En su espléndido libro “Fruto”, Daniela Rea cita un poema moderno, un tuit de Alejandra Márquez Abella, sobre la maternidad: “La primera interrupción es la de la identidad; se interrumpe y se transforma […] ser madre es ser interrumpida”.
Puede ser hasta graciosa la imagen de las madres como seres interrumpidos, si pensamos en esos regaderazos que nos damos en los breves minutos de una siesta infantil, o en los cafés que se quedan fríos sobre las mesas de la cocina y a los que vamos regresando durante horas; o indignante, ante los porcentajes altísimos de mujeres que interrumpen sus carreras o estudios ante maternidades más o menos elegidas en un sistema sin red de cuidados, con leyes de conciliación deficientes y discriminación rampante. En México, el país con mayor tasa de embarazo adolescente en la OCDE, casi el veinte por ciento de las niñas entre 15 y 19 años que abandonan sus estudios lo hacen por embarazo, de acuerdo a cifras del INEGI en 2020.
Llegué a “Fruto” no por casualidad, desde que supe que estaba embarazada empecé a devorar textos que me ayudaran a entender eso cómo se hacía, o, mejor dicho, que me ayudaran a ser “buena madre”; a entender esta interrupción tan íntima, la de mi identidad, que se disolvía y reconfiguraba en esta nueva de “madre”. Me tardé un tiempo en entender que ninguno de los manuales tenía en realidad la respuesta, ni ninguna de las matronas, doulas, enfermeras, tías, amigas, vecinas o desconocidas que con o sin preguntarles me aconsejaban, cuestionaban, corregían, juzgaban o felicitaban por mi desempeño materno. Siendo madre migrada, había una soledad dolorosa en mi crianza; pero también un silencio que me permitió explorar qué significaba esa nueva yo madre, qué partes de mi se desdoblaban y descubrían. Leer sobre madres, y también sobre hijas, sobre esa memoria íntima de mujeres que han cuidado y criado sin pensárselo mucho, porque es lo que tocaba, lo que hacía falta; fue una especie de cuerda en la oscuridad de esa identidad interrumpida, de la soledad y del silencio.
En el encierro de la pandemia y ya con dos hijas llegó a mis manos “Casas vacías”, de Brenda Navarro. Por primera vez alguien me decía: una puede ser “mala madre” y amar a sus hijos, una puede querer a sus hijos y no desearlos, hay madres que los desean, pero no los aman; todas somos únicamente las madres que podemos ser. A partir del terremoto que fue leer esa novela, me animé a hacer un grupo de whatsapp al que invité a amigas que tenían hijes, madres (semi)novatas que, en medio del encierro, la crianza, los trabajos domésticos y el susto pandémico, nos sentíamos más o menos náufragas. Durante algunos meses ese grupo fue salvavidas y espejo, me sostuvo y me ayudó a reencontrarme conmigo misma, una que ya no era la de antes pero que ya no estaba perdida ni disuelta.
Ahora, mi maternidad no me desconcierta como entonces, pero desde hace un tiempo cuando hablo de mi misma lo primero que digo es que soy madre. No porque me parezca el logro más importante, sino porque me parece el evento que más significativamente ha definido mi situación actual: si no me hubiera convertido en esta nueva persona que soy, la yo-madre, es muy probable que no viviera donde vivo, ni me dedicara a lo que me dedico, ni peleara tan rabiosamente por los ideales por los que peleo. Ser madre no es toda mi identidad, pero es lo que más la ha alterado.
Hace unas semanas, participé en una conversación del espacio “A Muchas Voces”, uno de los temas que más nos movió y encendió el debate fue el de reconocer y soltar las expectativas que tenemos de la maternidad, de las madres que un día pensamos que íbamos a ser, de les hijes que pensamos que íbamos a tener. La idealización de la maternidad no da cabida a dolores, ni dudas, ni frustración ni rabia; no hay enfermedad ni arrepentimientos. Ni siquiera nos atrevemos a mencionarlos cuando hablamos de maternidades, ningún festival del 10 de mayo inicia con una exigencia por un sistema nacional de cuidados, o un llamado a la atención de la salud mental materna. Cuando la única madre posible es la madre perfecta, todas somos malas madres.
La maternidad debe ser deseada, sí. Pero también acompañada, desmitificada, colectivizada en su carga, su dolor, sus dudas. La maternidad como una meta ideal nos encaja en un imposible, todo se mide con esa regla, la cual es inalcanzable; todos nuestros proyectos se convierten en “bebés”, como si estudiar un posgrado, escribir una tesis doctoral, lanzar una empresa o plantar flores en el balcón no fueran logros suficientes por sí mismos. La sociedad –patriarcal y capitalista– nos dice que es necesario que seamos madres, si no de hijes, entonces de algo, de algo que nos defina, que nos encauce, que les dé sentido y producción a nuestras vidas de mujeres.
Como todo lo personal, maternar puede ser político, revolucionario, poderoso en crear redes y puentes; maternar desde la disidencia, desde las maternidades heterodisidentes, neurodivergentes, desde las maternidades colectivas, desde la maternidades en red, dudosas, imperfectas. Reconocernos como las madres que somos, no las que quisimos ser, desmonta la maternidad como mecanismo de control social y económico y nos da las herramientas para reconstruirla desde el goce y la colectividad. Maternemos libres, juntas y felices.