Nadie esperaba la noticia que dio ayer por la tarde la Casa Blanca al designar al fentanilo como arma de destrucción masiva (WMD, por sus siglas en inglés). Las implicaciones de esta decisión son inmediatas y profundas. No se trata únicamente de un llamado de alerta en materia de salud pública o de procuración de justicia: esta orden ejecutiva representa un escalamiento estratégico que rompe con la distinción tradicional entre crimen organizado y amenaza a la seguridad nacional.
Desde una perspectiva estratégica, la categorización del fentanilo como arma de destrucción masiva se fundamenta en su capacidad letal, la magnitud del daño que provoca y su potencial para causar víctimas en masa, elementos que justifican un tratamiento extraordinario por parte del Estado estadounidense. Sin embargo, esta decisión también traza un camino más claro respecto a las pretensiones de Washington frente a los cárteles de la droga, particularmente aquellos vinculados a la producción y tráfico de fentanilo.
La designación del fentanilo y de sus precursores como WMD activa un conjunto de herramientas legales y operativas mucho más amplias para el gobierno de Estados Unidos: apoyo militar a autoridades civiles, expansión de facultades de inteligencia, guerra financiera y la aplicación de marcos propios del contraterrorismo y la contraproliferación. En los hechos, esto implica una difuminación de las fronteras entre crimen organizado y terrorismo, lo que abre un debate serio sobre la proporcionalidad de la respuesta y el riesgo de securitizar un fenómeno que también involucra variables de salud pública, adicciones y exclusión social.
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En el plano internacional, este giro doctrinal tiene implicaciones aún más delicadas. Tratar a los cárteles y a sus redes desde el marco del terrorismo y de las armas de destrucción masiva puede justificar acciones extraterritoriales, pavimentando el camino para operaciones más agresivas en territorios extranjeros. Estas preocupaciones no son nuevas, pero se intensifican al abrir la posibilidad de que los grupos criminales sean tratados como actores insurgentes o terroristas, en lugar de simples objetivos de seguridad pública, como aún se les concibe formalmente en México.
Conviene recordar que, en la legislación estadounidense, un arma de destrucción masiva no tiene que ser necesariamente nuclear, biológica o química en su acepción clásica. Basta con que sea capaz de causar muertes masivas, pánico generalizado o disrupciones estratégicas. El ántrax fue tratado como WMD tras los ataques de 2001, al igual que el ricino en diversos casos judiciales posteriores. El precedente existe.
La analogía con Irak resulta ilustrativa si se entiende correctamente. En ese caso, la amenaza WMD era potencial e inminente, y se construyó una narrativa basada en proliferación, terrorismo y defensa preventiva. Más allá de la posterior y documentada falla de inteligencia, el argumento central fue que la mera existencia de la capacidad constituía ya una amenaza que justificaba acciones extraterritoriales.
En el caso de México, el escenario es distinto pero jurídicamente más delicado: se trata de una WMD ya designada, operada por actores no estatales, con una amenaza actual y una justificación defensiva. Esto crea una arquitectura legal que reduce los umbrales de acción y robustece la posibilidad de interdicciones, cooperación forzada y operaciones encubiertas. No implica una invasión, pero sí una redefinición profunda de cómo se concibe la aplicación de la ley y el uso del poder.
Este enfoque se alinea con lo establecido en la National Security Strategy de Estados Unidos publicada en noviembre, donde México y los cárteles dejan de ser tratados exclusivamente bajo la lógica de un aliado clásico y pasan a ser conceptualizados como parte de un teatro de amenaza hemisférica. El documento reconoce el fracaso del modelo centrado únicamente en seguridad pública y abre la puerta al uso de medios más robustos —incluida la fuerza letal cuando se considere necesario— para proteger la seguridad interior estadounidense. Aunque México no es mencionado explícitamente como adversario, queda claro que nuestro territorio es visto como un espacio crítico para la defensa interna de Estados Unidos.
Moneda en el Aire: Terrorismo o Delincuencia Organizada, el huevo o la gallina.
Recién acontecido la explosión con coches bomba en Michoacán se desató alguna critica el Secretario de Seguridad Omar García Harfuch respecto a si es o no un atentado terrorista como lo clasifico en un principio la FGR.
Sin embargo, cabe destacar que en nuestra legislación la Delincuencia Organizada y el terrorismo no se excluyen, incluso el terrorismo es un delito de la Delincuencia Organizada, ambos responden a criterios jurídicos la Delincuencia Organizada, se define por la estructura y permanencia del grupo criminal, mientras que el terrorismo, de acuerdo con el artículo 139 del Código Penal Federal, se configura a partir del medio violento empleado y la finalidad perseguida, como generar alarma social o presionar a la autoridad.
En consecuencia, el uso de explosivos o de violencia de alto impacto no determina por sí solo la tipificación del delito: un mismo hecho puede encuadrar válidamente como delincuencia organizada, como terrorismo, o incluso en ambos supuestos, como sucede cuando se ha logrado judicializar estos actos y siempre dependiendo de los elementos probatorios disponibles. Elegir una u otra clasificación no constituye un error jurídico, sino una valoración legal basada en la intención acreditada y en los efectos concretos del acto, es decir las pruebas.
