Puebla, Puebla -La primera vez que Arturo Becerra sintió una bola en la frente pensó que era un déjà vu. Una pequeña protuberancia, redonda y firme, idéntica a la que quince años atrás le habían extirpado sin complicaciones. Entonces el diagnóstico fue benigno: un lipoma, apenas un cúmulo de grasa. Pero aquella vez, el estudio de laboratorio que debía confirmar el resultado nunca se realizó.
Ahora, a finales de 2024, esa bola regresaba como una advertencia.
“Pensé que era lo mismo”, recuerda Arturo. “No me dolía, solo estaba ahí. Pero esta vez, el resultado fue diferente: era sarcoma”.
El sarcoma es un tipo de cáncer raro, uno entre veinte mil casos, que se esconde en los tejidos blandos del cuerpo: músculos, tendones, grasa, vasos sanguíneos. Su rareza no lo hace menos peligroso; al contrario, es un cáncer sigiloso y voraz que, en palabras de su médico, “puede comerse los huesos, la piel, los músculos”.
La mancha en la frente
Arturo vive con hipertensión desde hace años. Acude cada mes al hospital de San José, en Puebla, para recoger sus medicamentos. En una de esas visitas, mientras el médico revisaba su presión, le mencionó la bola que había reaparecido.
El doctor programó una cirugía ambulatoria, pero el día de la operación algo cambió el ambiente del quirófano.
“El cirujano la vio y dijo: ‘Parece sarcoma, mándenlo a analizar’”, recuerda.
La frase le quedó grabada. Esa misma tarde, la herida no dejaba de sangrar. Pasó horas en observación, con una venda en la frente que no paraba de empaparse. Cuando por fin detuvieron la hemorragia, se fue a casa con la cabeza entumecida y una inquietud que no lo dejaba dormir.
Pasaron dos meses. El resultado llegó: “ni positivo ni negativo”, le dijeron. No era maligno, pero tampoco era benigno.
Tres meses más tarde, en enero de 2025, la tomografía despejó las dudas.
“Sí, es cáncer”, le dijo el oncólogo, sin rodeos. “Te tienes que operar”.
Una cirugía para seguir viviendo
En abril, Arturo entró al quirófano por segunda vez. Le explicaron que el procedimiento se llamaba “colgajo”: cortarían la piel de su cabeza, la dejarían colgando mientras limpiaban la zona para impedir que el cáncer regresara.
Muestra la cicatriz en forma de H que le cruza la frente. “Cuando desperté, tenía una manguerita conectada al cráneo. Tenía que drenarla cada 24 horas para evitar una infección. Era muy complicado vivir con eso, porque la tenía que llevar a todos lados”.
Cada día, su esposa le ayudaba con una jeringa a extraer el líquido y contaba los mililitros. Si superaban cierto límite, debían volver al hospital. “No era una gotita. Era sangre, un líquido espeso, constante. Era ver cómo algo salía de ti todos los días”.
Cuando por fin se la retiraron, vio lo larga que era. “No quise anestesia. Me llamó la atención todo lo que tenía dentro. Hasta hoy hay partes de mi frente que no siento, como dormidas”.
Al mes le retiraron los puntos. Pensó que el calvario había terminado. Pero apenas comenzaba la etapa más dura: las radioterapias.
El dolor invisible
El sarcoma no se combate con pastillas ni quimioterapias convencionales. Solo la radiación puede eliminar las células malignas.
“Las radioterapias fueron lo más doloroso de todo. Ni con luz, ni con nada se te pasa el dolor”, dice.
Cada mañana, a las ocho, llegaba al hospital. Lo recostaban, le inmovilizaban la cabeza y el aparato comenzaba a girar. Nadie podía estar dentro. “Sientes un piquetito. Dura menos de 20 segundos. Me tardaba más en llegar que en lo que terminaban.”
Pero el tormento comenzaba después. “Salía del hospital y el aire me hacía doler todo. Me dijeron que era normal, que el cerebro se inflama. Solo me daban paracetamol, pero no servía de mucho.”
Durante quince días, el dolor fue insoportable. “Estar 24 horas con un dolor de cabeza intenso te acaba. No puedes dormir, no puedes descansar. Llega un punto en que quieres renunciar.”
Y casi lo hizo. Hasta que conoció a un hombre que enfrentaba el cáncer por segunda vez.
“Decidí continuar. No había otra opción.”
Uno en veinte mil
El médico le explicó que apenas uno o dos casos de cada cientos que atienden son de sarcoma. “Me dijo que tuve suerte de que apareciera en la frente. Si hubiera sido cerca del riñón, del corazón o del pulmón, no estaría contando esto.”
La Organización Mundial de la Salud registra más de 150 tipos de sarcoma. En México, el Instituto Nacional de Cancerología atiende unos 120 casos nuevos al año. Se estima que el 65% de los pacientes abandona el tratamiento por falta de recursos.
El sarcoma suele comenzar como una bolita dura, sin dolor, que crece lentamente. Puede presentarse en cualquier parte del cuerpo. Y cuando se descubre tarde, ya se ha extendido a órganos vitales.
“Es un cáncer muy agresivo”, repite Arturo. “Y te come”.
El refugio de la familia
Durante meses, su esposa y sus hijas fueron su sostén. Lo ayudaban a drenar la herida, a dormir, a soportar el miedo. “Mi familia fue la clave. La palabra cáncer suena muy fuerte. Hasta que lo vives, no sabes lo que significa.”
La gente intentaba animarlo con frases hechas: sé fuerte, todo pasa por algo, Dios aprieta pero no ahorca. Pero esas palabras no alcanzaban.
“Solo uno sabe lo que siente. Lo que duele. Lo que se vive. La gente no lo hace con mala intención, pero hay cosas que solo se entienden en silencio.”
En la sala de radioterapia veía a otros pacientes: niños, adultos, ancianos, todos calvos, algunos en silla de ruedas. “Ahí te das cuenta de que no estás solo, pero también te rompe ver tanto dolor junto.”
Arturo es devoto de San Judas Tadeo. Cuando el tratamiento lo agotó, buscó apoyo espiritual. “Un sacerdote me dijo: lo primero es aceptarte. Saber que tienes un problema y enfrentarlo. Eso me dio paz.”
Hoy, aún siente dolor. Los médicos le advirtieron que tardará seis meses en desaparecer. No puede exponerse al sol ni hacer esfuerzo físico.
Volver a la vida
A finales de agosto volvió a trabajar. “El primer día fue muy complicado. Todos querían saber qué había pasado. Me sorprendió ver a mis compañeros y clientes que me abrazaban.”
Arturo sufre de diabetes e hipertensión, pero ha aprendido a cuidarse. “Ya me informé, cambié hábitos. Sé que tengo que luchar por lo que me queda.”
Y sonríe, mientras se escuchan las risas de sus hijas en la otra habitación.
“Tengo a mi esposa, a mis hijas, a mis hermanos, a mis amigos. Sé que tengo que seguir adelante.”
Mira la cicatriz en su frente, la toca con suavidad. “Esto es una huella. Una marca de que sigo aquí. De que el cáncer no me comió.”
Contexto: El sarcoma es un enemigo silencioso. Se infiltra sin avisar, sin dolor, sin síntomas visibles. Pero Arturo aprendió que no solo destruye el cuerpo, también puede doblegar el ánimo.
Él eligió pelear desde ambos frentes: el físico y el espiritual.
“Cuando escuchas la palabra cáncer, piensas que se acaba todo. Pero no. Es el principio de otra vida. Más consciente, más agradecida.”
