Durante meses, su nombre se pronunció más en silencio que en voz alta. Nadie lo vio, pero todos hablaban de él. No había discursos, ni saludos de madrugada, ni arengas desde Palacio. Solo el rumor, ese que en México se esparce como polvo en el viento, decía que Andrés Manuel López Obrador, el viejo líder se había perdido en Sudamérica, que lo habían visto en una playa del Caribe, o que se había refugiado en su parcela, allá donde Chiapas le guarda sombra en "La Chingada", como él mismo bautizó su rincón.
Se tejieron historias. Que huyó. Que lo perseguían. Que lo buscaban agentes de la DEA. Que había volado a donde vuelan los caudillos cuando el poder deja de quemar las manos. Pero este domingo, sin anunciarse, regresó. No con un mitin, ni con una proclama, sino con un gesto: depositó su voto en una urna y volvió al sigilo. Como quien lanza una piedra al lago solo para recordar que sigue ahí.
El país, tan habituado a las tempestades que él mismo provocaba con una sola frase, se quedó en vilo cuando eligió el silencio. Porque no era un silencio cualquiera. Era la pausa del que sabe que, para seguir mandando, basta con dejar de hablar. Aquel que durante seis años ocupó las mañanas y partió las opiniones, ahora se escondía, y eso era más inquietante que cualquier escándalo.
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Su ausencia activó una especie de nostalgia prematura. Los suyos lo extrañaban con fe. Sus críticos lo evocaban con sospecha. En su figura cabía todo: el padre austero, el dirigente implacable, el salvador para algunos y el dictador para otros. El país no estaba preparado para dejar de verlo. Y por eso su imagen, tan solo su presencia al momento de votar, se volvió titular.
Nada es accidental en quien ha vivido de calcular cada movimiento. Su reaparición no ocurrió en un día cualquiera. Fue durante una votación que él sembró en la agenda pública, esa que quiere que los jueces no sean de toga heredada sino de sufragio directo. Dijo unas cuantas palabras. No hizo falta un gran discurso. El mensaje era él.
Y no es que haya regresado, porque nunca se fue del todo. Es que volvió a recordarle a todos que sigue ahí. Como los antiguos jefes de tierras que se internaban al monte cuando el pueblo estaba en paz, pero que bastaba un silbido para que aparecieran a poner orden. Él es eso: un eco constante, una figura que no necesita ocupar un cargo para seguir definiendo el tono de la conversación.
Quien se retira al campo no siempre lo hace para descansar. A veces se retira para observar desde lejos. Desde su trinchera rodeada de árboles, allá en "La Chingada", puede que haya visto más de lo que creemos. Puede que, incluso, haya escrito más trazos que un solo libro. Porque los hombres que se funden con la historia no entienden de finales. Solo de pausas.
Su retorno fue más estruendoso que cualquier discurso. Era la señal de que el poder, cuando se ejerce desde la memoria y el mito, no necesita micrófono. Solo presencia. Y eso, él lo sabe bien.
