En una esquina del centro de León, Guanajuato, donde el sol cae con fuerza sobre los adoquines y el murmullo del comercio apenas deja espacio al asombro, apareció una figura que detuvo el tiempo. Sentado sobre un bote de pintura, rodeado de otros envases vacíos, unos platos de batería viejos y un misterioso tubo de PVC, un joven vestido con ropa holgada hacía vibrar el aire con ritmos imposibles de ignorar. Se hace llamar Asper Beats, aunque su nombre de pila es Edgar. Y lo que hace, aunque muchos lo llamen arte callejero, es música en su forma más cruda, más análoga, más visceral.
“Me dicen Asper Beats. Todo esto es análogo, completamente”, dice con una sonrisa tímida, después de ejecutar una improvisación que deja a varios transeúntes boquiabiertos. No hay computadora, no hay FL Studio ni Ableton Live. “Nunca he usado la compu para hacer beats. Sí lo he pensado, pero más a futuro. Ahorita quiero sacar más rolas y presentarme en eventitos. Quiero tener como 45 minutos de show”.
Asper no nació ayer en la escena urbana. Su historia con los instrumentos de reuso tiene más de 15 años. “Antes tenía un proyecto que se llamaba Monkeys Jam. Éramos tres: dos tocaban los botes y yo las cazuelas y el yutiridús”, cuenta, refiriéndose al tubo de PVC que usa como didgeridoo casero, y que bautizó con el nombre onomatopéyico de didiridú. Con ese proyecto recorrió playas mexicanas, plazas europeas y festivales de calle como el Game Fest en Bélgica. “Es como el Cervantino, pero en la calle. Hay una calle especial para artistas urbanos y ahí tocábamos”.
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Su vida suena a libertad. Literal. A independencia sonora y geográfica. “Sí vivo de esto, y viajo también. Ya tener una vida de artista, la neta. Está padre. Aunque nunca nos apoyó el gobierno, ni cuando lo pedimos. Pero ya ahorrando, sí se puede”, explica mientras acomoda sus instrumentos en una mochila donde todo cabe: botes, platos, bocina. Su música viaja ligera, pero su historia pesa.
Asper tiene 32 años y 16 de ellos los ha dedicado a hacer música con las manos, con la boca, con objetos que otros tirarían a la basura. “Lo primerito que toqué fue la batería, pero bien leve. Luego un amigo me enseñó un video en YouTube de un chavo en Estados Unidos tocando los botes. Me impresionó un chingo. Desde ahí supe que quería hacer eso”.
Su proceso creativo es tan peculiar como su puesta en escena. “Cuando estoy tocando pienso muchas cosas: en qué voy a comer, en el Fortnite, en la gente. Sí está complicado, pero ya es como automático y me permite poner mi mente en otras cosas”. Una especie de trance urbano que combina técnica, rutina y libertad mental.
Porque donde otros ven basura, él encuentra ritmo. Y ese ritmo, sin duda, se queda en la memoria de quien lo escucha.
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