Ayer, como cada 25 de noviembre desde hace veinticuatro años, miles de personas alrededor del mundo, salieron a las calles, participaron en manifestaciones, foros, mesas de discusión, paneles, etcétera, para exigir vidas libres de violencias para las mujeres, niñas y adolescentes.
Habrá quien se pregunte qué tanto han servido estas acciones para erradicar la violencia contra las mujeres, ya que los números sobre ella crecen año tras año; y hay quienes tenemos claro que han servido para que cada año, más mujeres tengan las herramientas y acompañamiento para reconocer la violencia, enfrentarla y denunciarla.
Hay, sin embargo, a mi parecer un problema importante en esos datos, cifras, y relatos que cada 25N retomamos, y es que ponemos el foco en el dolor, en el horror, en el sufrimiento, en la sobrevivencia; y es ahí donde fallamos. Porque aunque es necesario entender la dimensión de la violencia, lo extendido de las estructuras que, como dice Emanuela Borzacchiello, crean las condiciones de posibilidad para que se ejerzan esas violencias; es también necesario recuperar la manera en la que (nos) narramos, la manera en la que nos reapropiamos de lo que nos sucede y lo que significa para nosotras.
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Nerea Barjola, dice que el feminismo es la herramienta que contextualiza la violencia [...] que la (de)sitúa de su variable terrorífica y le confiere importancia política. Ella habla de la violencia sexual, pero aplica para todas las violencias que atraviesan a las mujeres.
A finales de la semana pasada, fuimos testigos de la potente declaración de Gisèle Pelicot en el cierre del juicio contra su esposo y otros cincuenta hombres por violarla. Gisèle habló de la trivialización de la violación y de la sociedad machista; pero quiero rescatar tres momentos específicos.
El primero, en el que la señora Pelicot aclaró que no ha cambiado su apellido porque sus nietos aún lo llevan; y para ella es importante que no sientan vergüenza por llamarse así.
El segundo, cuando miró y señaló a los acusados para decirles “siento rabia hacia estos hombres, porque en ningún momento pararon, en ningún momento denunciaron [...] podían parar en todo momento y ni uno solo denunció”.
Y finalmente, cuando una de las abogadas defensoras le echó en cara que no la ha visto llorar durante el proceso.
Gisèle decidió que no permitiría que su caso fuera narrado desde la visión machista de la violencia sexual, que no se prestaría a ser la “buena víctima”. La exigencia de verla destrozada, avergonzada, llorando, es parte de la narrativa en la que las mujeres deben asistir a sus violencias siempre como víctimas por las que se puede sentir lástima, vergüenza, empatía. Gisèle decidió salir del papel que le otorgaba el relato de los otros, y colocar el foco donde corresponde, en la violencia de sus agresores.
Como dice la consigna: queremos ser libres, no valientes. Libres de violencias, no valientes por arriesgarnos a ellas; libres para denunciar, no valientes por alzar la voz; libres para señalar a nuestros agresores, no valientes por enfrentarnos al escarnio público. Queremos ser libres de no ser víctimas, aunque vivamos violencias. De no ser sobrevivientes, ni guerreras, ni valientes, ni símbolos de nada.
Que sean los agresores los que tengan que tragarse la vergüenza de decir que “no sabían”, que sean ellos los que tengan que vivir con el miedo de que todo el mundo sepa lo que hicieron, que sean ellos los que sobrevivan con las secuelas de sus violencias. Que sean ellos los señalados, los marcados, los que sean símbolos de cobardía.
A nosotras, sólo déjenos en paz.