SALUD

Entre médico y paciente

La prisa se ha convertido en una característica de la relación médico-paciente. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

La enfermedad, el daño y el dolor físico son una de las circunstancias más fragilizantes en la vida de una persona y de su círculo de cuidado y amor. Es allí donde la figura del médico irrumpe como como el especialista que, a través de un diagnóstico y la propuesta de un tratamiento, sanará no solo las complicaciones del cuerpo, sino la cantidad de emociones -como la angustia, el miedo, la incertidumbre- que las enfermedades detonan. Pero la calidad de la acogida implica tiempo. Acompañamiento. Empatía. Y la empatía es difícilmente posible sin escucha. Un amigo explicaba al gastroenterólogo sus síntomas y el médico lo resuelve en dos patadas: “la salud es integral, ¿por qué no compra un paquete de check up?” “Mire, por el momento solo tengo problemas gástricos”. Ni un segundo para escuchar al ser humano que tiene enfrente.

Casi todas las personas hemos tenido experiencias desagradables, difíciles o muy difíciles en nuestros encuentros con el personal médico. Entre la más absurda que recuerdo, el traumatólogo que me recibió en un pasillo de su consultorio mientras le explicaba sus ejercicios a otra persona, miró el quiste que se había formado en mi muñeca, tomó un bloque de recetas y escribió la descripción de una férula. Todo sucedió mientras él estaba sentado en una silla giratoria con rueditas y yo de pie frente a él. La cuenta fue más que desproporcionada con respecto a los tres minutos de atención que me dedicó. Nunca supo ni cómo me llamaba. Ni siquiera para cumplir con la más básica regla de cortesía.

De manera reciente, cuando se ha comenzado a hablar de violencia obstétrica, pude por fin nombrar lo que viví con el nacimiento de mi tercer hijo: un ginecólogo cuyas prisas y maltrato agudizaron las complejas circunstancias del nacimiento de un bebé con un cordón umbilical anudado. Nacido el bebé (por cesárea de emergencia) y una vez que pude abrazarlo y constatar que estaba sano, los comentarios del ginecólogo con respecto a la gravedad de mi estado y la posibilidad de que no la librará, fueron tan insoportables, que le pedí que me anestesiara. No soporté escucharlo más. “Si me muero, que sea dormida”, eso pensé.

Al día siguiente pasó a la habitación para explicarme que temía que tuviera una hemorragia interna, que ni siquiera podía imaginarme la gravedad de lo que había sucedido, y de inmediato se despidió, se iba de vacaciones de Navidad. En su lugar los siguientes días de mi hospitalización se quedó un asistente al que yo no había visto nunca. No volví a hablar con él, ni siquiera por teléfono. Me fui aterrada a mi casa imaginando que en cualquier momento iba a estallar una catástrofe. La prisa se ha convertido en una característica de la relación médico-paciente. En algunos hospitales públicos, porque la demanda de atención suele exceder la capacidad de dedicarle tiempo a los enfermos. Con muchos médicos de los hospitales privados, porque el nivel de mercantilización de los servicios ha dejado lejos, cada vez más lejos lo que podríamos considerar la más elemental ética de la profesión médica.

¿Qué sucede cuando los avances científicos y tecnológicos conducen - cada vez- a una mayor especialización, con las tan innegables ventajas que representa, pero nos alejamos a grandes velocidades de lo que conocíamos como el “médico familiar” con quien existía una relación cercana y confiada? Todo saber es susceptible de convertirse en una forma de poder, en el caso del médico el desequilibrio se intensifica porque es un saber que se ejerce en circunstancias de particular vulnerabilidad para el paciente. La demanda emocional del paciente es legítima: se juegan la salud y tantas veces la vida. Necesita que le expliquen el diagnóstico con paciencia y cuidado, que le hablen en un lenguaje que le sea comprensible, es su derecho entender y aceptar un tratamiento con un consentimiento informado.

Es el médico quien tiene que aprender a contener, hasta un punto, el miedo del paciente. Sus angustias y sus dudas. La escucha atenta es el comienzo de todo tratamiento. Para escuchar es indispensable extraer a la persona enferma de la cadena indiferenciada de las personas enfermas. Reconocerla en su singularidad.  Es una persona con un corazón enfermo, no un órgano enfermo que deambula. Hay alrededor del enfermo una familia con derecho a ser informada. El médico le debe al paciente tiempo de calidad. Su saber no puede convertirse en una forma de superioridad que coloque al paciente en el lugar de un mero cuerpo sometido a medicamentos y exámenes cuyo sentido ignora.

Hay experiencias ante las que una recuerda con nostalgia los ideales de una de las sentencias hipocráticas: “Ahí donde hay amor por la humanidad, también hay amor por el arte de sanar”: cuando el paciente y su familia se quedan solos, desamparados ante un poder médico que los ignora en sus preguntas, que, al ignorarlos, los cosifica.

María Teresa Priego

@Marteresapriego