Cada cierto tiempo, una mujer famosa declara que no es feminista. O que no cree en "ismos". O que prefiere no etiquetarse. Esta semana fue Rosalía, al decir que se rodea de ideas feministas pero que no se considera "moralmente lo suficientemente perfecta" para estar dentro de un "ismo". Y, como siempre, el debate se desplazó rápido hacia un terreno cómodo: si tiene derecho o no a decirlo, si se le exige demasiado, si el feminismo debería ser más amable.
El problema no está ahí. El problema es qué tipo de mundo hace posible, y rentable, ese tipo de declaraciones.
No se trata de pedirle a Rosalía una credencial de militante ni un manifiesto político. Sino de entender la neutralización del feminismo como movimiento político y su conversión en una estética palatable, en un buffet del cual puedes tomar lo que te convenga sin comprometerte con nada. ¿Por qué hoy decir "no soy feminista" no genera escándalo sino alivio? ¿Por qué suena moderno, razonable?
Te podría interesar
Aquí es donde entra el lente del posfeminismo. El posfeminismo no dice que la igualdad ya se haya alcanzado, sino que la sociedad actúa como si así fuera. Da por descontados derechos conquistados (votar, trabajar, decidir) y los convierte en un decorado natural, despolitizado, individual. Ya no hay lucha colectiva ni estructuras de poder, sólo elecciones, gustos, marcas, narrativas personales.
Sophie Gilbert lo explica en su libro “Girl on Girl”, donde analiza cómo la cultura pop de los 2000 convirtió a toda una generación de mujeres en sus propias enemigas. Gilbert rastrea cómo la energía del feminismo de la tercera ola colapsó en un período regresivo de hipersexualización, infantilización y despolitización. El posfeminismo vendió la idea de que la auto-objetificación era empoderamiento y que el conformismo disciplinado era un proyecto de vida. En ese marco, el feminismo aparece como algo excesivo, antiguo, incómodo. Un "ismo" innecesario.
Y Rosalía es un síntoma perfecto. Con su disco “Lux” construido sobre figuras femeninas místicas, el control absoluto sobre cada aspecto de su carrera y su negativa a posicionarse políticamente, es heredera directa de esa trampa posfeminista. El mensaje es claro: se puede ser "girlboss", "libre", "exitosa", siempre que nada de eso cuestione el orden existente. Siempre que no incomode. Siempre que no politice.
Lo que practica Rosalía es el "feminismo adyacente": un discurso que se ubica cerca del feminismo, se beneficia de sus conquistas, pero evita el conflicto, la crítica y la disputa que conlleva el activismo real. Celebra a las mujeres exitosas sin cuestionar los sistemas de opresión, habla de empoderamiento sin nombrar las violencias específicas ni las desigualdades estructurales.
Este desplazamiento no ocurre en el vacío. Coincide con un empuje antifeminista cada vez más articulado desde la ultraderecha. Una derecha que ha aprendido a no presentarse siempre como reaccionaria, sino como "sensata". Que no dice "las mujeres exageran", sino "ya somos iguales". Que no ataca frontalmente al feminismo, sino que lo diluye, lo ridiculiza, lo convierte en una identidad molesta, pasada de moda. En esa lógica, las tradwives de TikTok insisten en que abandonar la fuerza laboral es un acto radical y las girlypops despolitizan sistemáticamente cada avance conquistado. En ese contexto, rechazar los "ismos" no es neutral. Es funcional.
La neutralidad, en tiempos de retroceso de derechos, siempre beneficia al poder. Cuando se cuestionan el derecho al aborto, la educación sexual, las políticas de cuidados; cuando se criminaliza la protesta feminista y se legisla contra las personas trans en nombre del "sentido común", decir "yo no entro en eso" no es una postura inocente. Es una toma de posición firme.
Y aquí entra la Generación Z, esa cohorte fascinante y aterradora que Rosalía representa tan bien. Esta es la generación que creció bajo la constante sobreexposición en redes, internalizando que su valor personal depende de la imagen pública e imborrable que dejan en internet. El resultado es un miedo paralizante a ser etiquetados como "cringe". Cuando la autenticidad se vuelve riesgosa y cualquier posicionamiento político puede convertirse en un meme viral que te persiga para siempre, el conformismo se vuelve la opción más segura. Declararte feminista es definitivamente cringe. Posicionarse implica perder followers, contratos, capital simbólico.
El resultado es un nihilismo suave, estético, perfectamente compatible con TikTok y con el mercado: nada importa demasiado, todo es performativo, todo es provisional. Este nihilismo no es una pose, es la respuesta lógica a un mundo que sólo ofrece crisis climática, desigualdad galopante, precariedad permanente y la certeza de que nunca se tendrá casa propia.
Gilbert señala que el posfeminismo ha enseñado a las mujeres a verse a sí mismas como proyectos individuales, no como sujetas políticas. A creer que el mayor triunfo es no necesitar el feminismo, como si eso fuera una prueba de madurez. Pero ningún derecho fue conquistado por "no creer en ismos". Ninguna mejora estructural vino de la neutralidad.
No es casual que, mientras algunas figuras públicas se declaran "no-feministas", crezcan los discursos que culpan a las mujeres de la crisis de natalidad, del colapso de los cuidados, de la soledad masculina. No es casual que el feminismo sea presentado como dogma mientras el neoliberalismo sigue operando como sentido común.
Cuando una de las artistas más influyentes del planeta dice que no es "lo suficientemente perfecta" para el feminismo, está legitimando ese miedo generacional. Está diciendo: está bien no posicionarse, está bien beneficiarse de las conquistas sin luchar por ellas, está bien ser espectadora de tu propia opresión.
El feminismo no exige perfección moral a nadie. Lo que sí exige es posicionamiento político, disputa de narrativas, confrontación y transformación. Negar el feminismo no nos hace más libres, sino más funcionales a un sistema que prefiere mujeres exitosas antes que mujeres organizadas.
Gilbert tiene razón cuando señala que la visibilidad es una trampa: estas mujeres mediáticamente "empoderadas" son posicionadas en lugares cada vez más precarios, preparadas para fallos públicos que son parte integral de la lógica de la visibilidad. Rosalía puede controlar cada aspecto de su música, su imagen, su negocio, pero al final está atrapada en un sistema que la necesita poderosa para venderle poder a otras mujeres, y vulnerable para recordarle a todas que el poder femenino tiene fecha de caducidad.
Rosalía tiene derecho a decir lo que quiera. Pero nosotras tenemos derecho de señalar que esa supuesta neutralidad nunca es neutral. Que en tiempos de retroceso, no posicionarse es posicionarse con los que retroceden.
La pregunta relevante es qué mundo estamos construyendo cuando el posicionamiento político se vuelve tan tóxico que hasta las mujeres más privilegiadas le tienen miedo. En ese terror a ser juzgadas, en ese nihilismo disfrazado de sofisticación, en esa supuesta libertad de no etiquetarse que en realidad es la jaula más efectiva, es donde estamos perdiendo la batalla.
El feminismo no necesita más figuras perfectas. Necesita figuras valientes. Y en eso, lamentablemente, Rosalía ya perdió. Porque el verdadero cringe no es comprometerse. Lo que es incómodo es admitir que, sin lucha, lo que queda no es libertad, sino una versión cuidadosamente editada de ella.
