento y de no ser porque yo y otras diez personas venimos en el mismo transporte, nuestra existencia no está siendo corroborada, en este momento por nadie más, ni siquiera por el paisaje.
Avanzamos en una nave sin luces más que las que le sirven al chofer para guiarse (pero que yo no veo). Desde mi perspectiva, lo único que confirma para el mundo y el universo mi existencia es una luz morada sobre la que voy montado. Una luz que no me toca porque va por debajo y que solo podría verse por el universo en completa oscuridad por las estrellas que brillan como si se la pasaran platicando, chismeando en una plenaria eterna. En este pequeño momento tendrían un diálogo en el que la luz morada les diría “sí, hay unas bestias sobre mí”, las estrellas le dirían “pero cuáles bestias, no hay nadie, nos mientes”; y la luz les juraría que es cierto, que existimos, pero nadie sabría que eso es cierto. Al menos no a esta hora. Y no podría culparlos.
Opinión | Miguel Ángel Martínez, columnista LSR Hidalgo. Twitter: @MtzmonterPsic